miércoles, 7 de febrero de 2007

VOCES. Georges Simenon, G. 7






Pertenece al libro de relatos Les 13 énigmes (1928). No está entre lo mejor y tal vez ni siquiera entre lo más representativo de Simenon. Sí es, sin embargo, una buena muestra del estilo minimalista y directo de su autor y un ejemplo no despreciable de la obra del Sim en formación. Si lo presentamos aquí es porque, que se sepa, no contaba hasta ahora con una traducción al castellano. Además los seguidores de Maigret sabrán reconocer en G. 7 a un antecedente inmediato del protagonista de Pietr el Letón.







G. 7



ANTES de hablar de las investigaciones a las que he tenido la suerte de asistir en compañía de aquel al que yo llamo –más adelante se verá por qué- el inspector G. 7, es preciso que narre el modo en que conocí a este policía, y téngase en cuenta que dicho acontecimiento ha constituido, durante largas horas, un auténtico enigma para mí.


9 de diciembre de 192…

Por casualidad me encontraba en Montmartre hacia las dos de la madrugada y, en un cabaret, había trabado conversación con mi vecino de mesa, un extranjero cuya nacionalidad me fue imposible determinar, pues tan pronto creía reconocer en su voz el acento inglés como el eslavo, que sin embargo se asemejan tan poco como pueda pensarse.

Salimos juntos, con un hermoso cielo de invierno sobre nosotros, helado y límpido.

Y tuvimos el mismo deseo de recorrer a pie algunos centenares de metros. Bajamos por la calle Notre-Dame-de-Lorette. Pero el frío era más intenso de lo que me había parecido al principio. No tardé en acechar a los taxis que pasaban, ninguno de los cuales estaba libre.

En la Plaza Saint-Georges, un coche rojo de la serie G. 7 se detuvo a algunos metros de nosotros y de él bajo con presteza una joven toda arrebujada en pieles. Le tendió un billete al chofer y se marchó sin esperar el cambio.

“Cójalo”, dije, señalando el taxi a mi compañero.
- ¡En modo alguno! ¡Cójalo usted!
- Vivo a dos pasos de aquí…
- ¡Eso no importa! Se lo ruego…

Cedí. Le ofrecí la mano, aunque nos conociésemos sólo de poco tiempo.

Me presentó la mano izquierda, pues durante toda la noche su mano derecha había permanecido oculta en el bolsillo de su chaqueta. Y en el instante siguiente estuve a punto de llamarlo de nuevo.

Pues bruscamente me precipité en pleno drama, en pleno misterio. En el coche en el que me había embutido tropecé con algo. Estiré la mano y me di cuenta de que era un cuerpo humano.

El chofer ya había cerrado la puerta; el coche estaba en marcha.

No tuve presencia de ánimo para detenerlo inmediatamente. Cuando se me ocurrió la idea, ya era demasiado tarde. Seguimos por el barrio de Montmartre. Mi compañero de noche debía de haber desaparecido al igual que la joven.

No podría describir todas mis impresiones.

La fiebre de la aventura me traía el rubor a las mejillas, pero al mismo tiempo tenía un penoso nudo en la garganta.

El hombre que estaba junto a mí se había escurrido del asiento. Estaba inerte. Las luces de los cafés lo iluminaban ahora y pude ver un rostro joven, los cabellos rojos, un traje gris.

Tenía sangre en una mano y, cuando toqué en el hombro del desconocido, mi propia mano se cubrió de líquido rojo y caliente.

Me temblaban los labios. Vacilaba. Al fin, bruscamente, tomé una decisión:
“¡A mi casa!”

Tal vez, de no haber visto una mujer joven y probablemente hermosa salir de este mismo taxi, habría dado una dirección distinta, la de una comisaría o la de un hospital.

Pero tenía la sensación de que no se trataba de un asunto banal. Quería que no fuese banal.

El hombre no estaba muerto. Me preguntaba incluso si se habría desvanecido, hasta tal punto respiraba con fuerza y era perceptible su pulso.

“¡Puede que te estés metiendo en un bonito lío, viejo! ¡Dios sabe las complicaciones que estás a punto de echarte a la espalda!”

Eso era lo que pensaba, pero no me resignaba a abandonar mi caso a la policía y no ser más que un simple testigo.

Llegamos a mi calle. Había un café abierto a cien metros del inmueble.

“¿Puede ir a cambiarme estos cien francos?” le pregunté al chofer con un miedo atroz de que él mismo tuviese cambio.

Salió. Yo llevé el cuerpo hasta el pasillo. Un cuarto de hora más tarde el desconocido estaba echado en mi propia cama y yo contemplaba una pequeña herida producida, con toda probabilidad, con ayuda de una especie de estilete.

