—Tu primer libro de relatos,
“Convertiré a los niños en asesinos”, se enfoca hacia el problema del
mal en lo cotidiano, ya desde su título haciendo referencia a un asesino
en serie David Richard Berkowitz. ¿Qué buscas encontrar en esta
búsqueda narrativa?
—Me interesa sobre todo lo que me asusta,
me asquea o me repele. La escritura nos permite acercarnos a la
violencia o la muerte –o el mal, como tú señalas– y al mismo tiempo
mantenernos a salvo parapetados tras el teclado. Los niños asesinos se abría con un par de citas: una era de Robert Louis Stevenson; la otra, de un tal Óskar Ovseyenko,
afirmaba que la literatura es ventriloquia. Tal como yo la interpreto,
la frase tiene un doble sentido. Por un lado, hay que tomar lo de
“ventriloquia” en sentido estricto, literal; es decir, que se trataría
de hablar con el vientre, con las tripas. Pero por otro lado, hace
referencia a ese emborronamiento de las identidades que se produce con
el hecho narrativo mismo. No sé si me explico: la escritura sería como
un teatrillo en el que no queda claro quién maneja los hilos, quién
habla por boca de quién. ¿Es el autor el que habla a través de los
personajes? ¿O es a la inversa? ¿O ninguna de las dos cosas?
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