sábado, 20 de agosto de 2011

PETER BERG IN MEMORIAM (1937-2011)



Peter Berg, una figura clave en la contracultura del Área de la Bahía de San Francisco, pionero del pensamiento y el activismo medioambiental, murió el 28 de julio en el UCSF Medical Center. Tenía 73 años.

Actor y dramaturgo de la San Francisco Mime Troupe y cofundador de los Diggers en la década de los 60, Berg había fundado además la Planet Drum Foundation, una organización ecológica y educativa sin ánimo de lucro, y había sido internacionalmente reconocido como un destacado defensor de lo que dio en llamarse biorregionalismo.

El biorregionalismo, cuyo desarrollo se atribuye a Berg, depende de sistemas naturales como las cuencas hidrográficas, en cuanto bases a partir de las cuales poder desarrollar sociedades sostenibles.

Aunque nacido en el barrio de Jamaica, en Queens (Nueva York), Berg se crió en Florida, ciudad a la que su madre se había mudado cuando él tenía 6 años. Estudió en la Universidad de Florida, en Gainsville, y estuvo enrolado en el ejército. Tras pasar algún tiempo en Nueva York y participar en actividades en defensa de los derechos civiles, atravesó el país haciendo autostop y se estableció en San Francisco en el año 1964.

Se unió a la Mime Troupe, para la que escribió, interpretó y dirigió media docena de obras. Fue también aquí donde conoció a Judy Goldhaft, que se convertiría en la compañera del resto de sus días.

Más o menos en la misma época, Berg contribuyó a fundar el Artists Liberation Front y los Diggers, que diariamente se ocupaban de programas de comida gratuita, de una tienda igualmente gratuita y de otros proyectos en el barrio de Haight Ashbury.

Fue el principal de los autores digger, escribiendo ensayos lacónicos y mordazmente anticapitalistas y exhortando a la ciudad para que se preparase ante la llegada masiva de jóvenes hippies durante lo que se conocería como el Verano del Amor. Lector voraz y autodidacta, a menudo se le cita por su habilidad para sintetizar nuevos conceptos.

El interés de Berg por las cuestiones ambientales comenzó en su niñez. Todo empezó, según Goldhaft, cuando “su madre y él atravesaban en coche un pantano en medio de una espesa niebla. Entonces, la niebla despejó y había un nativo americano pescando en una barca de fondo plano. Pero antes de que pudiera decir ‘Eh, mira’, la niebla había bajado de nuevo. Para él fue una revelación”.

Berg desarrolló el concepto de biorregionalismo y fundó Planet Drum tras asistir a la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente en Estocolmo en el año 1972.

Además de sus muchas publicaciones, algunos de los proyectos más importantes de Planet Drum han incluido programas educativos y programas de la Green City como los jardines de plantas nativas. En 1999, Berg puso en marcha un proyecto con el ayuntamiento de la ciudad costera de Bahía de Caráquez, en Ecuador, que había sido devastada por las inundaciones y los terremotos.

Aunque Berg había estado luchando contra un cáncer de pulmón, seguía activo dirigiendo talleres de ecología en el Heron’s Head Park, en Bayview-Hunters y, este último año, en el barrio de Tenderloin, y participando en el proyecto de sostenibilidad urbana en Ecuador. Murió de neumonía, según declaró Goldhaft.

Berg deja además una hija, Ocean; un hijastro, Aaron Rosenberg; una hermana, Elizabeth Arnold y dos nietas.

Está prevista una ceremonia en su memoria para el próximo 1 de octubre, día de su 74 cumpleaños. Pueden enviarse aportaciones en su nombre a Planet Drum Foundation, P. O. Box 31251, San Francisco, CA 94131.

- FUENTE

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El siguiente texto es la aportación de Peter Berg al homenaje en recuerdo del poeta Gregory Corso, que se celebró el 24 de enero de 2001 en el New College de San Francisco. En aquel momento Berg se encontraba en Ecuador, así que fue su compañera, Judy Goldhaft, la encargada de leer el panegírico.


QUEDARSE EN LA ESQUINA DE UNA CALLE SIN HACER NADA ES PODER

Gregory Corso fue el protagonista de una prodigiosa leyenda de libertad personal. Lo que sigue no es más que un puñado de remembranzas que caerán como polvo sobre su impresionante túmulo funerario.

Su último viaje pudo haberse producido en cualquier momento después de que me encontrara con él, cuando vivía con Belle Carpenter en el antiguo piso de Lenore Kandel y Bill Fritsch, en North Beach. Gregory formaba parte de la oleada de neoyorquinos, entre los que se encontraba Diane di Prima, que se habían unido a nuestra rebelión cultural en el San Francisco de finales de los sesenta. Vivía lo que pensaba como si estuviese preparado para ser asesinado por ello.

