domingo, 3 de diciembre de 2006

ESPACIOS. El Utopia.

Debíamos de haber pasado por aquella plazuela más de una docena de veces, siempre de camino de o hacia otro lugar, y nos había llamado la atención aquel edificio que parecía una iglesia castrada. Por entonces aprendíamos –como sugería Benjamin- a perdernos por la ciudad y nuestra falta de inquietudes espirituales nos hacía observar su fachada desde la cercana lejanía del otro lado de la plaza. Nos gustaban sobre todo sus cristaleras coloridas, que destacaban sobre la solidez de la piedra gris, pero nunca llegamos en aquellos primeros deambulares a penetrar en su interior.

La deriva continua, el nomadismo perpetuo, es, sin embargo, un triste imposible, y uno se ve obligado irremediablemente a construir refugios en las ciudades. Los refugios, igual que el trazo que dibuja nuestro itinerario por las calles de la urbe, tiene mucho que ver con el azar. Pero también con las necesidades de cada cual. Uno procura construir refugios a su medida. Y en Burdeos, a la que el sabio Stendhal había consagrado como “la más hermosa villa de Francia”, iríamos poco a poco haciendo nuestros algunos rincones que nos salvaban del vagabundeo sin sentido.

Había, por ejemplo, muy cerca de Pey Berland, un pequeño café cuyo nombre ya he olvidado y que acaso ya no exista, en el que se escuchaba música de jazz a todas horas, en un tono lo bastante mesurado como para que la conversación se hiciera practicable. De las paredes colgaban, sin embargo, viejas fotografías en blanco y negro de Ferré, de Brassens, de Brel, y tras la barra se emplazaba un camarero tan taciturno que uno llegaba a pensar que se había escapado de una película de Jean-Pierre Melville. Teníamos también La Lune, a dos pasos del Mercado de los Capuchinos y de la Plaza de la Victoria, el centro nervioso de la ciudad, cuya puerta guardaba en ocasiones un cancerbero negro descomunal y en la que podía disfrutarse de la mejor música mestiza y canalla de Burdeos. Luego estaba el Jardin Public, con su busto de Mauriac y su puentecillo de madera, y cuyos bancos eran ideales para sentarse a pelar la pava, leer, fumar, beber o lo que el cuerpo le pidiese a uno en cada momento. O La Machine à Lire, en la amena Plaza del Parlamento, una de las más cálidas y acogedoras librerías del mundo conocido. Y no muy lejos de allí, descendiendo por la Rue Pas St. Georges camino de la Cours Alsace Lorraine, aquella iglesia sin torre de la Plaza Camilla Jullian.






Un día nos decidimos a entrar. Imagino que, para entonces, ya habíamos visitado la Catedral de San Andrés, las iglesias de Saint-Seurin y de Saint-Michel, y el resto del repertorio de la arquitectura religiosa bordelesa, y habíamos reparado en que sólo nos quedaba adentrarnos en aquel edificio un punto misterioso del corazón de Burdeos para completar el cupo. Viajero o no, ateo o no ateo, uno siempre sufre la ansiedad acaparadora y voraz del turista que quiere verlo todo. Así que allá fuimos. De los vitrales de la fachada sorprendía sobre todo una leyenda que, al menos para nosotros, tenía muy poco de religioso. A los pies de un ángel nada asexuado y de aire modernista, en una suerte de estandarte de color rojo, podía leerse la palabra ‘utopía’.


Resultó en fin que lo que habíamos tomado por una iglesia no era tal. Con el tiempo, nos enteramos de que en efecto había sido un espacio dedicado al culto de la fe en Cristo, que se había comenzado a construir allá por el siglo XIV y que había sido puesta bajo la advocación de aquel Simeón el estilita al que Buñuel dedicara un desopilante mediometraje. Y como iglesia cristiana funcionó durante varios siglos, hasta que con la llegada de la Revolución la parroquia es suprimida y el edificio se convierte en un arsenal. En el siglo XIX aún conocería otros usos. En principio sería la sede de la llamada école navale des mousses et novices y del gymnase français de los hermanos Laporte, antiguos oficiales de la marina mercante que ayudarían a muchos jóvenes del Barrio del Puerto a salir de la miseria económica. Pero más tarde habría de ocuparlo la familia Teyssonneau, cuyos miembros se harían ilustres como inventores de la llave para abrir latas de conserva. Con el cambio de siglo vendría también el cambio de dueños y la antigua église de Saint Siméon habría de convertirse brevemente en un garaje para después ser abandonada a la corrosión del tiempo y a las ratas.


Y probablemente la suerte del edificio no habría mejorado de no ser porque, en torno al año 1998 o 1999, un puñado de flipados por el cine lo había recuperado para dedicarlo a un culto que poco o nada tenía que ver con la veneración del Crucificado: el sucio vicio de la imagen en movimiento. La vieja iglesia de San Simeón era ahora el Cinéma Utopia de Burdeos. Pero se ve que la cosa espiritual aún impregnaba las paredes del edificio porque el hallazgo tuvo para nosotros el valor de una epifanía. Cinéfilos enfermizos, veníamos a darnos de bruces con una especie de paraíso en la tierra. El Utopia ofrecía los manjares más sabrosos que un cinéfago glotón podía desear. Y además por poca pasta. A partir de aquel día el cine-iglesia se convirtió en un punto de peregrinación obligado en nuestros paseos por la ciudad.

En aquella época –hablo de finales del siglo pasado- y en el Utopia vi unas tres o cuatro veces el Buena Vista Social Club de Wenders porque me había enamorado de Omara Portuondo y del modo en que Ibrahim Ferrer cantaba aquello de “Silencio que están dormidas…” en la deliciosa Murmullo, compartí los penares de la pequeña Rosetta en la búsqueda de un empleo imposible en la película de los Dardenne y la inquietud y los miedos de la gritona aunque arrebatadora Jaime Lee Curtis en la mil veces revisada Halloween de John Capenter. Asistí seguro a unas cuantas decenas de proyecciones más que ahora no me vienen a la memoria, pero tampoco importa. El Utopia era –y es- un espacio en el que uno se sentía a gusto y a salvo, al margen de lo que su siempre jugosa oferta cinematográfica pudiera ofrecer.

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