“¿Un arma de mujer…? Pero no vuelve en sí y necesita atención…”

La herida era poco profunda. No entendía bien el desvanecimiento prolongado de aquel hombre y lo achaqué a la pérdida de sangre.

Pero, ¿de verdad había perdido tanta? Su ropa apenas estaba manchada.

“¡Qué le vamos a hacer! Hay que llamar a un médico…”

Salí. Corrí a casa de un amigo que vive no lejos de la mía y que es estudiante de último año. Lo saqué de la cama.

Un poco más tarde abría mi puerta. Dije:

“En la cama… A la izquierda…”

Y en ese momento abrí la boca de par en par.

Pues mi herido, mi prisionero casi –teniendo en cuenta que había cerrado la puerta con llave al salir- había desaparecido. Registré el apartamento. Se encontraba en un desorden indescriptible. Todos los cajones estaban abiertos. Y revueltos los papeles sobre mi escritorio.

Incluso un bote de tinta se había derramado sobre un paquete de cartas.

Mi amigo tenía en los labios una sonrisa irritante.

“¿Tenías mucho dinero aquí?”, preguntó.
- ¿Qué quieres decir?”

Yo estaba furioso. ¡Ultrajado! Me sentía intensamente ridículo, y al ridículo añadí el de defender a mi desconocido.

“No es un ladrón. No se ha llevado nada.
- ¿Estás seguro?
- ¡Completamente seguro! Por lo menos no pretenderás saber lo que tengo en mi propia casa. Bueno, pues se acabó…
- Hum…
- ¿Hum qué?
- Nada. ¿Puedo volver a acostarme? Sólo que antes quisiera pedirte un vaso de alcohol. Hace un frío tremendo ahí fuera para un hombre que ha salido de la cama…”

Di vueltas por la habitación como un oso enjaulado.

Y puesto que he determinado contar esta historia, llevaré mis confesiones hasta el final. Apenas se hubo marchado mi amigo, yo salí a mi vez y volví a la Plaza Saint-Georges.

¿Por qué? ¡No tengo la menor idea! O acaso con la vana esperanza de encontrar allí el rastro de la joven.

Era una idiotez. La había visto alejarse con pasos apresurados. No se había metido en ninguna casa cercana, sino que se había dirigido hacia la calle de Saint-Lazare.

A pesar de todo, erré durante cerca de una hora por el barrio, hasta tal punto agitado que me sorprendí a mí mismo hablando solo en voz alta.



Era las cinco de la mañana cuando me acosté en la misma cama en la que había tendido a mi herido con tanto cuidado.

A las nueve me despertó la portera, que traía el correo.

Me contenté con mirar los sobres, decidido a continuar durmiendo. Pero me fijé en una carta que no llevaba sello.

Cayó de él un formulario oficial, una convocatoria que me ordenaba presentarme a las diez de la mañana en los locales de la Sureté Générale de la calle Saussaies.

Venía el número del despacho al que debía dirigirme.

Cambié al menos diez veces de opinión, tan pronto decidía decir la verdad como inventar una fábula, como cambiar tan sólo ciertos detalles.

Desde luego que me había comportado como un crío. Pero no quería reconocerlo, ni siquiera a mí mismo.

El descolorido local de la policía me impresionó de forma desagradable y un cuarto de hora de espera en un pasillo terminó por hundirme la moral.

“¡Qué se le va a hacer! ¡Después de todo, yo no he hecho nada malo!”

Por fin se abrió una puerta. Penetré en un pequeño despacho que, a través de una ventana, recibía una luz violenta.

Un hombre estaba de pie en aquella luz, con las dos manos en los bolsillos. Y siempre me acordaré de esa silueta grande y robusta, desenvuelta pero no en exceso, a la cual un traje de confección hurtaba sólo algo de su prestancia.

Un rostro franco, manchado de pecas.

Los ojos claros. Una boca carnosa.

Y una sonrisa alegre, sin ironía.

“Le he hecho venir con el propósito de presentarle mis disculpas…”

¡Pues resultaba que era el herido del taxi, el hombre que había huido de mi casa!

Me quedé estupidizado. Lo miraba de pies a cabeza. No sé por qué reparé en todos aquellos detalles, desde los botines de color negro hasta la corbata de tonos lisos anudada sin coquetería.

Se notaba que era un muchacho seguro de sí mismo y, al mismo tiempo, un hombre lo bastante preocupado de cosas serias como para inquietarse por su indumentaria.

“Me presento: soy el Inspector B…”
(Y aquí un nombre conocido, demasiado conocido, que no puedo escribir.)

No había rastro alguno de vendajes. Apenas el brazo izquierdo un poco más rígido que el derecho.

