La primera fue la profesora de música. Se encontró de frente, en medio de la clase inicial, con Marta que le decía ‘Vamos, repítelo’. ‘Di ahora lo del “fíjese” y ríete si te atreves’. La de música no dijo nada, temblaba apenas, los chicos echaron a correr y Marta disparó una de sus pistolas. Dos charquitos, uno de orina y el otro de sangre, se fundieron entre los muslos de Ana, profesora de música en el Instituto de Enseñanza Secundaria X desde hacía una docena de años. El miedo le había aflojado la vejiga. Aquel debía ser, sin embargo, un día tranquilo. Los viernes generalmente lo son, a pesar de la excitación de los chavales por la proximidad del fin de semana. Pero en el mundo de la enseñanza no valen las previsiones. Se lo digo yo, que llevo unos cuantos años en esto. Al parecer, Marta llegó un poco antes de lo normal, saludó a los bedeles –sonreía, cosa rara en ella- y se mantuvo con el abrigo puesto en la sala de profesores hasta que sonó el primer timbre. A cada ‘buenos días’ somnoliento respondía con un ‘buenos días’ consabido y una sonrisa desacostumbrada. Escuchó algunos chistes sin gracia mientras esperaba. Después se levantó, fue detrás de Ana y, cuando llegó a su clase, se desabotonó el abrigo. En estas fechas del año los muchachos acostumbran a explotar petardos, así que los tiros no alarmaron a nadie. Marta fue pasando por todas las aulas del primer piso, vaciando las clases de alumnos y el cargador en el cuerpo de sus queridos compañeros. Adriana, Jesús y Alfonso fueron los siguientes en la lista. Luego desde la cabina del conserje convocó urgentemente a todo el profesorado. Enviamos a los alumnos al patio y nos dirigimos al lugar de la convocatoria. Se formaron corros, había comentarios inquietos, nadie sabía a qué atenerse. Oímos tacones, el ruido de un peso que se deslizaba sobre las baldosas del pasillo que conduce a la sala de profesores. Al rato apareció Marta, profesora de Cultura Clásica del Instituto de Enseñanza Secundaria X desde hace más de quince años. Arrastraba por los cabellos lo que parecía el cadáver de Adriana y en la cintura de la falda plisada llevaba dos enormes pistolas negras. Otra en la mano. Nadie acertaría a decir de dónde las había sacado. Nada más llegar soltó la cabellera de Adriana –la cabeza cayó al suelo con un sonido de fruta podrida- y disparó contra Paco, el director. Nunca habría imaginado algo así. Su cráneo estalló como si portase una carga explosiva en el interior. Entonces fue todo confusión. La gente gritaba, se agitaba descontrolada, algunos –yo misma- nos quedamos congelados en nuestra incredulidad. Un tiro en el pecho de Andrés calmó a la concurrencia. ‘Callaos, coño’-aulló Marta. ‘Basta ya de teatro’. ‘No va a haber discursos ni justificaciones. Que cada cual se cuente el cuento que más le plazca’. Mirábamos extasiados lo que había sido la cabeza de Paco, ahora sin ojos, sin nariz, sin nada. Tan sólo una mandíbula riéndose estúpida de una broma incomprensible. ‘No se cuántas balas tengo, pero sí sé que tengo buena puntería. He entrenado. Así que no habrá fallos’. Tatiana, Alfonso, después Mauro. Esperábamos, como corderos en el degolladero, nuestro turno. Al final se oyó en un susurro ‘A mi señal, nos echamos sobre ella’. Dicho y hecho, Luis alzó la mano y nos arrojamos sobre Marta con una fiereza unánime y suicida. Aún cayeron dos más de los nuestros. Entre el desbarajuste de miembros agitados, una mano arrebató de la falda de Marta un arma, hundió el cañón en uno de sus pabellones auditivos y apretó el gatillo.
[Ilustración de Ángel Jové]
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