jueves, 22 de febrero de 2007

VOCES. Lautréamont en boca de otros: André Breton

Fueron los surrealistas los que descubrieron a Ducasse-Lautréamont para el siglo. Breton además lo consideró un soberbio humorista.



Habría que encontrar los colores de que se sirvió Lewis en El Monje para pintar la aparición del espíritu infernal bajo los rasgos de un admirable joven desnudo con las alas carmesíes, los miembros entrelazados en el orbe de los diamantes bajo un aliento antiguo de rosas, la estrella en la frente y la mirada teñida de una feroz melancolía, y de aquellos mediante los cuales Swinburne consiguió delimitar el verdadero aspecto del marqués de Sade: “En medio de toda esta ruidosa epopeya imperial, aparece llameante esa cabeza abatida, ese vasto pecho surcado de relámpagos, el hombre-falo, perfil augusto y cínico, mueca de titán terrorífico y sublime; se siente circular en esas páginas malditas como un estremecimiento infinito, y vibrar sobre esos labios quemados como un aliento de ideal tormentoso. Acercaos y oiréis palpitar en esta carroña enfangada y sangrienta las arterias del alma universal, venas henchidas de sangre divina. Esa cloaca está empedrada de azur…” Es preciso, decimos, reencontrar estos colores para situar en la atmósfera extra-literaria que le conviene y esto es poco decir, la figura deslumbrante de luz negra del conde de Lautréamont. A los ojos de algunos poetas de hoy, los Chants de Maldoror y Poésies brillan con un resplandor incomparable; son la expresión de una revelación total que parece ir más allá de las posibilidades humanas. Cuanto tiene de específico toda la vida moderna se encuentra repentinamente sublimado. Su escenario se desliza sobre los marcos de los antiguos soles que dejan ver pavimentos de zafiro, la lámpara con boca de plata, alada y sonriente, que se cierne sobre el Sena, las membranas verdes del espacio y los almacenes de rue Viviente, frente a la irradiación cristalina del centro de la tierra. Un ojo absolutamente virgen se mantiene al acecho del perfeccionamiento científico del mundo, va más allá del carácter conscientemente utilitario de este perfeccionamiento, le sitúa con todo el resto en la misma luz del apocalipsis. Apocalipsis definitivo esta obra en la que se pierden y se exaltan las grandes pulsiones instintivas al contacto con una caja de amianto que encierra un corazón al rojo vivo. Todo lo más audaz que, durante siglos, se piense y se emprenda, ha encontrado aquí una formulación anticipada en su ley mágica. El verbo, no ya el estilo, sufre con Lautréamont una crisis fundamental, marca un recomienzo. Acabaron los límites en los cuales las palabras podían relacionarse con las palabras, las cosas con las cosas. Un principio de mutación perpetua se ha apoderado tanto de objetos como de ideas, y tiende a su liberación total, lo que implica la del hombre. A este respecto, el lenguaje de Lautréamont es a la vez un disolvente y un plasma germinativo sin equivalentes.

Las palabras de locura, de prueba por lo absurdo, de máquina infernal que han sido empleadas exasperadamente a propósito de esta obra, demuestran perfectamente que la crítica no se ha acercado nunca a ella sin tener que firmar más tarde o más temprano su renuncia. Y es porque, llevada a escala humana, esta obra, que es la cita exacta de todas las interferencias mentales, inflinge un clima tropical a la sensibilidad. Leon Pierre-Quint, en su lucidísimo ensayo: Le Comte de Lautréamont et Dieu, ha descubierto, sin embargo, algunas de las más imperiosas características de aquel mensaje que sólo puede ser recibido con guantes de fuego: 1) siendo el “mal”, para Lautréamont (como para Hegel), la forma bajo la cual se presenta la fuerza motriz del desarrollo histórico, importa fortificarlo en su razón de ser, lo que no se puede hacer de mejor manera que basándolo en los deseos prohibidos, inherentes a la primitiva actividad sexual tal y como los manifiesta particularmente el sadismo; 2) la inspiración poética, en Lautréamont, se caracteriza por el producto de la ruptura entre el sentido común y la imaginación, ruptura consumada frecuentemente en favor de esta última y obtenida por una aceleración voluntaria y vertiginosa de la prestación verbal (Lautréamont habla del “desarrollo extremadamente rápido” de sus frases. Es sabido que el surrealismo parte de la sistematización de este medio de expresión); 3) la rebelión de Maldoror no sería por entero la Rebelión si tuviera que favorecer una forma de pensamiento en detrimento de otra; es necesario, pues, que con Poésies se destroce en su propio juego dialéctico.


El contraste flagrante que, desde el punto de vista moral, ofrecen ambas obras, carece de toda explicación. Pero, si se la busca más allá de lo que puede constituir su unidad, su identidad desde un punto de vista psicológico, se descubrirá que ésta descansa ante todo en el humor: las diversas operaciones que representan aquí la dimisión del pensamiento lógico, del pensamiento moral, posteriormente de dos nuevos pensamientos definidos por oposición a estos últimos, no se distinguen en definitiva de otro factor común: insistencia sobre la evidencia, llamamiento al caos de las comparaciones más osadas, torpedeo de lo solemne, remontaje al revés, o de través, de “pensamientos” o máximas celebres, etc.; todo aquello que el análisis revela sobre esos procedimientos en juego cede en interés a la representación infalible que Lautréamont nos ha llevado a forjarnos del humor tal como él lo considera, del humor llevado con él a su suprema fuerza y que nos somete físicamente, de la manera más total, a su ley.


*Texto extraído de la Antología del Humor Negro. Traducción de Joaquín Jordá (Editorial Anagrama).

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