« Denn das Schöne ist nichts als des Schrecklichen anfang, den wir noch grade ertragen, / und wir bewundern es so, wiel es gelassen verschmäht / uns zu zerstören » Duiniser Elegien – R. M. Rilke (1922)
Las dos citas que encabezan esta invitación a la lectura de la obra de Dennis Cooper están escritas a lápiz sobre la primera página del ejemplar de uno de sus libros que tengo delante. Cacheo (Frisk, 1991) debía de ser el segundo texto de Cooper que leía. El primero fue probablemente Contacto (Closer, 1989), que había descubierto poco antes un buen camarada y que resultó un hallazgo para ambos. No recuerdo cómo pudieron ir a cruzarse referencias literarias tan dispares ni que extraño juego de asociaciones pudo llevar a su combinación, pero el caso es que ahí están, en la primera página de Cacheo. Lo curioso es que esas dos citas, en principio tan alejadas de los parámetros estéticos en los que la obra de Cooper se produce, iluminan de forma extraordinaria y sintética, a mi parecer, su sentido último. Lo bello como comienzo de lo terrible, a que se refiere Rilke en ese conocido pasaje de las Elegías, la muerte como límite del sentido, una idea que está en el centro de la reflexión de Lévinas, los vínculos subterráneos que conectan lo bello, la muerte y lo terrible, etc., son todas ellas preocupaciones que sirven como puntales a la obra de Cooper, una producción literaria ya abundante e imprescindible. Llama la atención también la entrada del fragmento de Lévinas, pues allí se identifica la ‘vida humana’ con la ‘decencia’: es –dice Lévinas- ‘ocultar’, ‘vestir’; es ‘envoltura (enrobement) de los movimientos fisiológicos’. Hemos domesticado la ingestión, pero la digestión y la defecación aún quedan fuera del ámbito de lo decente. También el sexo, sobre todo en sus modalidades más feraces y feroces. En consecuencia y si uno sigue el razonamiento del filósofo lituano, es fácil calificar los libros de Cooper de brutal e impúdicamente indecentes.
¿De qué otro modo conceptuar unos relatos cuyos personajes fundamentales andan siempre –cuando menos- fantaseando con la idea de penetrar, sajar, trocear, perforar, martirizar, abrir, explorar, desentrañar el cuerpo del otro con el fin último de acceder a su verdad más íntima y con el propósito de apropiarse de forma absoluta del objeto de sus deseos? Una pretensión ésta –y es algo que también anuncia Lévinas- que está irremediablemente condenada al fracaso: la belleza del cuerpo muerto, por muy hermoso que fuera el joven al que pertenecía en vida, dura apenas el segundo que precede a la descomposición; y entre el revoltijo de entrañas del cadáver martirizado no se encuentra el sentido profundo del Ser, sencillamente porque no hay tal sentido.
Convoquemos ya de entrada al propio Cooper para ilustrar lo que comento. Se trata de Guide (1998). Chris, uno de los personajes del libro, ansía morir y al fin ha encontrado quien satisfaga su deseo:
“- Joder, ah, joder.
Chris logró entreabrir los ojos. Sus testículos estaban a medio metro de distancia, en la palma diminuta del enano. Trató de concentrarse en su belleza primitiva.
- Cállate –dijo el enano dándole un cuchillazo a Chris en el muslo. Estaba intentando comprender el enigma de la muerte o algo así.
La conmoción en la que estaba sumido Chris era tan profunda y compleja que entraba en colisión con la complejidad, bien distinta, del mundo. Algo así como lo que ocurre cuando una luz muy fuerte ilumina una piedra preciosa de gran tamaño.
Esta parte del libro está prácticamente acabada. Tenía que ser truculenta, con un toque abstracto y relativamente inverosímil. De no ser así me implicará demasiado en un plano emocional. Si sirve de consuelo, Chris siente un dolor brutal, y punto. Esa es la cuestión. En el fondo, si le quitamos todo el análisis elaborado de la imaginación, morir no es tan diferente de romperse una pierna. […]”
Siguen aquí fragmentos de historias paralelas. Y después:
“El enano penetraba el culo de Chris con el cuchillo.