“Pero acérquese… Tome asiento… ¿Fuma usted?”
Me tendió una sólida pitillera de níquel.

“Por mi causa ha pasado usted una mala noche y a punto he estado de dejarlo dormir hasta mediodía. Sin embargo, estaba impaciente por disculparme…”

Había una parte del cuarto, situada cerca de la puerta, en la que aún no había reparado. Tuve la impresión de que había allí alguien que me observaba y a quien el inspector sonreía aun más que a mí.

Hice un movimiento para girarme. Y en le mismo instante el policía dijo:
“Puedes acercarte, Yvette… Te presentaré…”

No entendí lo siguiente. Apenas había visto a la joven de la noche anterior, pero me fue imposible no reconocerla. Por añadidura, llevaba las mismas pieles de entonces.

También ella sonreía. Yo me sentía incómodo. No sabía adónde dirigir la mirada.

“Mi hermana…”, pronunció al fin el inspector B… del cual debía convertirme en compañero casi inseparable y a quien desde entonces, en recuerdo de aquel primer encuentro, di el sobrenombre de “G. 7”, con el que se ha quedado.

*
* *

“Hace ya años que el tipo con el que ayer usted bebía champán viene cometiendo impunemente delitos de todo tipo en las capitales europeas…

¡Dese usted cuenta de la dificultad de detener a un caballero que, con un movimiento del dedo meñique, puede hacerse saltar por los aires junto con todo lo que le rodea…!

E imagine que dicho caballero no cometa la locura de pasearse en campo abierto…

Hace un mes que le piso los talones. Y ayer había decidido cogerlo en una trampa… Me encontraba en un taxi con mi hermana, frente al cabaret… Mi herida estaba lista, me la había hecho yo mismo con las mejores mañas, incluida la desinfección… Como ve usted, apenas queda nada.

Mi hermana se apearía en la Plaza Saint-Georges y nuestro hombre debía aprovechar casi fatalmente que el taxi estaba libre, al menos en apariencia…

Un hombre herido, sin conocimiento, no despierta sospechas… Nuestro malhechor se habría hecho sobre esta historia la misma composición que usted, y me habrían bastado cinco minutos para encontrar la ocasión de arrebatarle el detonador que se encuentra en el bolsillo de su chaqueta y que le permite hacer explotar la dinamita…

Usted lo ha malogrado todo. Por un instante le tomé a usted por un cómplice. Registré sus cajones… ¿Podrá perdonarme?”

Me vio desarmado y concluyó:

“Si he perdido a un enemigo, espero al menos haber ganado un camarada… tal vez incluso un amigo…”
[Ilustraciones de Loustal]

6 comentarios:

Anónimo dijo...

que interesante, de que pagina lo conseguiste?

Amputaciones dijo...

De ninguna. La traducción es mía; no creo que haya otra versión en castellano en la Red...

Meren dijo...

Me encanta.

Me estoy leyendo el libro en francés ahora mismo, ha sido una casualidad encontrarlo aquí.

Lo único que me gustaría preguntarte es por qué no has traducido 'Sureté Générale' por alguna institución parecida de España, me parece curiosa la elección.

¿Has traducido todos los enigmas o sólo el primero?

Gracias por la voluntad que has puesto, hay muy poca gente que haga estos trabajos sin pedir nada a cambio.

Amputaciones dijo...

Pues... lo de la 'Sureté' no lo tengo claro, no lo sé, no lo recuerdo...

A lo mejor es que he visto demasidas veces 'La Pantera Rosa'... ¡Véte a saber!

Sólo he traducido éste. Lo lamento. Me sobra voluntad, pero me falta tiempo. [Que feo ripio me ha salido, ¿no?]

En fin, gracias a ti por la visita y el interés.


P.S.- He echado un vistazo apresurado a tus blogs. Muy buenos. Me ha gustado sobre todo la entrada del mate...

Amputaciones dijo...

Pues... lo de la 'Sureté' no lo tengo claro, no lo sé, no lo recuerdo...

A lo mejor es que he visto demasidas veces 'La Pantera Rosa'... ¡Véte a saber!

Sólo he traducido éste. Lo lamento. Me sobra voluntad, pero me falta tiempo. [Que feo ripio me ha salido, ¿no?]

En fin, gracias a ti por la visita y el interés.


P.S.- He echado un vistazo apresurado a tus blogs. Muy buenos. Me ha gustado sobre todo la entrada del mate...

Meren dijo...

Gracias por echar un vistazo a mi blog, es poca cosa porque yo tampoco tengo tiempo -ojalá cada día tuviera unas cuantas horas más-.

¡Ánimo con tu afán traductor! Por experiencia puedo decirte que es la mejor manera de aprender sobre la cultura y la literatura de todos lados del mundo.

Saludillos.