viernes, 22 de diciembre de 2006

AGITPROV. Informe Verídico sobre las Últimas Oportunidades de Salvar el Capitalismo en Italia (II) - G. Sanguinetti (1975)

Como habíamos prometido, os ofrecemos a continuación la segunda entrega del Informe de Sanguinetti. Con respecto a sus contenidos, basta con echar un vistazo al título. Los comentarios sobran -al menos, por nuestra parte-.


Si queréis leer antes la primera entrega, sólo tenéis que dar un toque aquí







I. Por qué el capitalismo debe ser democrático y de la grandeza que ha alcanzado al serlo.


"Bien pronto estaréis, gracias al cielo, lejos de las manos de vuestros rebeldes súbditos... Ahí, como veis, Primo mío, comparto todos vuestros sentimientos, y ruego a Dios que os mantenga en vuestro trono; pero no puedo aprobar, sin embargo, vuestra repugnancia por ese género de gobierno al que ha venido a darse el nombre de representativo, y que yo, por mi parte, llamo recreativo, no habiendo nada que yo conozca en el mundo tan divertido para un rey, sin hablar de la no pequeña utilidad que de él obtenemos... El gobierno representativo me conviene maravillosamente... Nos llega el dinero en abundancia. Preguntad a mi sobrino d'Angoulême, lo contamos por millares, o, para decir la verdad, a fe mía que ya ni lo contamos, desde que tenemos diputados propios, una mayoría, tal como se la llama, compacta; hay dispendios que hacer, pero pequeños... cien votos no me cuestan, estoy seguro, ni un mes de Mme. De Cayla... Ciertamente yo pensaba como vos, antes de mi viaje a Inglaterra; no amaba en absoluto eso del gobierno representativo; pero allí he visto lo que es: si el Turco no dudase, no querría otra cosa, y haría de su Diván dos Cámaras... Que todas esas palabras de libertad, publicidad, representación no os espanten. Se trata de representaciones en nuestro beneficio, y cuyo producto es inmenso, y nulo el peligro, por más que se diga..."
(Este fragmento, traducido aquí por primera vez al italiano, proviene de una carta secreta que Luis XVIII envió a Fernando VII en agosto de 1823; dicha carta cayó en manos de un agente secreto de Canning en Cádiz, y su publicación produjo una polémica en Inglaterra -cf. The Morning Chronicle, octubre de 1823.)


Lo que constituye el rasgo más notable de nuestro siglo no es tanto que el capitalismo haya sido puesto en cuestión de un modo reiterado y sangriento por los trabajadores de todos los países industrializados y también en ciertos países cuya economía es aún predominantemente agraria -fenómeno, después de todo, en modo alguno inesperado, salvo para quienes subestimaron las advertencias que "fueron las primeras revoluciones fallidas del siglo pasado"-; ni tampoco, desde luego, que graves crisis económicas y monetarias hayan quebrado cíclicamente su estabilidad interna -inconveniente grave pero inevitable en todo sistema económico complejo-; y ni siquiera que los errores de gestión del poder hayan sido tan numerosos y tan costosos en todos los países -por lo que a este hecho respecta, está inseparablemente vinculado a toda forma histórica de dominación.
Lo que nos parece notable de nuestro siglo es, por el contrario, que el sistema capitalista haya sabido resistir a todo ello y que, a pesar de todo ello, continúe siendo todavía hoy, a través de manifestaciones diferentes e incluso aparentemente contradictorias, la única forma de dominación que existe en el mundo, capaz no sólo de superar sus propias crisis, sino además de salir reforzada de ellas al punto de haber logrado extender e imponer al planeta entero sus modos de producción, intercambio y distribución de mercancías: incluso en los países comunistas, los sistemas económico-tecnológicos del capitalismo moderno han obtenido las preferencias confesas de la clase burocrática dominante.