- ¿Qué escondes ahí dentro? –dijo. La punta acababa de topar con algo.
El culo de Chris: kkyphtsllmb…
- Nada –dijo Chris. O quizá lo pensó. Es posible que no llegara a la categoría de palabra.
El enano enterró una mano dentro de Chris, la removió y la volvió a sacar al mundo exterior con… bueno, con un montón de entrañas sanguinolentas para no andarme con rodeos. Pero además había algo raro.”
Nuevo corte (en el curso de la narración, quiero decir).
“El enano abrió el grifo y dejó que el agua cayera sobre el trozo de entrañas sanguinolentas que tenía en la mano. El fregadero se llenó de un rojo púrpura.
- ¿Pero qué…?
No era más que un gran zurullo petrificado recubierto de una capa de color blanco amarillento procedente del semen fosilizado de decenas de hombres. Pero el enano no sabía nada sobre los yonquis y sus pequeños problemas físicos, así que…
Chris era una forma semihumana incapaz de movimiento alguno con expresión de pasmo.
- ¿Estás vivo? –preguntó el enano. Puede que los ojos de Chris se movieran de manera casi imperceptible, puede que no-. Porque si lo estás, ¡dime qué coño es esto!”
Fin de la cita.
Así los trabajos de Cooper expulsan de su potencial clientela a los lectores remilgados y a los estómagos sensibles. Tampoco permiten la lectura superficial. Quienes se acerquen a ellos buscando sólo al pornógrafo, se equivocan de autor, o si encuentran pornografía –es decir, si hallan en el texto una fuente de excitación erótica-, probablemente están descubriendo dentro de sí aquella crueldad que se ha achacado a Cooper y que tantos quebraderos de cabeza le ha traído. Cooper podría hacer en el frontispicio de sus libros la misma advertencia que Sade: “Sólo me dirijo a los que son capaces de escucharme y ésos me leerán sin peligro”. ¿O no? Es difícil, en realidad, salir sin daño de la lectura de estos libros. La obra de Cooper es una obra extrema y radical que se las tiene con cuestiones radicales y extremas. Los territorios que explora son tan atractivos como aterradores y amenazan con aniquilar a quienes se aproximen a ellos. Cultivar la indecencia exige disciplina y valor porque uno circula por el borde del precipicio de lo innombrable - le sans-réponse, dice Lévinas-. Un paso en falso y…
El mundo de Cooper es un mundo macho y adolescente, poblado por efebos pálidos, desorientados, flipados y autodestructivos. Seres tan angélicos y terribles como los del propio Rilke – recuérdese que los versos que citábamos al principio se cierran con aquello de Ein jeder Engel ist schrecklich, “todo ángel es terrible”-. No hay mujeres y los adultos no existen o son meras siluetas fantasmales. Los padres, si los hay, generalmente están ausentes de hogares podridos donde los niños juegan a juegos raros y peligrosos. A veces aparece la figura del libertino, encarnado por algún sosias literario del autor, una especie de hiperconsciencia perversa en este universo habitado por duendecillos colocados hasta el límite de lo fisiológicamente soportable.
Piénsese, por ejemplo, en ese personaje de Frisk, la segunda entrega de la pentalogía de George Miles, que comparte nombre de pila con el autor. Como Mishima, para quien la iconografía construida en torno al martirio de san Sebastián fue una obsesión recurrente a lo largo de toda su vida, una suerte de escena primordial que organizaría los extravíos de su libido, Dennis vive asediado por la imagen de un adolescente amarrado, torturado y brutalmente mutilado que ve en una fotografía que el dueño de la tienda Gipsy Pete’s le pasa bajo cuerda cuando tenía apenas trece años. La edad aproximada de la víctima. Luego quiere matar: asistir a la jodienda descoyuntada de Eros y Thanatos, al éxtasis definitivo. El libertino de Cooper es, sin embargo, un esteta que avanza, como un equilibrista sin red, sobre la estrecha línea que separa ficción y realidad, mundo y deseo. Su figura plantea al mismo tiempo la cuestión de la literatura como espacio de libertad absoluta. “La novela –señala Cooper en una entrevista- trata de lo que es posible en nuestras fantasías y lo que es posible en la vida real. Intenta seducir al lector de distintas maneras para que crea que la serie de asesinatos es real, luego se presenta como ficción, espero que dejando a los lectores como responsables de cualquier placer que hayan experimentado al creer que los asesinatos eran reales”. La cuestión de la literatura como libertad –decíamos-, esto interesa especialmente a Cooper; pero también el incómodo estatuto del lector.
