Me encontré por primera vez con Walter Benjamin en 1932, en las Baleares. Sin duda, para él, aquella jovencita de veinte años que no se atrevía a dirigirle la palabra no representaba gran cosa.
Tras el ascenso del régimen hitleriano, Benjamin se instaló en París en 1934. Yo trabajaba todos los días en mi tesis de doctorado en la Biblioteca Nacional. Él iba allí por sus investigaciones sobre Baudelaire. Muy pronto se estableció una relación amistosa entre nosotros.
Benjamin era de estatura media y todo curvas. Tenía las manitas regordetas. Su frente era amplia y abombada, su nariz ligeramente aquilina y sus labios muy rojos y gruesos. Lucía un pequeño bigotito. Sus cabellos castaños, ondulados por naturaleza, blanqueaban ya en las sienes. Su mirada de miope, extremadamente viva, se ocultaba a medias tras unas gafas de espesas lentes. Cuando caminaba, se desplazaba con lentitud. En ocasiones se quejaba del corazón; tenía dificultades para subir las escaleras.
Durante años le vi llevar el mismo traje oscuro, cuyas mangas se habían vuelto demasiado cortas a fuerza de usarlo. Hablaba lentamente, y siempre tras una madura reflexión, y tenía una forma muy ceremoniosa, muy alemana, de comportarse con la gente. Sólo en una ocasión lo vi fuera de sí, con el rostro rojo de ira, cuando nos contó a Hélène Hessel (la mujer del escritor) y a mí que sus escritos para la revista del Instituto de Ciencias Sociales (que había emigrado desde Francfort, vía París, hasta Nueva York) eran censurados por Adorno, el director del Instituto junto a Horkheimer. El Instituto le pasaba una pequeña pensión, que le permitía sobrevivir en París, lo cual resultaba esencial para sus investigaciones. Así que no podía enfrentarse a Adorno abiertamente. Le llevó semanas responder a sus críticas, y esto ocultando su amargura.
Durante años nos encontramos todos los días en aquella inmensa sala silenciosa. A veces salíamos a pasear por el pasillo de la Biblioteca, o bien atravesábamos la calle Richelieu para sentarnos en un banco de la plaza Louvois. Benjamin encendía su pipa y conversábamos sobre los más diversos asuntos: la situación política, el marxismo, los escritores contemporáneos…
Muchas veces, cuando la Biblioteca cerraba, abandonábamos juntos la sala de lectura. Atravesábamos las Tullerías y bordeábamos los muelles del Sena. Benjamin siempre se detenía ante los puestos de los libreros y, en ocasiones, compraba un libro.
Ocupaba un solo cuarto, que había subarrendado, en el apartamento de un amigo psiquiatra. Koestler vivía en la misma casa, pero Benjamin no tenía relación alguna con él. Durante una de mis visitas, me mostró varias pañoletas pintadas de la época de la Revolución Francesa. Tenía alma de coleccionista, aunque se interesaba sobre todo por los libros infantiles. Un día le enseñé una edición original muy rara: Gickel, Gackel y Gokelia, de Brentano, ilustrada con magníficos grabados; insistió durante semanas para conseguirlo. Era el único libro de la biblioteca de mi padre que había podido salvar y, finalmente, se lo ofrecí como regalo. Dos veces por semana, nos encontrábamos en el primer piso de un café del bulevar Saint-Germain para jugar al ajedrez. Un cafetito solo bastaba para pasar horas enteras. Benjamin siempre se enojaba cuando perdía una partida.
En el periodo de entreguerras, Benjamin había hecho frecuentes visitas a París. Había entrevistado a Gide, a Valéry y a muchos otros escritores, y fue el primero en darlos a conocer en Alemania. Ahora era un pobre refugiado al que habría gustado colaborar en revistas literarias francesas. Se sintió decepcionado por la actitud reservada de algunos escritores, como Gide, pero era demasiado orgulloso para pedirles ayuda y explicarles su situación material, casi desesperada.
Dije a Adrienne Monnier que Benjamin se había instalado en París. Inmediatamente le invitó a cenar a su casa. Lo había conocido y estimado en los años veinte. Se convirtió en un visitante habitual de la calle del Odeón y tuvo largas conversaciones con Adrienne. Cuando le pregunté, poco tiempo antes de su muerte, en 1956, qué escritor consideraba espiritualmente más cercano, ella –que había trabado amistad con los más ilustres ingenios de su época- me respondió: Walter Benjamin.
Traducción del francés: Diego L. Sanromán. La fotografía que ilustra el texto también es obra, por cierto, de Gisèle Freund.
2 comentarios:
Diego,
Hermoso texto, admirables personas,y obligadas lecturas.
Un saludo.
que suerte que se murio para no ver que paso con el cine no?
igual odio a sus dos discipuloamigotes sobre todo al teodoro
me gusta tu blog
y los libros que muestra
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