Por primera vez en la historia universal, un sistema determinado se ha impuesto por todos lados, aniquilando las formas arcaicas de dominación que se le oponían dondequiera que las encontrase, al tiempo que ha sabido afrontar con éxito las cuestiones planteadas por nuevas fuerzas sociales como la clase de los obreros industriales y de los trabajadores asalariados en general, necesarias para la producción y el consumo de mercancías, pero con una disposición tendencial a combatir, en nombre de su propia "emancipación", ese mundo para el que trabajan y en el cual viven.
Nos parece necesario, y también justo, reconocer, al comienzo de un Informe consagrado a la crítica de la gestión actual de nuestro sistema, sus indiscutibles logros históricos y sus méritos objetivos, que corren el riesgo de verse comprometidos en un futuro próximo a causa de los errores presentes. Para conservar, conviene saber claramente qué debemos combatir hic et nunc, y ser muy conscientes de lo que vamos a perder en un momento en el cual es indispensable elegir cómo comportarnos, y de qué armas servirnos, para resultar vencedores en la grave crisis que es el objeto de nuestras inquietudes y el origen de este escrito.
La Revolución francesa, según Thomas Carlyle, habría tenido como significado esencial una exigencia de verdad; habría sido la proclamación histórica del hecho de que toda mentira, sobre la que hasta entonces había podido fundarse la organización armoniosa de una jerarquía social, sería a partir de entonces recusada. Si esta idea es justa, podemos constatar que, desde hace dos siglos, hemos sabido evitar la mayor parte de sus consecuencias más molestas.
Todas las formas de sociedad que han dominado en la historia se han impuesto a las masas, a las que sencillamente debían hacer trabajar, mediante la fuerza y la ilusión. El más grande logro de nuestra civilización moderna es haber sabido poner al servicio de sus dirigentes un incomparable poder de ilusión. Veremos más adelante que aquí reside, sin embargo, el punto débil, virtualmente amenazado de una crisis grave, de nuestro poder; pues esta ilusión no debe jamás ser compartida por la elite dirigente que la produce y que se sirve de ella. El desarrollo económico acumulativo y rápido, y acumulativo precisamente en proporción a su rapidez, así como los trastornos tecnológicos positivos que lo acompañan como su corolario, ha implicado una concentración extrema y un control que tiende a lo absoluto de la totalidad de la producción y de la distribución. Que ese control haya dispuesto de una estrategia a la medida de sus inmensos medios, es algo que desgraciadamente desmiente el presente estado del mundo; pero ya volveremos a ello. Lo que está fuera de duda es que el mismo desarrollo económico ha exigido y llevado a cabo, en proporciones que anteriormente eran inimaginables, la separación y la pasividad de los agentes de producción; esos mismos a los que encontramos, en otro capítulo de la ciencia social, bajo las figuras del consumidor y del ciudadano.