Al tratar de encuadrar la producción literaria de Cooper, la crítica ha convocado repetida –y hasta repetitivamente- la obra de Burroughs –quien lo sentenció en sus años mozos como “un escritor de casta”-, de Sade, de Genet, se supone que en su condición de maricas correosos y amedrentadores, y también de toda una tradición de perversos exquisitos sobre todo franceses que tendría su origen probable en el segundo de los mencionados: Blanchot, Klossowsky, Bataille y algunos otros autores galos de la época de entreguerras, cercanos en algún momento al surrealismo y preocupados en particular por lo sagrado, el erotismo, la muerte, la transgresión y las experiencia límite. Lo que explicaría en parte que su éxito haya sido mayor en Europa que en su propio país. El propio Cooper ha alimentado esta idea y, en más de una ocasión, ha afirmado que su sueño sería “convertirse en un escritor famoso en París” (1). Sin embargo, la obra de Cooper no es simplemente una versión actualizada de las preocupaciones de todos estos intelectuales parisinos, más cruda y sangrienta habida cuenta de los muchos litros de plasma que han corrido por las artes narrativas desde entonces hasta hoy. Y no lo es por fortuna, porque de ser un escritor menos capaz de lo que es, se vería condenado al pastiche y a la repetición paródica más o menos chistosa.
Existen convenciones más o menos arbitrarias y arraigadas que determinan qué tipo de material posee dignidad literaria y cuál no. Es una especie de Inconsciente de la literatura occidental que establece los límites de lo que es representable. De lo que puede ser proferido. Están las florecillas, los pájaros, el cielo estrellado, las princesas… El mar siempre es un recurso lírico de lo más socorrido. Cualquier colegial que haya tenido que asistir a una clase de literatura lo tiene claro; el problema es que odiará la letra impresa para el resto de sus días. Hay cosas de las que sencillamente no se habla y que es mejor no decir. A veces son inexpresables por indecentes. Por ejemplo: el cine porno, las snuff movies, la putada que es la desconcertante adolescencia, la música punk, las películas de miedo de serie Z, lo mucho que te gusta el culo de tu compañero de pupitre, la droga, la muerte, el sexo, el asesinato, Internet y los dibujos animados. Todos estos son materiales escasamente literarios: a-literarios o, incluso, in-literarios. La narrativa de Cooper se construye a partir de ellos.
Dennis lee un pasaje de la novela.
UN SORBO DE COOPER: LO PEOR (1960-1971)
Cuando tenía nueve años, pasé un mes con mi abuela en Texas durante las vacaciones de verano. Vivía junto a una iglesia y, un día, en la iglesia se celebró una boda. Me acerqué por mi cuenta para contemplar los festejos. Había una niña rubia de más o menos mi edad con un vestido blanco emperifollado sobre una pasarela bordeada de antorchas tiki encendidas. Pensé que era lo más hermoso que había visto nunca. La observaba maravillado cuando una de las antorchas tiki se cayó y prendió su vestido. En menos de un segundo, todo su cuerpo estaba consumido por el fuego. Lo siguiente que recuerdo es que, 48 horas después, un oficial de policía me encontraba en estado de shock bajo la casa de mi abuela. No sé si la niña sobrevivió o murió.
