Salieron de la casa con sigilo para no despertar a los que sesteaban después de una comida copiosa. Ella dijo ‘Yo conduzco’ y atravesaron el pueblo en la tarde desierta del domingo. Tomaron la primera carretera comarcal con la que fueron a toparse. Él la observaba conducir, concentrada con los ojos fijos en la línea del horizonte, y le pasaba el dedo índice de la mano izquierda por entre la pelusilla arremolinada de la nuca. ‘Deja, me haces cosquillas’, y él obedeció. Husmeó en la guantera: los mapas de carreteras, la documentación del coche, las guías de viaje del marido. Después tomó la mano de ella, que descansaba floja sobre el cambio de marchas, y la atrajo hasta su bragueta para que notase los latidos en la rigidez de su pene. Ella esbozó una sonrisa esquinada pero mantuvo la vista al frente, clavada en el punto de mira de las líneas discontinuas. Había reverberos de espejismo sobre el asfalto negro, el sol de octubre se filtraba por entre las pámpanas dormidas de las viñas que discurrían a ambos lados de la carretera. Llevaban las ventanillas bajadas porque aún hacía calor. ‘No hay una sola nube’, dijo ella. ‘Ni un solo coche’, completó él. A unos cuarenta kilómetros del pueblo encontraron un camino de tierra que se adentraba en los campos. Detuvieron el coche y caminaron sobre la tierra blanda y ocre. ‘Espera –dijo ella-. Creo que hay una manta en el maletero’. La vio correr torpemente y se entretuvo reventando terrones mientras ella regresaba con una manta de cuadros escoceses. Avanzaron algunos metros y ella se quitó los zapatos porque temía torcerse un tobillo. ‘Aquí está bien’, dijo. El asintió y entre ambos desplegaron la manta en el suelo. Ella se la chupó en primer lugar y después él se lo comió a ella, luego follaron hasta que no pudieron más. Ella tuvo tres orgasmos, él sólo dos. ‘Me debes la revancha’, le dijo mientras yacían entre las viñas recién vendimiadas mirando al cielo claro del otoño. Permanecieron así varios minutos, sin decir nada, dejando que se les fuera enfriando el sudor. De vez en cuando pasaban aves menudas y oscuras que enseguida desaparecían en el azul brillante de la tarde. Volvieron al coche agarrados de la mano, él con la manta doblada sobre el hombro izquierdo. Ya había empezado a refrescar. Regresaron al pueblo por la misma carretera, que poco a poco iba quedando reducida al breve cono amarillo que iluminaban los faros. Ya no se distinguían los viñedos ni las tierras labradas. Él dijo ‘Te amo’. Y ella preguntó ‘¿Lo dices en serio?’.Y él, ‘desde luego que no’. Las calles del pueblo estaban desiertas, los bares cerrados. ‘Los domingos en provincias deberían estar prohibidos’, sentenció él. La figura escuálida de un galgo surgió repentinamente de la nada, pero ella frenó a tiempo. ‘Jesús’. El animal se les quedó mirando en mitad de la calzada, un garabato altanero y ridículo con los ojos encendidos por la luz hiriente de los faros. ‘Tengo que llenar el depósito’, recordó ella. ‘No te importa, ¿verdad?’
IMAGEN DE JUAN RULFO
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