Nicolas Camille Flammarion (1923).
Flammarion habría sido una figura típica de la ciencia decimonónica francesa de no haber concurrido una terna de condiciones que hicieron de él un bicho singular: era pobre, superdotado y creía en la telepatía, los fantasmas y las casas encantadas.
Había nacido el 26 de febrero de 1842 –el sábado, a la una de la mañana, detalla en sus Memorias- en Montigny-le-Roi, un pueblecillo del departamento del Haute-Marne que apenas llegaba a los trescientos habitantes. Era el mayor de cuatro hermanos, el segundo de los cuales, Ernest, se convertirá con el tiempo en el fundador de la conocida editorial que lleva por nombre el apellido paterno. A pesar de la escasez de medios, la familia confía la educación de Camille al cura de la villa. A los cinco años contempla un eclipse anular de sol y, con tan sólo once, dibuja el cometa de 1853. El pequeño campesino comenzaba a interesarse por las cosas del cielo.
Un mal negocio empuja a la familia a mudarse a París. Para entonces, Camille ya ha cumplido los catorce y se ve obligado a trabajar. Se coloca como aprendiz en el taller de un cincelador de cristales, mientras su padre consigue empleo a las órdenes de Félix Nadar, aquel que fotografiaba París montado en globo y cuyo estudio, de colorada fachada, servirá como galería a las primeras exposiciones de los impresionistas. En el taller, Camille adquiere una destreza con el dibujo que habrá de revelarse muy útil en su posterior carrera de astrónomo. El poco tiempo que le deja libre la faena lo emplea en continuar sus estudios y, en breve, el esfuerzo merma su salud.
Lo visita finalmente el doctor Fournier, conocido como el médico de los pobres. Junto a la cama del enfermo, el doctor se encuentra con un grueso manuscrito de quinientas páginas que luce en su portada un título no menos descomunal: Cosmogonía Universal: estudio del mundo primitivo, historia física del globo desde los tiempos más remotos de su formación hasta el reino del género humano. El libro incluye además unas ciento cincuenta ilustraciones perfectamente ejecutadas. Interrogado por el médico, Camille confiesa que él es el autor tanto del texto como de los dibujos. Fournier se queda estupefacto; Flammarion tiene por esas fechas dieciséis años.
Como consecuencia del encuentro con Fournier, Nicolas Camille es admitido un mes más tarde en condición de alumno-astrónomo en el Observatorio de París, que dirige a la sazón Urbain Jean Joseph Le Verrier, famoso, entre otros logros, por haber descubierto el planeta Mercurio. Le Verrier lo destina a la oficina de cálculos, pero a Camille no le basta. Cuando concluye su jornada, asiste a Jean Chacornac en sus observaciones nocturnas. Resultado de sus investigaciones será La pluralidad de los mundos, que, publicado en el año sesenta y dos, se revelará como un éxito editorial. La notoriedad alcanzada en poco tiempo por el joven astrónomo no gusta, sin embargo, a Le Verrier y Flammarion abandona el Observatorio para ingresar como calculista en la Oficina de Longitudes.
El libro, por otro lado, no sólo le permitirá ser eximido del servicio militar, sino que además le valdrá el reconocimiento de alguno de los más prestigiosos intelectuales del momento. El mismísimo Víctor Hugo le escribe el 17 de noviembre de ese mismo año: “Los temas que usted trata son la perpetua obsesión de mi pensamiento, y el exilio que sufro no ha hecho otra cosa que aumentar esta meditación, que me coloca entre dos infinitos, el Océano y el Cielo […] Siento inmediata afinidad con espíritus como el suyo. Sus estudios son mis estudios. Sí, crucemos el infinito: ésa es la verdadera labor de las alas del alma.”
Después, y a pesar del parón que supone la guerra de 1870, la carrera de Flammarion continúa con una intensidad inusitada. A partir de 1863 edita la revista Cosmos y, desde 1882, L’Astronomie. En el 87 participa en la creación de la Sociedad Astronómica Francesa. Renueva el experimento del péndulo de Foucault en el año 1902 y, entre 1904 y 1914, organiza la fiesta del solsticio de verano en torno a la Torre Eiffel. No deja de investigar ni de publicar en ningún momento, y su trabajo como continuo divulgador de la astronomía le hace merecedor, en 1912, de la Legión de Honor. En 1914 intenta transformar la Plaza de la Concordia en un inmenso cuadrante solar; la guerra abortará su proyecto. En 1883 había fundado además el observatorio particular de Juvisy-sur-Orge, que aún sigue en pie y funcionando.