Cuando tenía once años, estaba jugando con mis amigos entre los arbustos que había frente a mi casa. Queríamos cavar un hoyo, pero como no pude encontrar una pala en nuestro almacén, utilizamos un hacha. Uno de mis amigos estaba dándole hachazos al suelo cuando inesperadamente surgí de entre los arbustos justo donde él hacía el agujero. El hacha me golpeó en plena cabeza, abriéndomela completamente y dejándome inconsciente. Mis amigos se quedaron flipados y me abandonaron allí. Finalmente recuperé la consciencia, me di cuenta de que sangraba a borbotones por la cabeza, alargué la mano para ver qué iba mal y toqué lo que reconocí era mi cerebro al descubierto. Corrí hacía la puerta de nuestra casa y me llevaron a toda prisa al hospital. Los doctores me salvaron la vida, pero estuve confinado en cama con fuertes dolores durante meses. El chico que me había dado el hachazo estaba tan traumatizado que no volvió a mirarme a los ojos ni a hablarme nunca más. Se suicidó cuando tenía quince años.
Cuando tenía trece años, quería ser arqueólogo. Mi padre conocía a un peruano rico que financiaba excavaciones arqueológicas, así que me enviaron a Perú para que pasase el verano con la familia de aquel hombre y trabajase en las excavaciones. Para llegar hasta el lugar de la excavación me veía obligado a hacer un largo viaje en un autobús muy viejo, aterrador y abarrotado de gente. Un día el autobús se detuvo con un chirrido de ruedas en medio de ninguna parte. El conductor se levantó y caminó hasta el fondo del autobús. Cuando regresó, llevaba lo que parecía un pasajero que había perdido el sentido. Al llegar a la altura de mi asiento, tropezó y el hombre que llevaba a cuestas cayó sobre mi regazo y sobre el regazo de la mujer que estaba sentada a mi lado. Entonces me di cuenta de que el hombre estaba muerto. Estaba frío y tenía un reconocible aspecto de muerto en la cara. El conductor se estabilizó, cogió el cuerpo, caminó hasta la puerta del autobús y arrojó el cadáver a la cuneta. Después volvió a su asiento y siguió conduciendo. El resto de la gente del autobús actuaba como si no pasara nada, como si ocurriese todos los días.
Cuando tenía catorce años, mi madre me ordenó que me cortase el pelo. Me negué y me encerré en el pequeño cuarto de baño que había en mi dormitorio. Estuve allí durante horas. Al final, mi padre volvió del trabajo y echó la puerta abajo de una patada. Corrí a mi habitación mientras él me perseguía, me gritaba y me azotaba con su cinturón. Estaba asustado de verdad, así que cuando vi a mi madre en la puerta, corrí hacia ella y la rodee con mis brazos, rogándole que le pidiese que parara. Mi madre, sin embargo, me cogió por los hombros, me dio la vuelta y me agarró con fuerza mientras mi padre me azotaba en la cara con el cinturón. En aquel momento dejé de confiar en ellos.
Cuando tenía quince años, mi madre le presentó a mi padre los papeles del divorcio, después huyó con nosotros, sus hijos, a Maui, Hawai, donde estuvimos dos meses. Mientras estábamos allí, me hice amigo de un chico llamado Craig, que tenía enormes provisiones de LSD. Los dos estuvimos tomando LSD veinticuatro horas al día durante el mes siguiente. Debí dormir algo en aquella época, pero no lo recuerdo. Me alejé casi completamente de la realidad. En ocasiones, la realidad aparecía de nuevo por algún tiempo y me encontraba caminando por algún lugar que no reconocía o hablando con alguien que no sabía quién era, luego la realidad se desvanecía otra vez. Después de un mes así, Craig y yo hacíamos autostop cuando unos tíos de la zona nos recogieron. Nos llevaron hasta un campo de piñas y nos dijeron que iban a matarnos. Craig me dijo más tarde que estaban bromeando, pero a mí no me lo pareció y me puse completamente fuera de mí. Estaba tan fuera de mí que los hawaianos nos ordenaron que saliéramos del coche y se marcharon. Durante las ocho horas siguientes, más o menos, tuve una crisis nerviosa generalizada, gritando, convulsionándome y alucinando violentamente mientras mi amigo me vigilaba. En los meses que siguieron apenas servía para nada y difícilmente podía hablar, pero de alguna manera me las arreglé para volar bajo los radares en casa y en el instituto.
