lunes, 29 de enero de 2007

FICCIONES. Vino del Rhin en Copas Verdes (por Diego L. Sanromán)


[FRAGMENTO]

Todas las razones tienen el mismo peso: son livianas como una ventosidad. E igual de apestosas. Las razones: es decir, los motivos por los que reventé a puñaladas a P. se me escapan. O para ser claros: ni me interesan ni me preocupan. Probablemente porque, como todos, el asesinato de P. no puede ser santificado por motivos racionales de ningún tipo. Pasó, eso es todo. No puede decirse que lo odiase. Ni lo amaba tampoco: su compañía podía ser una fastidiosa carga o un ameno complemento dependiendo del estado de mis tripas –soy un dispéptico incurable- o de la benevolencia del clima. (Mientras reflexiono, admiro la flexibilidad de M. orinando. En cuclillas, es un animal inocente. “Apuesto a que no serías capaz de alcanzarme”, la reto. Y ella ni siquiera se vuelve: sigue mirándose la entrepierna chorreante como si estuviese empeñada en licuar hasta la última partícula de su ser). Tampoco podría apelar al socorrido recurso de los celos –el sólo hecho de pensarlo hace que una carcajada me revolotee entre los dientes- ni a esa curiosidad malsana en desentrañar –literalmente- las honduras y el misterio último de la carne humana que los sabios de ahí afuera asimilan con ciertas psicopatologías. Disecar a P. como a un sapo muerto jamás estuvo entre mis propósitos; sé muy bien que no hay misterios. Cuán consolador resultaría igualmente considerar el acto como el eslabón de una cadena de acontecimientos ineluctables y mi mano asesina como el instrumento pasivo de una fuerza que escapase a mi control; reniego de mi responsabilidad, desde luego, pero no quiero consuelos. Estoy solo y me contradigo. (M. se levanta al fin. Un hilillo dorado se escurre todavía por la tersura de su muslo izquierdo). Pasó, ya digo, sin más: P. estaba ante mí y yo tenía un objeto en la mano cuya punta afilada resplandecía. Así que lo maté.


[Fotografía: Brassaï (1933)]

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