The oldest and strongest
emotion of mankind is fear,
and the oldest and strongest
kind of fear
is fear of the unknown.
Convendría
empezar por preguntarse si debemos tomarnos en serio la “obra política” de
Howard Phillips Lovecraft, o antes incluso si existe algo así como una obra
política lovecraftiana. A nadie se le escapa que Lovecraft no es conocido como
ensayista político, ni siquiera como un ensayista sin más adjetivos. Según se
nos ha dicho, Lovecraft era un escritor de ficción, y lo que es más, un
escritor especializado en un subgénero literario muy concreto: la fantaciencia
y el terror. Sin embargo, me atrevo a afirmar que en efecto existe un
pensamiento político en el autor de El horror de Dunwich y que además
existen razones para dedicarle algo de tiempo y de interés. Se podría apelar,
en primer lugar, a la simple curiosidad –por no decir voracidad- que empuja al
fan a querer saberlo absolutamente todo del objeto de su veneración. Pero no es
este el motivo más decoroso, ni más digno ni de mayor peso. Cabría, por otro
lado, plantearse la pertinencia de la lectura en clave política de algunos de
los relatos más conocidos del autor, y a este respecto basta con pensar en
textos como El horror de Red Hook, Él, La sombra sobre Innsmouth, El color que cayó del cielo o algunos otros. Ya se ha hecho y tampoco estaría de
más, pero no va a ser lo que aquí nos ocupe. Aquí vamos a centrarnos en el
Lovecraft directa y conscientemente político, aquel que se interesa por la cosa
pública sin protegerse tras el parapeto de la literatura de ficción.
A la manera de los estudiosos de Aristóteles, podríamos
establecer una distinción entre un Lovecraft exotérico y otro esotérico, y sin duda nos llevaríamos una buena sorpresa.
Primero, porque ese Lovecraft que se daba a un público desconocido –que jamás
fue, no nos engañemos, el gran público- comenzó publicando ensayo y no ficción: según algunas estimaciones
fiables, entre 1915 y 1925, Lovecraft dio a la imprenta alrededor de cien
artículos sobre cuestiones relacionadas con la astronomía y también –cosa
curiosa- con la política. En lo que respecta al Lovecraft esotérico, ese que escribió más de cien mil cartas, algunas
tan extensas o más que el más extenso de sus relatos, llama en particular la
atención el interés recurrente por los asuntos de orden político, lo muy
elaborado de sus argumentos al respecto y lo bien informado que estaba sobre la
situación de la política interna de su país o sobre la de las fuerzas en
disputa en el damero internacional de la época. Por otro lado, esta
distribución biblioteconómica dual se viene abajo si partimos de la concepción
aristocrática que el propio Lovecraft tenía de la escritura. Desde su punto de
vista, ha de escribirse por el simple placer estético que puede
producir la escritura, y en todo caso para aquellos pocos amigos que están a
nuestra misma altura espiritual. Lovecraft no fue nunca, según esto, un
escritor, sino un caballero que escribía y que jamás se preocupó
por las pequeñeces del mundo editorial o por lo que sus textos pudieran
reportarle. Que su obra llegase al mercado era algo que le traía sin cuidado
porque el mercantilismo le repugnaba.
Con
lo anterior queremos señalar que tal vez debería borrarse esa frontera que
separa la escritura destinada a la divulgación masiva de aquella otra que tiene
como destinatario a una sola persona o a un grupo reducido de conocidos y que,
en consecuencia, en el caso de Lovecraft habría que otorgar un valor similar a
sus relatos de horror y a las opiniones, por lo general muy elaboradas, que
vierte en sus artículos para la prensa aficionada del momento o bien en su
abundantísima correspondencia. Tanto en un caso como en el otro, la audiencia
estaba compuesta por una reducida comunidad de pequeños intelectuales
continuamente interconectados y más o menos afines, o si se prefiere, por una
red analógica de corresponsales que, salvando las distancias, recuerda mucho a
las redes sociales digitales de nuestros días. Esto significa que, desde el
punto de vista de Lovecraft, lo uno tenía tanta importancia como lo otro. Pero es
que además existe un vínculo de raíz más profunda entre el Lovecraft autor de
cuentos fantásticos y el Lovecraft ensayista político: la abyección y el miedo.