Cuando tenía dieciséis años, el feo y prolongado divorcio de mis padres hizo de mi madre una completa alcohólica durante un par de años. Cada día presentaba algún impredecible y aterrador comportamiento. Como, por ejemplo, entrar en la habitación en la que mis hermanos y yo veíamos la televisión con un puñado de píldoras en la mano y, después de llamar nuestra atención, metérselas en la boca. Teníamos que agarrarla, reducirla en el suelo y forzarla a que las escupiese. O permanecer en lo alto de la escalera de nuestra casa durante horas, rogando a uno de nosotros que viniera a empujarla y la matase. Podía también meternos a todos en el coche familiar, empezar a conducir calle abajo a toda velocidad y dirigirse hacia un muro o una farola gritando, “Nos voy a matar a todos juntos”, y entonces teníamos que arrebatarle el volante y pisar el freno de golpe. Cuando estaba enfadada de verdad con nosotros, cortaba la luz de toda la casa, cerraba con candado la caja de los fusibles para que no pudiésemos poner de nuevo en marcha el suministro, y empezaba a machacar muebles y cosas con un hacha. Etc., etc.
Cuando tenía diecisiete años, fui a una fiesta en la que un puñado de mis amigos estaba pasando el rato. Algunos de ellos, incluyendo a un tío llamado Dave, se estaban colocando disparando aerosol de latas de pintura manipuladas en una bolsa de papel e inhalando después. Me preguntaron si quería dar una calada y dije que no. Después de que yo dejase la fiesta, hubo un accidente. De alguna manera, Dave, al disparar el aerosol, había llenado la bolsa de pintura por error. Inhaló la pintura, que recubrió sus pulmones y lo asfixió allí mismo hasta la muerte. Mis amigos, que estaban con él, me dijeron más tarde que era la muerte más horrible que pudiera imaginarse.
Cuando tenía dieciocho años, estaba pasando el rato en Hollywood con mi novio Julian, una tarde en la que él trabajaba como chapero. Julian estaba haciendo un servicio y yo estaba hablando con otro de los chaperos, cuando aquel chapero jovencito al que Julian y yo conocíamos bastante bien y con el que nos habíamos montado un trío un par de semanas antes vino tambaleándose por la acera. Pensamos simplemente que estaba colocado de verdad, así que empezamos a reírnos y a burlarnos a gritos de él. Pero cuando llegó cerca de donde estábamos, se derrumbó y dejó de moverse. Nos acercamos a él, y sólo entonces no dimos cuenta de que lo habían apuñalado numerosas veces en la espalda y de que estaba muerto. Huimos aterrorizados y después me enteré, por boca de otro chapero, de que su cadáver había estado tendido en la acera durante más de tres horas, hasta que alguien se había preocupado de llamar a la policía.
Cuando tenía dieciocho años, un amigo mío que se llamaba David y yo fuimos a un tienda de discos guapa de la zona. Mientras comprábamos, apareció aquel tío de nuestra edad y me preguntó adónde iría cuando saliese de la tienda y si podía darle un rulo. Me pareció bien, así que le dije que no había problema. Cuando habíamos recorrido unas cuantas manzanas, el tío sacó una pistola y me apuntó a la cabeza, diciéndome que parase junto a la acera y que ahora conduciría él. Tan pronto paramos, mi amigo saltó del coche y huyó. Le pasé el volante al tío y, durante las diez horas siguientes, condujo por toda la ciudad conmigo como rehén, recogiendo a sus amigos hasta que el coche estuvo lleno de tíos. Básicamente, se trataba de un viaje de recreo. El tío estrellaba mi coche contra los coches aparcados por puro placer y todos bebían intensamente. En un momento dado intenté escapar, pero corrieron detrás de mí y me arrastraron de vuelta al coche. Finalmente, el tío detuvo el coche junto a la casa de un amigo suyo para comprar drogas y, mientras estaba fuera, los demás tíos me dijeron que me dejarían ir si les llevaba de vuelta a sus respectivas casas. Así lo hice, y el último tío al que dejé me dijo que si avisaba a la policía o volvía a verme otra vez, me mataría.
Cuando tenía dieciocho años, mi tío, que había sido pintor y, en consecuencia, mi héroe cuando yo era un crío, pero que luego se convirtió en una sanguijuela mujeriega y alcohólica que se refería a mí como el cerdo, se voló los sesos con una escopeta.
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