Nace aquí, como un producto natural de nuestro estado de desarrollo histórico, una necesidad social de la contemplación, que Bergson decía, en La Evolución Creadora, era en su época "un lujo"; contemplación que una parte privilegiada de nuestra tecnología, consagrada a la fijación y la difusión de imágenes, se encuentra en condiciones de satisfacer oportunamente. La razón no puede escapársele a ninguna persona de buena fe. El éxito, objetivo y mensurable, de nuestra sociedad es sobre todo económico y técnico. Lo que la sociedad produce, basta con mirarlo. Algunos nos preguntan, movidos por un sentimentalismo perfectamente fuera de lugar: "¿Es preciso también quererlo?". La cuestión es vana, o más bien, si se admite que plantear una cuestión semejante desde cualquier punto de vista trascendente a la sociedad sería un puro absurdo, no queda sino señalar que la cuestión es efectivamente vana en el sentido de que ya ha encontrado plenamente una respuesta desde el momento en que se la plantea en los términos de la sociedad real; es decir, en términos de clases sociales, preguntándose quién debería querer esa producción. Quienes se apropian de la plusvalía quieren necesariamente una forma dada de la producción. En cuanto a los demás, ¿por qué habrían de quererla? La producción se les presenta en sí misma como una simple necesidad, y eso es lo que efectivamente es. Por lo que respecta a la forma particular que esa necesidad pueda revestir, los detentadores del capital no encontrarían por su parte nada que la hiciese más defendible que cualquier otra, y no mantienen aquélla más que por las determinadas ventajas que de ella obtienen. Uno enrojecería al recordar tales perogrulladas si la hipocresía excesiva del pensamiento social de nuestra época no hubiese mezclado y embarullado las cartas de tal modo que siempre acaba por hacer trampas por ser incapaz de hacerlas inteligentemente. Nuestros obreros no deciden en modo alguno sobre lo que producen. Felizmente, pues uno puede preguntarse lo que decidirían producir, siendo lo que son. Con toda seguridad, y cualquiera que sea la variedad infinita de respuestas concebibles, sólo una verdad es constante: seguro que no producirían aquello que conviene a la sociedad que nosotros administramos. Y como esos obreros -no más que ustedes o nosotros mismos- no pueden quedar deslumbrados de felicidad por la extensión del organigrama de una empresa multinacional o por la curva de crecimiento de la venta de aviones de combate a los países de Oriente Próximo, y se encuentran, al mismo tiempo, desprovistos de cualquier comprensión real de la existencia a la que se les somete, es necesario que se les distribuya otro tipo de compensaciones; y es éste el lugar que ocupa la difusión masiva de imágenes para ser contempladas, que ya no constituyen, pues, el "lujo" del que hablaba Bergson, sino una necesidad contemplativa, un divertimento tanto en el sentido del circenses romano como en el sentido que le daba Pascal.
Cualquiera que sea la importancia, e incluso la gravedad, de lo que hoy debemos criticar como peligrosos puntos flacos de nuestro poder, no hay que perder de vista que todo ello está subordinado a su deslumbrante éxito. No se defiende un orden social sino mientras esta vivo. Y si la sociedad burguesa no hubiese obtenido una victoria de alcance universal, nosotros no estaríamos aquí hoy para discutir todavía sobre su defensa, pues estaría tan muerta como el Imperio de Darío.
Si se recuerda por un instante, lo que resulta una sana propedéutica para las luchas actuales, que el mundo hace unos cien años corría el riesgo de escapársenos de las manos en un plazo corto, se podrá medir la importancia de la prórroga que nos ha sido concedida, y que, por añadidura, nos ha permitido operar una transformación profunda de todas las condiciones de nuestra estrategia, transformación que podríamos definir del siguiente modo: el acondicionamiento de todo un nuevo campo de batalla, sobre el cual esperamos a un adversario desorientado, que antes que nada debe reconocer el campo mismo, y que, a continuación, está obligado a avanzar entre las poderosas defensas que en él hemos dispuesto.
Podemos decir que el siglo XIX, tras la temible revolución de 1848, descubrió la economía política. La sociedad dividida en clases, la propiedad, eran ya entonces puestas en cuestión: su crítica parecía ligada inexorablemente a los progresos del conocimiento, fundamentalmente en las clases obreras. Ahora bien, por lo que se refiere a la clase dirigente, ésta temía, y en apariencia legítimamente, la instrucción de las masas populares y el sufragio universal, y vinculaba su defensa a una posición del pasado, a una actitud de retroceso que se acentuaba continuamente; pues la industria moderna exigía una instrucción, al menos sumaria, y esta última, al extenderse, implicaba necesariamente el sufragio universal. La burguesía recordaba que el progreso hacia las luces había acompañado su camino hacia el poder político y temía que la misma vía fuera transitada por los proletarios. Felizmente, también éstos han creído en una identificación semejante de sus destinos sucesivos; pero una y otra clase se equivocaban en esto, pues los dos proyectos de revolución son tan diferentes que no pueden servirse de las mismas luces, ni de su difusión ni de su empleo por medios análogos. De este modo, se ha revelado vano el temor de los unos y la esperanza de los otros.
