Llevaba una botella de Le Pére La Grolle en el bolsillo de la americana y un cigarrillo sucio y apagado pendía de su labio inferior como una gota de barro que se niega a caer. Ese pequeño detalle, el de la botella de beaujolais en el bolsillo de la chaqueta, quiero decir, me había parecido siempre un signo de distinción algo fuera de lugar, un pequeño toque de esnobismo con el que el vagabundo quería elevarse por encima de sus ocasionales compañeros de trago. Hasta en su andar torcido de borracho había un no sé qué de aristocrático. Pasaba siempre a la misma hora ante mi banco de jubilado solitario y me saludaba llevándose los dedos índice y corazón a la sien, en un gesto entre malevo y militar. Yo lo miraba atravesar la Esplanade Quinconces, arrastrando los zapatos gastados sobre la tierra amarilla, y después por entre las dos Columnas Rostrale en dirección al río. En ocasiones incorporaba a su menguado atrezzo un periódico viejo rescatado de alguna papelera, pero nunca el mismo, por lo que me parecía que mi amigo debía ser uno de los pocos franceses que se preocupan por acceder a una información verdaderamente equilibrada y ecuánime. Un día decidí seguirlo, a una docena de pasos de distancia para que no reparase en mi indiscreción. Caminamos hacía el Puente de Piedra y después subimos hacia las calles comerciales. Entró en un supermercado y al rato salió con un cartón de vino barato. Se sentó a un lado de la entrada, sacó la botella del bolsillo, le quitó el corcho enmohecido y escurrió sobre la acera las cuatro tristes gotas que aún le quedaban. Después, con la boca muy abierta en un rictus concentrado y la oscura colilla pegada al belfo, vertió el contenido del cartón en la botella. Finalmente arrojó el envase vacío al otro extremo de la calle y bebió de lado para evitar el estorbo del cigarrillo. Lo vi extender la mano como quien confirma el comienzo de la lluvia y seguir con la mirada a los escasos transeúntes que pasaban por lo común muy apresurados y con la vista clavada en las punteras de los zapatos. Yo regresé enseguida a mi banco de viejo aburrido y alcé la cara para recibir el sol de invierno. La explanada estaba tranquila, al fondo alguien barría las hojas muertas.
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