El encuentro con Fournier y Le Verrier fue, desde luego, providencial. Pero hay un tercer personaje que hemos descuidado hasta ahora y que también había impresionado hondamente a un Flammarion que apenas acababa de salir de la adolescencia. En 1861, cuando todavía no se ha publicado La pluralidad de los mundos, cae en sus manos un curioso volumen que lleva por título el de Libro de los Espíritus y que firma un tal Allan Kardec. Kardec era, en realidad, el pseudónimo de Hyppolyte Léon Denizard Rivail, un antiguo discípulo de Pestalozzi que había decidido recuperar el nombre que, como sacerdote druida, había portado en una vida anterior. El libro citado lo había publicado Rivail-Kardec a sus expensas en el año 1857 y, además de un considerable éxito, supuso el comienzo de una sólida amistad con Flammarion, que no concluirá sino con la muerte del primero. Con el Libro de los Espíritus nacía también el espiritismo.
Así que a Camille no sólo le interesa la inmensidad sideral, sino también las profundidades de la psique y lo que la ciencia ha expulsado fuera de sus dominios, al menos de momento. Inmediatamente empieza a colaborar con Kardec. Con Jean-Martin Charcot realiza, en la Salpêtriere, algunas de las primeras experiencias hipnóticas. Desconozco la fecha exacta, pero es probable que coincidiese en la clínica nada menos que con Sigmund Freud, que también estuvo a las órdenes de Charcot desde el año 1885. En la Escuela Politécnica, asiste a los experimentos en torno al magnetismo y el espiritismo que lleva a cabo el coronel Albert de Rochas entre los años 1892 y 1895. Y destaca finalmente como médium dotado del don de la profecía. En la ilustración que aparece en la página 273 de su Fin del mundo, Flammarion reproduce una de esas visiones futurizas: lo que en ella puede verse no es otra cosa que un televisor. La obra fue publicada en 1893.
Por si esto fuera poco, Nicolas Camille recibe mensajes de Galileo Galilei durante una sesión espiritista en la que también están presentes el dramaturgo Victorien Sardou y, una vez más, Allan Kardec. Éste último registra la experiencia en su libro de 1868 La génesis. Kardec fallece un año después, pero Flammarion rehúsa suplirlo en la presidencia de la Société Spirite de París. A su ver, la Sociedad está adquiriendo una tonalidad pseudo-religiosa que se encuentra muy alejada de la concepción que él tiene del espiritismo y que deja clara en el panegírico a Kardec: “El espiritismo no es una religión sino una ciencia, una ciencia de la que conocemos apenas el ABC. La Naturaleza abraza a lo Humano; y Dios mismo no puede ser considerado más que como un espíritu de la Naturaleza. Lo sobrenatural no existe. Las manifestaciones obtenidas por intermedio de médiums, así como las del magnetismo y el sonambulismo son de orden natural […] Los milagros no existen. La Ciencia rige el mundo.” En cambio, sí acepta, en 1923, la dirección de la Society for Psychical Research, fundada en 1882 por un grupo de estudiosos de Cambridge y más cercana a su propia orientación.
La mañana del 5 de junio de 1925, Nicolas Camille Flammarion muere en su casa de Juvisy.
“Las investigaciones acerca de la naturaleza del alma y su existencia después de la muerte deben ser realizadas con el mismo método que las demás investigaciones científicas, sin ninguna idea preconcebida, fuera de toda influencia sentimental o religiosa. ¿Hay o no hay manifestaciones de muertos? Ésta es la cuestión. Por mi parte, yo declaró que sí las hay.”
(Le Journal, 16 de junio de 1922)
“El pensamiento puede actuar sobre el de otra persona sin el concurso de los sentidos.
Es posible ver en sueños un país que no se ha visitado jamás y verse en ese sitio tal como uno estará allí diez años más tarde.
El futuro es tan perceptible como el pasado. El presente solo no existe, teniendo en cuenta que se reduce, en el análisis científico, a menos de una centésima de segundo.
El espacio y el tiempo no existen tal como nos los presentan nuestro concepto de las medidas. Son el infinito. Son la eternidad. La distancia de aquí a Sirio es una parte tan mínima del infinito como la que separa la mano derecha de la mano izquierda. La electricidad ya nos ha acostumbrado a las rápidas transmisiones entre las distancias. La luz y la electricidad no tardan ni dos segundos en franquear el intervalo existente de la Tierra a la Luna.
La materia no es como creemos.
En resumen: la ciencia de todas las Academias del globo representa una ignorancia inmensa”.(Las casas encantadas, 1923. Traducción de Mario Montalbán para Ediciones Abraxas, BCN, 2004, p. 51)
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