En el transcurso de este siglo, el desarrollo y la expansión del poder económico y político han cambiado la faz del mundo, y mucho más de lo que haya podido hacerlo ninguna revolución del pasado. ¿Cuáles son, pues, las características y los efectos permanentes de este cambio? ¿Qué ha sido destruido y qué ha sido creado? Nos parece que ha llegado el momento de definir esos rasgos distintivos de la nueva realidad, y de enunciarlos, pues nos encontramos hoy en el punto preciso en el que se está mejor situado para evaluar el resultado de todo un encadenamiento de trastornos. Lo bastante alejados de su origen como para estar al abrigo de las pasiones de aquellos que tuvieron que dirigirlos, estamos aún lo bastante cerca como para distinguir sus elementos esenciales: pronto será difícil ofrecer sobre este asunto un juicio objetivo, pues los grandes cambios históricos que triunfan, al hacer desaparecer las causas que los han producido, devienen en consecuencia menos comprensibles por el hecho mismo de su éxito. Consideremos, pues, ahora, no para encontrar una grosera consolación en el orgullo de nuestros triunfos de otro tiempo, sino más bien para recuperar, en el corazón de una nueva guerra tan repentinamente alumbrada en toda la extensión del campo social, el secreto de las victorias de nuestras antiguas campañas, con el fin de emplearlo conscientemente en otros combates que de nuevo nos vemos llamados a librar: ¿cuáles son, pues, en esta epopeya de la vieja guerra social, nuestras batallas decisivas, nuestra Salamina y nuestro Marengo?




Distinguiremos, en honor a la brevedad, cinco.
En primer lugar, hemos en cierto modo desmentido la sentencia de Carlyle al realizar cuantitativa y cualitativamente, con un grado de poder jamás observado en la historia, el progreso de la mentira en la política, duplicando su contenido con la extensión proliferante de sus medios. Se desarrolló con la burguesía "radical" y su práctica del periodismo y del parlamentarismo, práctica que siguió el movimiento obrero organizado en partidos socialistas. El proceso, que comenzó con la representación parlamentaria de los ciudadanos, se completó de la forma más natural y considerablemente reforzada con el éxito de la representación sindical de los trabajadores; hasta tal punto es cierto que toda representación nos hace el juego. Eso que familiarmente se ha llamado "comida de tarro", la propaganda de falsas noticias difundidas día tras día por todos los gobiernos durante la Primera Guerra Mundial, franqueó posteriormente un umbral más allá del cual no habríamos creído, en tiempos normales, poder llevar a ciudadanos alfabetizados; las palabras del cardenal Carafa, pronunciadas en tiempos de la Inquisición, siguieron siendo verdad: "Quandoque populus vult decipi, decipiatur". El fascismo fue, a continuación, un exceso patológico de la mentira sin medida, mal remedio de un tiempo de crisis; sin embargo, conviene hacer notar que el fascismo fracasó completamente por su propia naturaleza, pero en modo alguno en el terreno de sus medios de propaganda, al punto de que Hitler pudo teorizar el hecho de que "a las masas (...) se las engañará más fácilmente con una gran mentira que con una pequeña". La publicidad del mercado moderno ha venido a continuación a explotar más racionalmente esas posibilidades y ha dado pruebas de su excelencia como poder autónomo, por más que debamos criticar naturalmente los resultados demasiado unilaterales que se derivan de esa misma autonomía; la cual demasiado a menudo no ha incorporado a sus cálculos los intereses más elevados del conjunto de nuestro orden económico. Y, sin ninguna duda, el resultado más considerable de todo este período habría sido la identificación del comunismo con el orden totalitario que reina en Rusia, y consecuentemente con las perspectivas de sus partidarios en nuestros países, que durante decenios han creído que Lenin y Stalin habían abolido el capitalismo. Nos complacemos en recordar a este respecto que, muchos años antes de la traducción de los Grundisse de Karl Marx, nuestro amigo Piero Sraffa, el eminente economista, nos hizo notar el pasaje de este libro que zanja la cuestión: "Dejar subsistir el trabajo asalariado y al mismo tiempo suprimir el capital es, pues, una reivindicación que se contradice a sí misma y que se autodestruye". Así, esta revolución social que fue deseada en el siglo XIX se ha convertido efectivamente en utópica, pues ya no existe ningún lugar en la sociedad mundial en el que pudiera pretender afirmarse como lo que podría realmente ser.
