El
dos de diciembre se cumplió el segundo centenario de la muerte del marqués de
Sade. Tal vez nos queden muy lejos los arrobos místicos que su obra despertaba
en los surrealistas o en los estructuralistas, pero Sade aún da que pensar. A
pesar de todo, su presencia todavía se percibe en los textos de algunos autores
contemporáneos como Pierre
Guyotat o Dennis
Cooper. Incluso el museo de Orsay le ha dedicado una gran exposición: Sade.
Atacar el sol.
“No es contrario a la
razón preferir
la destrucción del
mundo entero
a tener un rasguño en
el dedo”
David Hume, Tratado de
la naturaleza humana
1.
Donatien Alphonse François de Sade
murió un dos de diciembre. Un solo dígito lo aleja, pues, de la fecha que la
Iglesia Católica reserva desde el siglo XI al recuerdo de los fieles difuntos.
Se trata de conmemorar a Sade. Con-memorar: es decir, ligar al ritual gregario
de la efeméride la historia íntima de mi primer encuentro con el marqués. Un
propósito que enseguida se revela irrealizable. De entrada porque la figura
anfibia y monstruosa de Sade rehuye cualquier celebración oficial, para-oficial
o anti-oficial. Sade puso todo su empeño en destruir el vínculo social a través
de la escritura, de ahí que sea impensable que una comunidad cualquiera pueda verse
reflejada en su imagen. Las comunidades humanas no pueden levantar monumentos a
semejantes seres. De hecho, si quieren evitar una corrosión fatal, no tienen
más remedio que eliminarlos o expulsarlos para siempre de su seno. Y esto
incluye también a aquellas comunidades en las que podríamos reconocer al
partido de la subversión y que tienen como principal objetivo desbaratar el
orden de cosas existente. Parafraseando al Nietzsche del Anticristo cabría afirmar: “En el fondo no ha habido más que un
sadiano, y ese murió en
Charenton”.
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