Noche
del 2 al 3 de agosto de 2013
Un
ejemplo de cómo los estímulos procedentes del mundo real pueden penetrar
e imponerse, deformados, en el espacio onírico. Dormimos en un hotel de
Marsella con el aire acondicionado encendido; como descubriré al despertar, el
ruido del aparato se transforma, en el sueño, en lo que podríamos llamar una fuerza
magnética descomunal.
De
nuevo me encuentro en esa casa arquetípica que se ha mencionado en este
dietario de forma recurrente, y veo la tele en ese salón en el que se
concentraban buena parte de mis terrores infantiles. Mi edad en el sueño es,
sin embargo, mi edad actual. De repente, un intenso ruido de estática comienza
a llenar toda la estancia y el televisor empieza a fallar. Salgo del cuarto,
pues estoy seguro de que el origen de las distorsiones se halla en otro lugar. En
la habitación contigua, un saloncito de dimensiones algo más reducidas que el
anterior, contemplo cómo un puñado de clips y alfileres que alguien ha
abandonado sobre una mesita danzan como atraídos por un enorme imán invisible.
Tengo plena conciencia de que quien los dejó allí lo hizo con ese solo
propósito: hacerlos danzar al ritmo del zumbido magnético. Enseguida salgo
al pasillo y, al regresar, reparo en que el saloncito se ha transformado en un
dormitorio. Pegado a la pared de la derecha, hay un viejo armario de tres
cuerpos, una de cuyas puertas está entreabierta. Cuando me acerco para
cerrarla, noto como alguien o algo –también indefinido e incorpóreo- da un
fuerte empellón desde el otro lado que a punto está de derribarme. Al bajar la
mirada, descubro que un pequeño esqueleto se agita aferrado a uno de mis
tobillos. Recuerda a uno de esos esqueletitos de goma que venden en las ferias,
pero estoy seguro de que este en particular está vivo. La sensación de
desasosiego se hace asfixiante.
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