En segundo lugar, hemos asistido a un refuerzo grandioso del poder de los Estados en tanto que poder económico, en tanto que autoridad política, y en tanto que organismo de vigilancia cada vez más refinado. Bien puede decirse, en este sentido, que se ha realizado, si bien bajo un aspecto diferente, el sueño de los economistas del siglo XVIII, sueño legítimo pero que suscitaba gran hostilidad entre los aristócratas de entonces. El Estado cuya teoría formularon esos economistas no debía solamente dirigir la nación, sino que debía también formarla y educarla de un modo determinado; según Turgot, Quesnay, Letronne, Mercier de La Rivière y tantos otros, es tarea del Estado formar el espíritu de los ciudadanos siguiendo un cierto modelo que él mismo se ha propuesto; debe inculcarles ciertas ideas y ciertos sentimientos que juzga útiles y necesarios para abatir esos obstáculos que la realidad social opone a su acción. El Estado, decían los economistas de aquella época, debe reformar las instituciones políticas y civiles, y hasta las condiciones de vida de los ciudadanos, para transformar a estos últimos. Bodeau resume estas ideas avanzando aquella profecía, muy radical para su tiempo, según la cual: "El Estado hace de los hombres todo lo que quiere". Un aristócrata muy cultivado, pero miraba demasiado hacia el pasado, acusaba en el siglo anterior a tales economistas de crear mediante la imaginación "un inmenso poder social que no sólo es más grande que todos los que existen bajo sus ojos; difiere de ellos aun incluso más por su origen y por su carácter. No procede directamente de Dios; no encuentra su origen en la tradición; es impersonal: no se reclama ya del rey, sino del Estado... Este despotismo democrático (abole) toda jerarquía en la sociedad, toda frontera de clase, todo rango fijo; un pueblo compuesto de individuos casi semejantes y completamente iguales, esa masa confusa reconocida por el único soberano legítimo (el Estado), pero cuidadosamente despojada de todas las facultades que podrían permitirle dirigir ella misma, o tan siquiera vigilar, su gobierno". Los economistas se defendían contra estas acusaciones invocando la instrucción pública: "El despotismo es imposible -había dicho Quesnay- si la nación es ilustrada". Las exigencias que anticipaban estaban en efecto de lo mejor fundadas: Letronne, antes de la Revolución francesa, señala que "La nación está gobernada desde hace siglos por falsos principios; todo parece haber sido hecho aquí al azar". Lo que ellos preveían entonces, hoy lo vemos nosotros. Conviene tal vez subrayar que, contemporáneos de aquellos economistas, y una misma dirección, se destacaban, un siglo antes del marxismo, algunos representantes de esa corriente de pensamiento que tiempo después se ha afirmado bajo el nombre de socialista. En el Código de la Naturaleza de Morelly, por ejemplo, se encuentran ya todas las doctrinas sobre la necesidad de reforzar el poder del Estado, y se prevén "el derecho al trabajo, la igualdad absoluta, la uniformidad de todo, la regularidad mecánica en todos los movimientos de los individuos". Es sorprendente ver que en 1755, en tanto Quesnay fundaba su escuela, Morelly preconizaba lo que, solamente hoy, está en vías de ser plenamente realizado en todas partes: "Las ciudades -se lee por ejemplo en el Código de la Naturaleza- serán construidas según el mismo plan; todos los edificios para uso de los particulares serán semejantes... Los niños serán educados en las familias y educados en común, a expensas del Estado, de un modo uniforme".