El miedo es el sentimiento primigenio que el relato de horror trata de
explotar, pero también constituye la fuente nutricia de la pasión política que
mueve al reaccionario. Terror ante lo desconocido y asco provocado por la
confusión ontológica y social, esa es la clave.
Los
relatos y los ensayos de Lovecraft se nutren también de una concepción
metafísica y antropológica común. Por simplificar, podríamos reducirla a la
fórmula siguiente: desde una perspectiva cósmica, la vida humana carece de un
sentido trascendente o de un sentido histórico. Dice el propio Lovecraft:
“nuestra raza humana es solo un trivial incidente en la historia de la
creación. […] Con Nietzsche, me he visto obligado a confesar que la humanidad
en conjunto carece de objeto o de finalidad”. Ni en el más allá ni el más tarde
se encuentra, pues, la salvación; en todo caso, el futuro no es más que el
terreno de la putrefacción y el caos. Por eso, el orden y la tradición se
convierten en los únicos diques de contención frente al irresistible advenimiento
de la decadencia. “Lo que el hombre debería buscar –añade Lovecraft- es el
placer de la imaginación no-emocional: los placeres de la pura razón, tal como
se encuentran en la percepción de las verdades”. El ideal político de Lovecraft
se identifica así con una sociedad pura y bien ordenada, bella desde una
perspectiva arquitectónica, que habría de tener como fin último el cultivo del
espíritu y el pleno desarrollo de las naturalezas superiores.
Porque
puede que la especie humana esté condenada en bloque a la destrucción, pero lo
cierto es que no todas sus variedades valen lo mismo. Lovecraft lo deja claro
en un texto de comienzos de los años veinte: “Solo muy pocos ejemplares de
selecta herencia y crianza son capaces de vencer el natural carácter odioso y
aborrecible de la bestia humana”. En la cúspide de la evolución de la especie
se encuentra el ario o el teutón y en su escala más baja el negro, una raza que
desde el punto de visto de Lovecraft linda con la pura animalidad; entre uno y
otro, “esas hordas verminosas de extranjeros deformes” que causarán su espanto
al pasear por las calles de Nueva York. Precisamente, en enero de 1926 escribe
a su tía Lillian desde la Gran Manzana podrida: “No es bueno que un nórdico
orgulloso y de piel blanca se sienta inmerso entre parloteadotes achaparrados
de ojos bizcos, modales groseros y emociones extrañas, a los que odia en lo más
profundo de su ser, y aborrece como el mamífero aborrece al reptil, con un
instinto tan viejo como la historia; y la extinción de Nueva York como ciudad
americana será la inexorable consecuencia”. En los algo más de diez años que
median entre esta misiva y la muerte del escritor, Lovecraft modificaría
sensiblemente su respuesta a la cuestión racial, pasando del nativismo
biologicista y los llamamientos explícitos al exterminio del Otro a una suerte
de diferencialismo étnico, pero lo que no cambiaría nunca sería su horror ante
la mezcla de las razas y el pánico a verse engullido por el magma del melting
pot de la América democrática.
Lovecraft
refuta también la concepción progresista e ingenuamente optimista de la
tecnociencia. Como se dice al comienzo de La llamada de Cthulhu: “el
ensamblaje de todos los conocimientos disociados abrirá tan terribles
perspectivas de la realidad y de nuestra espantosa situación en ella, que o
bien enloqueceremos ante tal revelación, o bien huiremos de esta luz mortal y
buscaremos la paz y la seguridad en una nueva edad de las tinieblas”. Tal vez
aún no hayamos llegado a ese nivel, pero lo cierto es que las ciencias, en el
grado de desarrollo que habían alcanzado ya en la época de Lovecraft,
desbarataban cualquier aspiración del hombre a un lugar privilegiado en el
cosmos. La evolución de las ciencias podría de hecho interpretarse a la manera
de Freud: como una sucesión de heridas narcisistas que habrían dañado
profundamente nuestro orgullo de criaturas insignificantes. Algo semejante
puede afirmarse de la tecnología, pues –desde el punto de vista de Lovecraft-
más que la emancipación, anuncia nuevas formas de servidumbre y supone una
amenaza contra aquello que hace la existencia humana mínimamente soportable: el
cultivo de las artes y del espíritu.