Fue fácil sentir un afecto fraternal por Gregory. Conocía su poemario Gasolina y algunos otros poemas, y me impresionó especialmente una obra suya, en un solo acto, titulada Standing on a Street Corner [De pie, en la esquina de una calle]. De ella emanaba el espíritu de un payaso sabio, que se resumía en la frase: “Quedarse en la esquina de una calle sin hacer nada es poder”. Utilicé su libreto en un cursillo teatral para compañeros de la San Francisco Mime Troupe, que tuvo lugar durante una semana en mi apartamento de Haight-Ashbury. En parte me inspiró el concepto de ‘teatro guerrilla’, que por entonces se estaba incubando, para piezas que más adelante se representarían en la Sproul Plaza, durante ciertas huelgas de enseñanza, en una estación de autobuses y, de hecho, en las esquinas de algunas calles.

Si alguna vez le conté esto a Gregory, él no lo reconoció jamás. Al menos, que yo recuerde. Habitualmente, no le hacía mucha gracia el reconocimiento que le llegaba de la generación de los sesenta a la que en parte inspiró. Pero seguía lamentando la muerte de sus propios héroes. Una vez me describió cómo se había metido en la tumba de Kerouac durante su funeral, y lloró cuando se inauguró el callejón junto a la librería City Lights que lleva su nombre. Despotricaba con fiereza contra la injusticia que suponía la muerte de Giordano Bruno en la hoguera, como si acabara de pasar.

La reacción más típica de Gregory ante los elogios era ignorar los detalles y enseguida pedir algo. Una vuelta en coche, un sitio en el que quedarse, una papelina. No supone una exageración ni una falta de respeto afirmar lo que cualquiera que le conocía pudo ver. No es que fuese tan prosaico como uno de esos boxeadores machacados que le gorronean tragos a sus admiradores en un bar. Gregory podía lanzar un golpe verbal que el boxeador ya no estaba en condiciones de devolver físicamente. Era un yonki impenitente; llevaba la ropa arrugada y manchada; se estaba quedando sin dientes; un periodista dijo de él que era “un hombre desinstitucionalizado”. Sin embargo, su espíritu brillaba y se elevaba. Gregory podía invocar las tumbas de Egipto, a viejas griegas vestidas de negro, modelos matemáticos para probar la existencia de la divinidad o el amor, el talento de los imbéciles, la debilidad de los guerreros. No era mezquino en sus descripciones ni superficial en sus comparaciones. No se sentía mal; estaba atrapado en su barro corporal. No se sentía bien; era una nube sobre la cumbre de una montaña. He visto a gente abandonar una conversación con él abrumada por el tamaño y la singularidad de su mente.

Uno de los que se quedó impresionado fue Frank Oppenheimer, en la época en que estaba planeando lo que se convertiría en el Exploratorium Science Museum de San Francisco. Invité a Frank a un acontecimiento digger titulado “El fin de la guerra”, en el que algunos miembros de la audiencia, de forma espontánea, agitaban tres miembros o trepaban por redes de escalada mientras la Steve Miller’s Band tocaba para un grupo de bailarines desnudos y proyecciones en bucle mostraban continuamente semillas que eclosionaban, volcanes que entraban en erupción y soldados a los que disparaban. Al principio, a Frank le disgustó la aparente falta de dirección de todo aquello, pero más tarde incorporaría esta forma de actuación participativa a su museo, y también la sugerencia de que lo convirtiese en “una exploración”. Frank me pidió que le presentara a una persona del mundo literario con intereses filosóficos, así que llevé a Gregory a una fiestecita en su apartamento. El hermano del creador de la bomba atómica y el poeta más espabilado de la Beat Generation entablaron conversación de inmediato, cambiando de marcha mental a la misma velocidad de vértigo y pinchándose el uno al otro para ser más claro o más imaginativo. Sé que Gregory era un individualista hedonista, pero de algún modo mantenía su inocencia hasta el punto de que cualquier cosa que hiciera atraía la atención del arte. Simultáneamente cortejado por querubines y despellejado por mil demonios, de su boca brotaba a borbotones una opera de bibliotecas.

Jueces petulantes, ricos imbéciles, políticos locos de poder, críticos inmisericordes, académicos sin imaginación, policías sádicos, ruinosos generales: no alarguéis mucho vuestras celebraciones. Gregory Corso nos enseñó el auténtico poder.

- FUENTE

** Si quieres leer más textos de Berg (en inglés), haz CLIC AQUÍ. Si quieres saber más sobre los Diggers, LEE ESTO.

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