La centralización estatal que han operado la burguesía y las burocracias socialistas son producto de una misma necesidad y de un mismo terreno; y uno de esos poderes es con respecto al otro lo que el fruto cultivado es con respecto al arbusto natural. Pero por todas partes el Estado se ha convertido en el protagonista que planifica y programa, con mayor o menor eficacia, la vida de las sociedades modernas. Ahora bien, el Estado es el palladium de la sociedad de mercado, que convierte incluso a sus enemigos en propietarios; como ha ocurrido, por ejemplo, en Rusia y China. Y que se nos permita hacer aquí resaltar que no tememos alzar el antiguo y noble término de sociedad de mercado: toda la grandeza del mundo es obra de los mercaderes y de las sociedades que ellos han edificado. El arte, la filosofía, el conocimiento en sus formas científica y técnica, la libertad política en sus modalidades realmente practicables, todo ello no ha aparecido en la historia, y no ha perdurado en ella, más que con la burguesía mercantil, y en los exactos límites de su dominación local o universal.
En tercer lugar, el aislamiento y, por así decir, la separación de las personas han sido altamente perfeccionados. Todo lo que podía causar algún perjuicio, más o menos directamente, a la tranquilidad del orden social, todo lo que reunía a las comunidades particulares, corporaciones, barrios de las ciudades antiguas o de los pueblos, e incluso las clientelas habituales de los cafés o de las iglesias, se ha disuelto casi completamente con la puesta en marcha de las nuevas condiciones de la vida cotidiana de hoy, y de su nuevo paisaje urbanístico. Podemos decir que cada cual tiende a partir de entonces a encontrarse en relación directa con el centro de poder del sistema, que dirige hasta los detalles de su existencia; y ese centro se le aparece, sucesiva o simultáneamente, en calidad de autoridad gubernamental represora, de elección de la producción industrial que será la única disponible en el mercado y de selección de imágenes para ser contempladas. Así, las masas consumen y miran lo que quieren de entre la diversidad que les es programada; pero no pueden querer más que lo que hay.
En cuarto lugar, asistimos a un crecimiento sin precedentes del poder de la economía y de la industria. Esta economía moderna ha logrado dar un valor y un precio a todo, permitiendo a todo el mundo consumir a todo el mundo las mercancías que produce la industria. Nos está incluso permitido decir que a medida que colma las necesidades primordiales de la población, se encuentra en situación de ofrecerle también lo superfluo; tras lo cual, aquello que era en otro tiempo superfluo se ha convertido en necesario, y esto en el doble sentido de que, subjetivamente, es experimentado como tal por el consumidor, y de que, objetivamente, constituye una necesidad para la expansión industrial que produce esas mercancías determinadas. En el momento, pues, en que el ciudadano, en tanto que consumidor, accede libremente a lo superfluo, todo lo que el pueblo apreciaba en otro tiempo, y que le era indispensable garantizarle para hacerle soportar las realidades más pobres y precarias, se ha convertido en inútil y ha desaparecido. No existe ya nada que no pueda ser producido industrialmente, es decir que no comporte un beneficio económico: desde la alimentación hasta los divertimentos del tiempo libre o de las vacaciones.
No queremos negar que puedan derivarse de esto inconvenientes desconocidos antaño, como las nuevas enfermedades de la polución, etc. Pero, en todo caso, los mismos progresos de la ciencia -de la ciencia farmacéutica, por ejemplo- proveen, a su vez, de antídotos que, producidos industrialmente, constituyen otras tantas mercancías vendibles a la población.
