viernes, 15 de diciembre de 2006

FICCIONES. Rebeldía (por Diego L. Sanromán)

Máximo tiene la cabeza y la cara grandes y los ojos diminutos. De hecho, todos sus rasgos faciales se agolpan en un pequeño cuadrado imaginario de apenas cinco centímetros de lado. A veces pienso que esa nariz y esos ojos minúsculos estuviesen a punto de perderse por el sumidero de la boca. Si lo miro durante demasiado tiempo, experimento algo así como un vértigo angustiado: tengo miedo de que su rostro de repente desaparezca y quedé reducido a una superficie de piel lustrosa, enigmática y pálida. Cuando se emborracha, los ojillos se le achican hasta que no quedan sino dos grietas de carne semejantes a dos meatos melancólicos. Cuando nos emborrachamos, Máximo tiene ojos de polla y, en honor a la verdad, nos emborrachamos muy a menudo. Mi amistad con Máximo es una amistad heredada. Conozco a Máximo porque nuestros padres, ambos prestigiosos miembros de la comunidad médica de la ciudad, ya se conocían cuando niños y siguieron cultivando su camaradería siendo adultos. Y aunque nunca me he interesado por indagar en el asunto, es harto probable que nuestros padres a su vez recogiesen el legado de la amistad del abuelo de Máximo y de mi abuelo, y así sucesivamente y hasta remontarse saben los dioses cuándo. Ésta es una ciudad pequeña y parcelada en un rígido sistema de castas que, para bien y sobre todo para mal, aísla a unos grupos sociales de los demás y favorece su reproducción endogámica. Máximo y yo estábamos, pues, predestinados a encontrarnos. Sin embargo, tengo la sensación de que con nosotros habrá de romperse esa secular cadena de amistades y puede que incluso el estricto orden jerárquico que, según afirman nuestros próceres y nuestros manuales de historia, ha sido el soporte de la paz social en nuestra ciudad durante acaso milenios. Porque lo cierto es que tanto Máximo como yo mismo abandonamos la Facultad de Medicina antes de que concluyésemos el primer año, somos solteros convencidos y estamos empeñados en serlo hasta que dejemos de ser fértiles o hasta que la muerte se nos lleve y además nos emborrachamos –como ya dije- a menudo y, en la confusión de la borrachera, termina por nublársenos el sentido del decoro y desdibujársenos la conciencia de clase y acabamos por compartir la botella con el primer vagabundo que se nos cruza por la calle o con el primer obrero con el que entablamos conversación en cualquier tasca de los barrios populares. Para colmo de males, ambos tenemos muy mal vino. Así que cuando veo esos ojillos minúsculos hacerse aún más pequeños, cuando sus rasgos faciales empiezan a antojárseme los torpes trazos de una caricatura infantil, cuando a Máximo se le pone cara de polla y comienzo a temer que se me escape por el sumidero de su propia boca, entonces sé que la tormenta se aproxima.

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