En
1932 escribe: “El material americano se está volviendo una civilización cada
vez menos auténtica y cada vez más una inmensa barbarie de lujo mecánica y
emocionalmente inmadura. […] El individuo –feudal, orgulloso, distante,
libre y dominante-, eso es lo que importa; y la sociedad es útil para él solo
en la medida en que le ensancha los placeres de que podría disfrutar sin ella”.
También en lo que respecta a su apreciación de la técnica moderna Lovecraft
variará considerablemente su percepción a lo largo del tiempo; sin embargo y
como en los demás aspectos ya mencionados, habrá un núcleo esencial que se mantendrá
a salvo de cualquier cambio. Tanto el ultraconservador, monárquico y
aristocrático, que escribía en The Conservative en 1915 y que podía
permitirse contemplar la tecnología con cierta distancia displicente, como el
votante de Roosevelt partidario de cierta forma de “socialismo racional” de
mitad de los años treinta estarían de acuerdo en que lo esencial es someter a
un control férreo a las fuerzas desatadas por el proceso de modernización. La
técnica y la acumulación capitalista puede que sean medios, pero jamás deberían
convertirse en los fines últimos de una sociedad bien ordenada. Si la vida
humana tiene algún sentido, este reside en su capacidad para producir belleza,
y esta debería ser la meta a la que se consagrase cualquier organización
política. De ahí que podamos hablar de un cierto “esteticismo político” que
aproxima a Lovecraft al ideario de los fascismos históricos.
A
comienzos de la década de los treinta, Lovecraft comparte con la mayoría de sus
contemporáneos la idea de que el capitalismo está atravesando una crisis tal
vez insuperable y de que la democracia liberal constituye una forma de régimen
político inadecuada para los nuevos tiempos. Como puede leerse en una carta
fechada en 1931 y dirigida a Elizabeth Toldridge, las únicas alternativas están
ahora en el comunismo y en el fascismo: “Entre ambos, la elección lógica recae
en el fascismo, pues conserva las estratificaciones y las tradiciones
culturales del pasado, mientras que el comunismo las liquida sin
contemplaciones. La democracia en una civilización industrial compleja es una
broma, puesto que no significa otra cosa que la concentración de todos los
recursos entre las manos de un puñado de plutócratas y el gobierno clandestino
de dicho grupo bajo las formas aparentes de la democracia”. En estas fechas
Lovecraft ya ha asumido que el proceso de modernización responde a una fuerza
histórica ineluctable, pero aún considera que es posible encauzar dicha
corriente de forma que no se lleve por delante los productos más elevados de la
cultura occidental. Su primera opción –como acabamos de ver- sería el recurso a
una suerte de modernismo reaccionario que Lovecraft identifica, por
ejemplo, con el régimen de Mussolini; más tarde apelaría a lo que él mismo
llama “socialismo racional” y que sin duda está más cerca del socialismo
prusiano de un Spengler que del socialismo de esos “judíos marxistas agazapados
que esperan el momento propicio” en sus guaridas neoyorquinas.
Lo
cierto en cualquier caso es que el capitalismo ha de ser combatido, pues “los
negocios y el capital son los enemigos fundamentales del valor humano, ya que
exaltan y recompensan la habilidad para adquirir más que la creatividad y la
superioridad intrínseca”. Para tal fin, la democracia se revela inútil, pues en
las sociedades complejas, donde las cuestiones políticas se han convertido en
buena medida en problemas de orden técnico muy sofisticados, la toma de
decisiones no puede estar en manos de una masa social desinformada e incapaz.
La tecnocracia y el fascismo se presentan en un principio, a los ojos de
Lovecraft, como soluciones posibles, pero el entusiasmo por las políticas de
Mussolini o Hitler dura poco. Con el paso del tiempo, se producirá una curiosa
inversión semántica en el vocabulario del escritor y el término “fascismo”
dejará de ser sinónimo de sociedad bien ordenada y de bastión contra el peligro
rojo para venir a significar una nueva forma de barbarie política al servicio
de los intereses de la plutocracia. El fascismo y el comunismo son, en
realidad, dos aberraciones gemelas paridas por la modernidad. Si se quiere
evitar el estallido de violencia revolucionaria al que inevitablemente aboca el
capitalismo monopolista, habrá que inclinarse por la instauración del
“socialismo”. Pero eso sí, de forma gradual y sin giros bruscos en el devenir
histórico.
