Tom ensaya una media sonrisa pícara debajo de un bigotillo estrecho y oscuro como una procesión de hormigas. A Lady Blanche le gusta así porque le cosquillea el clítoris cuando Tom le hunde la lengua en el coño. Una lengua larga, sabia y húmeda, como ella dice siempre. Tom se acoda en la barra y ajusta el trasero en el taburete. Frente a sí tiene tres vasos de distinto tamaño y con distintos contenidos. Cerveza, bourbon y absenta, en ese orden y de mayor a menor. Si alza un poco la vista puede ver su reflejo, perdido entre las botellas de licor y los banderines del equipo de fútbol local, en el espejo que hay detrás del camarero. El pelo negro, largo, lacio, peinado hacia atrás; los ojos menudos y vivaces; la mandíbula sólida, maciza, cubierta con barba de cinco días. El camarero se cruza de brazos y también lo observa. Tiene la mirada desconfiada de alguien que ha vivido mucho y se ha topado con cabrones de todos los tamaños y condiciones. “Ninguno como yo, chaval”, dice para sí Tom, de repente dotado para leer pensamientos ajenos. El camarero se aproxima, apoya un brazo sobre la barra y a punto está de derribar las bebidas de Tom. En el bíceps lleva tatuada la cabeza de un dragón al que le falta un colmillo y el aliento le huele a cebollas podridas. Su frente casi roza la frente de Tom. “¿Cómo has dicho?”, le pregunta. “Tu tatuaje… me recuerda a algo o a alguien. No sé”. Tom completa su sonrisa y le da una palmadita amistosa al dragón desdentado. “Ponme otra ronda”.
Tom hace girar el taburete 180 grados. A esta hora de la tarde, el bar está repleto de obreros que acaban de salir del trabajo. Son trabajadores de una refinería cercana que llenan el aire del local con risas y gritos y con un hedor pesado de aceites industriales y sudor rancio. “De verdad que el trabajo apesta”, susurra Tom. A través de los ventanales sucios puede ver el poderoso hocico de su camión, las fauces amarillas moteadas de mosquitos reventados, el parabrisas reflejando un cielo sin nubes. Sentado a una mesa junto a los cristales, hay un enano que mordisquea un enorme habano sin encender. La O del anuncio de mollejas que tiene justo encima le circunda la calva como un halo de santo. El enano se vuelve y hace una señal a Tom para que se acerque. Tom se pulsa el plexo solar con el índice y pregunta “¿Es a mí?”. El enano asiente con su cabeza de cacahuete demasiado tostado. “Sí, sí. Tú. Acércate”.
Visto de cerca, el enano se asemeja más bien a un tubérculo. A Tom le recuerda de hecho a uno de esos muñecos que los niños hacen con patatas y palitos. Dos ramitas para los brazos, dos ramitas para las piernas y media cáscara de nuez a modo de sombrerito. El enano se levanta y retira una silla agarrándola por las patas traseras. “Siéntate. Hazme el favor”. Tom se recoloca la polla dentro de los vaqueros ajustados y obedece. Sobre la mesa hay un maletín de cuero raído, de esos que antaño utilizaban los médicos de pueblo. El enano mordisquea el puro, lo mueve arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez. Al final, se lo quita de la boca y abre el maletín. “Echa un vistazo”. Tom alarga el cuello y mira dentro. “Es tuyo si te cargas ahora mismo a todos los que hay en el bar”. Tom hace un barrido con la mirada. Ve al camarero suspicaz que lo observa desde detrás de la barra, a un viejo bebedor solitario que ocupa el taburete que él acaba de dejar libre, media docena de obreros que alborota en torno a la máquina de dardos, otros grupos que hablan del trabajo, de fútbol, de mujeres o de lo que sea. “De acuerdo”, dice.
Tom hace girar el taburete 180 grados. A esta hora de la tarde, el bar está repleto de obreros que acaban de salir del trabajo. Son trabajadores de una refinería cercana que llenan el aire del local con risas y gritos y con un hedor pesado de aceites industriales y sudor rancio. “De verdad que el trabajo apesta”, susurra Tom. A través de los ventanales sucios puede ver el poderoso hocico de su camión, las fauces amarillas moteadas de mosquitos reventados, el parabrisas reflejando un cielo sin nubes. Sentado a una mesa junto a los cristales, hay un enano que mordisquea un enorme habano sin encender. La O del anuncio de mollejas que tiene justo encima le circunda la calva como un halo de santo. El enano se vuelve y hace una señal a Tom para que se acerque. Tom se pulsa el plexo solar con el índice y pregunta “¿Es a mí?”. El enano asiente con su cabeza de cacahuete demasiado tostado. “Sí, sí. Tú. Acércate”.
Visto de cerca, el enano se asemeja más bien a un tubérculo. A Tom le recuerda de hecho a uno de esos muñecos que los niños hacen con patatas y palitos. Dos ramitas para los brazos, dos ramitas para las piernas y media cáscara de nuez a modo de sombrerito. El enano se levanta y retira una silla agarrándola por las patas traseras. “Siéntate. Hazme el favor”. Tom se recoloca la polla dentro de los vaqueros ajustados y obedece. Sobre la mesa hay un maletín de cuero raído, de esos que antaño utilizaban los médicos de pueblo. El enano mordisquea el puro, lo mueve arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez. Al final, se lo quita de la boca y abre el maletín. “Echa un vistazo”. Tom alarga el cuello y mira dentro. “Es tuyo si te cargas ahora mismo a todos los que hay en el bar”. Tom hace un barrido con la mirada. Ve al camarero suspicaz que lo observa desde detrás de la barra, a un viejo bebedor solitario que ocupa el taburete que él acaba de dejar libre, media docena de obreros que alborota en torno a la máquina de dardos, otros grupos que hablan del trabajo, de fútbol, de mujeres o de lo que sea. “De acuerdo”, dice.
Tom sale del bar. Se oye el chirrido que emite la puerta del camión al abrirse y, al rato, el ruido seco que produce al cerrarse. Cuando regresa lleva un subfusil en cada mano. Un Ingram M11 en la izquierda y un UZI en la derecha. Silba para llamar la atención de los presentes y después grita: “¡La última la pago yo!”. El primero en caer hecho trizas es el enano del puro.
[De Ars Combinatoria]
No hay comentarios:
Publicar un comentario