El sistema viene a disponer, como atributo de su soberanía, de la distancia, que crece día a día, entre unas realidades en rápido cambio y las palabras y los sentimientos que ya no se corresponden con ellas más que en apariencia. Las nociones populares, fijadas desde hace generaciones, no tienen ya ninguna relación con unas realidades en todo diferentes, que han sido transformadas por la más moderna de las industrias. Ya se trate de lo que se designaba como trabajo, o las vacaciones, o la carne, o la gripe, o el hogar, el poder económico y estatal dispone de todos los elementos para conocer las modificaciones introducidas en tales realidades; él mismo experimenta esas modificaciones, ya sea de forma azarosa, ya persiguiendo fines deliberados. Y durante todo ese tiempo, las gentes hablan todavía de otras cosas que ya han desaparecido junto con las viejas palabras, que sirven también en sus debates de opinión sobre los programas electorales.
En quinto lugar, finalmente, y este resultado es como un concentrado de todos los que acabamos de enumerar, se puede admitir que la complicación vertiginosamente creciente de la intervención cotidiana en todos los aspectos de la producción de la vida en las sociedades humanas, la sustitución de todo elemento que era tenido por natural por un nuevo factor al que puede llamarse artificial, justifican plenamente la autoridad no compartida de todos los expertos que construyen o corrigen los nuevos equilibrios económicos o ecológicos fuera de los cuales nadie podría ya vivir. Ahora bien, no se es experto sino es gracias al Estado y a la economía; pues en otro lugar no existen ni campo operatorio ni diplomas. Así pues, la jeraraquía existente está obligada a desarrollar en todos los casos el secreto y el control, aun incluso si no lo desease. Mas todas las jerarquía de la historia lo han deseado siempre, incluso cuando no resultaba tan evidentemente necesario para el interés de todos. La doble ventaja que extraemos de este estado de hechos reside en lo siguiente: el descontento contra nuestra sociedad no tiene ya ningún sentido, desde el momento en que se encuentra más extendido que nunca con respecto a cada detalle. Sólo el rechazo total, siempre penoso de formular y de poner en práctica, tiene hoy en día un significado amenazante para nuestro orden social. Y esta amenaza está en sí misma muy atenuada, en la medida en que un rechazo de este género, privado de una comprensión exacta del conjunto y poco dada a afrontar los contragolpes en los enfrentamientos históricos reales, tiene las mayores probabilidades de resultar confuso y de contentarse con una ilusión ideológica cualquiera, capaz de desorientar a su portadores.


He aquí, pues, brevemente, cómo el capitalismo ha sido capaz de hacer participar a toda la población, en libertad, en esa sociedad que él mismo ha construido. Está en su derecho de regocijarse por ello, ya que la empresa no había sido jamás ensayada anteriormente y los malos presagios se habían amontonado en sus comienzos. Tal vez, una comprensión más lúcida de la historia -demasiado descuidada desde hace un siglo en provecho de unos estudios económicos que, ellos mismos, se han liberado, intelectualmente, bastante mal de la teología- habría podido insuflar una mayor confianza a la elite de entonces, que, ciertamente, no podía prever exactamente la aparición de dominio que acabamos de caracterizar, pero que podría haber especulado más audazmente sobre la línea general de la evolución por venir, y acelerar tal vez de ese modo más conscientemente las formaciones útiles. Acaso nos habríamos ahorrado al mismo tiempo un cierto número de inconvenientes que padecemos aún, tal la mutación regresiva del capitalismo en Rusia. Afirmémoslo de nuevo: a pesar de las inquietudes, a menudo legítimas, pero en cuántas ocasiones exageradas, que la cuestión ha suscitado en las clases dominantes de casi todos los países, el capitalismo debe ser democrático porque no puede ser ninguna otra cosa. Un vistazo somero sobre la historia, así como su estudio más atento y más agudo, nos conduce siempre al innegable resultado de que el capitalismo no ha podido nunca crecer, en no importa que lugar, sino con una sociedad democrática: en la capa precisa de la sociedad que vivía la vida democrática, y la deseaba, y tenía necesidad de ella. Y para expandirse plena y completamente, para transformar todo en mercancías y renovar incesantemente la totalidad de las mercancías, necesita dar permanentemente al conjunto de la población una capacidad de elección de la cual él mismo haya fijado los términos. Debemos poder elegir entre dos diputados, puesto que se puede elegir entre dos mercancías equivalentes. Quien se acuerde del fascismo, que sepa cuánto el capitalismo de Estado está mal gestionado por la burocracia totalitaria del Este, o quien considere la atrofia permanente del desarrollo de la clase mercantil en el antiguo despotismo oriental, encontrará a contrario la prueba de este axioma.
