lunes, 11 de diciembre de 2006

FICCIONES. De amanecida (por Diego L. Sanromán)



Paco me ha contado que el Carnicero se había tragado los papeles. Llegar al Ayuntamiento, arrojarse sobre la mesa y echarse al buche la lista fue todo uno. Visto y no visto. Paco le tenía ojeriza al viejo ya antes de que comenzase la Cruzada. Yo ya le he dicho que me parecía un descuido imperdonable de los nuestros. No el haber dejado que el viejo se merendase la información, no, sino el no haber hecho dos o tres copias en previsión de que el original se pudiera dañar o extraviarse. El lío, las prisas, los nervios, ya se sabe, ha argumentado Paco y yo me he limitado a asentir con la cabeza. Claro, hombre, se comprende. El problema es que el número de los que íbamos a llevar de paseo había quedado pero que muy mermado. Primero, dieciocho, y después sólo la mitad, pues a los otros nueve los habían dejado donde los tranvías, en la capital. Ahora, que el muy cabrón, ha añadido Paco, se ha llevado un buen par de hostias en los hocicos. ¿Fumas? Yo he rechazado el pitillo con un gesto de la mano. Gracias, camarada. Soplaba un vientecillo recio desde los Torozos y a los hombres se les veía temblar en la trasera del camión. A estas alturas del otoño y de la amanecida va haciendo frío en el corazón de Castilla. Mira, ahí anda ése. Los faros del coche han ido dando forma a los chopos y, ante los chopos, a un camarada que aguardaba con aire relajado a que llegase la cuerda de rojos. Un falangista del lugar, menudo pero con buen porte, al que, según parece, Paco conocía desde los tiempos de las Juntas Castellanas. Se llama Federico, buena gente. Federico nos ha saludado a la romana y Paco ha dicho: Fin del viaje. Tras apearnos del coche, hemos estrechado la mano de Federico. Paco ha hecho las presentaciones: Andrés y Venancio, los dos camaradas que nos acompañaban en el coche, y Manuel y Alberto, que iban en el camión, “cuidando del ganado”, como ha explicado Paco con una sonrisita canalla. Luego hemos bajado a los otros, sucios, tiritando, con los labios grises y las manos enredadas en una soga de crin, algunos con la pechera manchada de sangre, evitando las miradas de los enemigos victoriosos. Paco ha gritado: ¡Vais a pagar lo de Onésimo y Ruiz de Alda, rojos hijos de puta!, pero yo sabía que lo que le escocía de verdad era que el Carnicero lo hubiera hecho encerrar cuando éste todavía era concejal del Ayuntamiento. Eso y que el viejo hubiese tenido huevos suficientes para tragarse la lista en que teníamos los nombres de sus secuaces republicanos. La madre que lo parió. Federico, por su parte, se paseaba en torno de los nueve hombres maniatados como un general que pasase revista a sus tropas, como un pequeño Napoleón vallisoletano y chulo, he pensado para mí. Al final ha dicho: Bueno, vamos terminando, que se hace tarde.

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