Si alguna vez hubo una cosa tal como la "revolución espontánea" de Rosa Luxemburgo -ese súbito alzarse de un pueblo oprimido por mor de su libertad, y apenas por nada más, sin que el caso desmoralizador de una derrota militar lo preceda, sin técnicas de coup d'etat, sin un aparato bien ajustado de organizadores y conspiradores, sin la propaganda socavadora de un partido revolucionario-; es decir, si alguna vez hubo lo que todo el mundo, conservadores y liberales, radicales y revolucionarios, había desechado como un noble sueño, entonces nosotros hemos tenido el privilegio de ser sus testigos.
La cuestión es que el pueblo se levantó únicamente por obra de palabras abiertas, y no por maniobras silenciosas, poco importa lo efectivas que aquéllas pudieran ser para el observador de la escena totalitaria; y cualquiera que fuera el grado de mala fe subyacente a tales palabras –y la mala fe no estaba en modo alguno ausente-, ella no pudo alterar su potencial inflamatorio. No fueron actos sino “simples palabras” las que, muy en contra de su propósito, consiguieron romper el sortilegio mortal de apatía impotente que el terror totalitario y la ideología arrojan sobre el espíritu de los hombres.
Se produjo la estimulante experiencia de poder que nace del actuar juntos, y las consecuencias resultantes de osadamente dar entrada a la libertad en la plaza del mercado.
La rebelión se inició entre los intelectuales y estudiantes universitarios, y en general entre los de la generación más joven; esto es, entre los estratos de población cuyo bienestar material y correcto adoctrinamiento ideológico había sido una de las preocupaciones básicas del régimen. Los privilegiados tomaron la iniciativa, y el motivo fue exclusivamente la Libertad y la Verdad.
La cuestión está en que, como todas las otras experiencias humanas, el impacto de la realidad fáctica necesita del lenguaje si ha de sobrevivir al puro instante de la experiencia; necesita del habla y de la comunicación con otros para permanecer seguro de sí mismo. La dominación total tiene éxito en la medida en que consigue interceptar todos los canales de comunicación: los que van de persona a persona en las cuatro paredes de la intimidad, no menos que los canales públicos que las democracias dicen salvaguardar mediante la libertad de expresión y opinión.
Desde este momento en adelante, ni programas ni puntos reivindicativos ni manifiestos desempeñaron ningún papel. La revolución se movió al puro impulso del actuar conjunto de todo el pueblo, cuyas demandas eran tan obvias que apenas precisaban formulación elaborada. La cuestión era más bien cómo institucionalizar una libertad que era un hecho consumado.
El adoctrinamiento ideológico se desintegró antes incluso que la propia estructura política. Fue como si la ideología, de cualquier cariz u orientación, hubiese quedado borrada del mapa y de la memoria en el mismo momento en que el pueblo se encontró reunido en las calles en lucha por la libertad.
En lugar de la ley del populacho, que era lo que podía esperarse, aparecieron de inmediato, casi simultáneas al propio levantamiento, Asambleas y Comisiones; es decir, surgió la misma organización que durante más de cien años ha salido a la luz cada vez que, por unos pocos días o por unas pocas semanas o meses, se ha permitido al pueblo disponer sus propios cauces políticos sin un gobierno (o programa de partido) impuestos desde arriba.
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