Todos aquellos que no comprenden la necesidad de permanecer libres, sencillamente no tienen el gusto por serlo; y hay que renunciar a hacérselo sentir a esos espíritus mediocres que jamás han conocido ese gusto sublime. Los infranqueables límites que implica la libertad democrática son su propia salvaguardia, y es la realidad la que se los impone. Podemos, sin embargo, concluir que los pueblos han estado más interesados por las reformas concretas, puestas en práctica por el capitalismo democrático, que por la multitud de sermones a favor de una "libertad" abstracta y total; "libertad" que jamás nadie ha visto lo que pueda ser porque jamás se ha realizado. Se trata, pues, de entenderse en cuanto a la realidad efectiva de la democracia, sin aterrarse ni entusiasmarse por las monótonas ilusiones siempre renacientes sobre este particular. Nadie sensato pensaría en negar que la participación en la conducción política de la democracia, desde su admirable aparición en la historia, ha sido el territorio reservado de una clase de ricos mercaderes o propietarios, así en la Atenas del siglo quinto como en la Florencia del Trecento. Nada diferente vemos nosotros en el famoso año 1793, ni después -aparte del hecho de que la clase dominante está actualmente mucho peor servida por el personal, cada vez más numeroso, en el cual delega las tareas de administración política; y en ninguna otra parte tan escandalosamente como en Italia, donde esa domesticidad astuta e incompetente deja que el asado se queme al tiempo que sisa del bolsillo y los cajones de sus señores. En cuanto al otro aspecto destacable de las repúblicas democráticas, queremos decir los excesos, siempre renacientes, de las pretensiones infinitas de lo popular, constituyen nítidamente lo contrario de esa democracia; la prueba está en que siempre ha conducido sin demora a la ruina. Mas no estamos ya en ese momento de la historia del mundo en el que la democracia acabada, realizada en algunas ciudades podía sucumbir bajo los golpes de tales pretensiones sin obstaculizar el crecimiento general de un capitalismo aún generalmente resguardado por las relaciones sociales anteriores. El capitalismo se ha apropiado del mundo por su cuenta. El orden democrático debe ser defendido sin ánimo de retroceso, "no solamente con la pica, sino con el hacha", pues a la misma hora que él, sería el capitalismo el que sucumbiría definitivamente.
Espíritus y corazones desalentados, que, después de algunas decenas de años, habían tomado el fin de los desórdenes de una era por el fin de la era de los desórdenes, nos preguntarán quizá si es preciso resignarse a ver toda seguridad victoriosamente conquistada ser puesta en cuestión sin cesar, y si la crisis en la sociedad está, en consecuencia, llamada a durar por siempre. Responderemos fríamente que sí. Es preciso mirar a la cara a la más dura de las verdades, "la más verdadera de las causas", como diría Tucídides, de esta guerra social, fastidiosa pero inevitablemente permanente. Nuestro mundo no está hecho para los obreros ni para las otras capas de asalariados pobres que el razonamiento debe reducir en efecto a esa sencilla categoría de "proletariado". Pero nuestro mundo debe también ser, cada día, hecho para ellos, bajo nuestro mando. He aquí la contradicción fundamental con la que debemos vivir. Mantiene bajo la ceniza, incluso en los días más tranquilos, la llama que puede volver a encender todas las insaciables pasiones de las masas, y sus esperanzas sin medida y sin freno. He aquí por qué no tenemos nunca el derecho de abstenernos durante demasiado tiempo de ser inteligentes.

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