La
peculiar idea que Lovecraft se hacía del socialismo aparece desarrollada en una
tardía carta dirigida a J. F. Morton, y puede ser contemplada como una suerte
de programa mínimo y como un epitafio político del escritor. Dice: “A medida
que envejezco y que pienso de una manera más desapasionada, me doy cuenta de
que el socialismo de un tipo u otro es esencial para una civilización
auténtica, profunda y humana. No creo que el comunismo marxista constituya un
buen modelo, pues implica como remedios lo que son multitud de errores. Pero la
plutocracia basada en el espíritu de competencia ha de ser destronada sin
consideración alguna. El único gobierno válido es aquel que mantiene la
economía bajo su mando, asegurando así a todo el mundo los medios de subsistencia
y anticipándose al despilfarro y a la redundancia de los esfuerzos
competitivos. Dicho gobierno debe estar garantizado por un pequeño grupo de
ejecutantes con formación superior, con el poder centralizado, de la misma raza
y de la misma naturaleza que la nación en su conjunto, y debe ser elegido
mediante el voto (después de pruebas psicológicas y educativas para ser
candidato) por ciudadanos con capacidades mentales, intelectuales y culturales
satisfactorias validadas por un examen. Ignoramos si semejante gobierno pude
ser establecido en alguna de las naciones arias actualmente existentes. Lo que
sí sabemos es que se trata de la única forma de gobierno digna de ser
perseguida”. El socialismo, pues y según afirma el último Lovecraft, es
inevitable en el mundo industrial mecanizado, pero las gentes de bien no han de
tener ningún temor pues no hay incompatibilidad alguna entre el régimen
socialista y seguir siendo un gentleman. Contra la interpretación
marxista tradicional, Lovecraft piensa que es posible transformar radicalmente
la infraestructura económica sin que la superestructura cultural se vea
afectada, de ahí que considere que la única vía que queda para salvar la alta
cultura anglosajona se encuentre en cierta forma de régimen socialista.
Lovecraft bien podría hacer suya la conocida recomendación de Tancredi: si
queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie.
A
pesar de su aparente carácter errático, considero que hay una notable
coherencia en el pensamiento político de Lovecraft. Me atrevería incluso a
decir que, en lo esencial, las ideas políticas de Lovecraft apenas sufrieron
cambios. Si prestamos oído, podemos percibir que al escuchar al virulento arianista de los años veinte y
al compositor de loas al New Deal de la década siguiente en
realidad estamos asistiendo a variaciones de una misma melodía interpretadas
con distintos instrumentos. Las modificaciones que se produjeron en su
orientación política eran más bien de tipo táctico y respondían a transformaciones
de orden coyuntural. Hay que tener en cuenta que el mundo que aparecía con el
nuevo siglo era otro y que mantener un orden jerárquico en el que la casta
aristocrática del espíritu (blanca, anglosajona, acomodada) siguiera
manteniendo un lugar privilegiado exigía saber cabalgar sobre las olas de la
historia. Desde este punto de vista, el “fascismo” o el “socialismo” no eran
más que regímenes instrumentales al servicio de ese objetivo supremo. Y lo que
es más importante: el último recurso para conjurar el peligro de una
sublevación de las hordas rojas, mestizas y culturicidas.
*Con
el fin de profundizar en el pensamiento político de Lovecraft el lector haría
bien en remitirse a las siguientes obras:
-
H. P. Lovecraft, The Conservative. The Complete Issues 1915-1923,
Arktos, Londres, 2013.
-
H. P. Lovecraft, Selected Letters (Vol. 1-5), Arkham, Sauk City,
1976.
-
Jacky Ferjault, Lovecraft et la politique, Les Éditions de l’Oeil du
Sphinx, París, 2008.
-
S. T. Joshi, A Dreamer and a Visionary: H. P. Lovecraft in His Time,
Liverpool University Press, 2001.
-
Michel Houellebecq, 'H. P. Lovecraft. Contre le
monde, contre la vie', Éditions du Rocher, París, 1991. Edición en
castellano: Siruela, Madrid, 2006. Traducción de Encarna Castejón.
-
Lyon Sprague de Camp, Lovecraft,
Alfaguara, Madrid, 1978. Traducción de Francisco Torres Oliver.
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