LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA
SOCIEDAD
Expresiones como "crítica
de la cultura" o "crítica cultural", y, sobre todo, su común
adjetivo "crítico-cultural", tienen que molestar a todo aquel que
esté acostumbrado a pensar con el oído y no sólo por ser, como
"automóvil", un feo compuesto de étimos griegos y latinos, sino,
principalmente, por sugerir una contradicción flagrante. AI crítico cultural no
le sienta la cultura, pues lo único que debe a ésta es la desazón que le
procura. El crítico cultural habla como si fuera representante de una intacta
naturaleza o de un superior estadio histórico; sin embargo, él mismo participa
necesariamente de esa entidad por encima de la cual se imagina egregiamente
levantado. La insuficiencia del sujeto que en su innecesariedad y limitación pretende
juzgar del poder del ser —esa insuficiencia del sujeto siempre flagelada por
Hegel para servir a su apología del orden dado— resulta insoportable cuando el
propio sujeto, hasta en su más íntima estructura, es fruto de la mediación del concepto
mismo al que se enfrenta como sujeto independiente y soberano. Pero, por su
contenido, la desmesura de la crítica de la cultura no se cifra tanto en una
falta de respeto por lo criticado cuanto en su secreto, orgulloso y ofuscado
reconocimiento. Casi inevitablemente da el crítico cultural la impresión de que
él sí posee la cultura que se desprende de la existente. La vanidad del crítico
se suma a la de la cultura: incluso en el gesto acusatorio mantiene el crítico
enhiesta, incuestionada y dogmática, la idea de cultura. El crítico desplaza la
dirección del ataque. Donde hay desesperación y vida inadecuada descubre hechos
puramente espirituales, la manifestación de un estado de la conciencia humana,
indicio de una decadencia de la norma de cultura. Insistiendo en ello, la
crítica cae en la tentación de olvidar lo indecible, en vez de intentar, con
toda la impotencia que se quiera, que se proteja al hombre de ese indecible. [...]
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