LA EXPERIENCIA GENERAL DE MALDOROR
Durante un cierto número de años, los críticos en apariencia mejor informados sobre lo que puede ser el funcionamiento de una lucidez en el trabajo, como Rémy de Gourmont, han reconocido en Duchase una ausencia completa de lucidez. Actualmente, unos escritores, menos informados sobre las características de un espíritu lúcido, admiran en él para empezar la “clarividencia”, la “perspicacia”, la fuerza rara de un autor que no sólo sabe lo que dice, sino que al tiempo que lo dice se juzga, se comenta y se corrige: Roger Caillois. Pero otros, de acuerdo ciertamente con esta admiración, la justifican por razones totalmente opuestas, ven en Los Cantos el desquite de lo irracional, la afirmación fulgurante de fuerzas oscuras, la explosión volcánica de capas subterráneas incandescentes: Julien Gracq. Posiblemente sea necesario asombrarse de una obra en la cual un lector lúcido reconoce a la vez una despreciable, una admirable ausencia de lucidez y una creación admirablemente consciente y admirablemente ajena a la conciencia.
Los signos de escritura consciente abundan en Maldoror. No hay una sola frase, por larga y enredada que sea, que no esté dirigida por un sentido visiblemente razonable. No hay una estrofa en que la unión de las frases no esté lógicamente justificada. El lector más amigo de la simple razón encuentra todo lo que es necesario para seguir un texto que tiene todos los acuerdos de la sintaxis, sin falta, a los cuales hace corresponder con un pensamiento perfectamente seguro de sus sentimientos. Debemos creer, además, que si la burla introduce bien en el orden “supuesto” del lenguaje una discordancia desconcertante, hay sin embargo en esta ironía –e incluso cuando se convierte en un poder realmente fabuloso- una garantía de lucidez, pues burla que tacha y reniega de la frase en curso, es porque tiene conciencia de esta frase, de la cual ha apreciado todos los matices, pues los corrige y si esta corrección, al dislocar el pensamiento inicial, trae consigo un peligroso desequilibrio, la ironía, perfectamente consciente de esta desviación, capta las digresiones, las motiva profundamente y las reintroduce en el conjunto a título de sobresaltos intencionalmente irrazonables. Sí, la razón es sorprendentemente firme en Lautréamont y ningún lector razonable puede dudarlo. Pero justamente esta razón es tan fuerte, es de tal extensión que parece también abarcar todos los movimientos de la sinrazón y poder comprender las más extrañas fuerzas aberrantes, esas constelaciones subterráneas sobre las cuales se guía y que arrastra sin embargo con ella sin perderse y sin perderlas.
Si vemos en Lautréamont a un escritor cegado o iluminado únicamente por las fuerzas oscuras, es necesario entonces atribuir a esas fuerzas ignorantes la misma capacidad de escribir que al arte más reflexivo. No sólo quien avanza en la lectura de Maldoror encuentra siempre para apoyarse una intención significativa, el movimiento que lo arrastra coordinado por un sentido que, si no aparece todavía, está prometido, y se encuentra en medio de los escombros de las reglas tradicionales, las precauciones, las previsiones cuidadosas del lenguaje que sin duda sabe adónde va, si dice siempre lo que hace, si realiza siempre lo que promete, si totalmente desdeñoso de desconcertar demasiado fácilmente al lector, no deja enigma sin solución. La composición de Maldoror está a menudo envuelta en el misterio. No es raro que dicho desarrollo se interrumpa bruscamente –pero sin que sea interrumpida la continuidad del discurso- dejando lugar a otra escena, privada de todo vínculo con ese desarrollo. Sobre el tema: “Buscaba un alma que se me pareciera y no podía encontrarla”, semejante estrofa lanza una larga investigación metódica, que abandona de golpe para emprender un relato del naufragio, del océano, de la tempestad, y ese relato, totalmente ajeno al primer movimiento, nos conduce tan lejos que olvidamos hace tiempo de dónde veníamos, cuando en las últimas líneas, el escritor, reanudando el fin con el principio, deja aparecer el hilo conductor que jamás ha dejado. “Finalmente, había encontrado alguien que se me parecía.” Un gran número de estrofas detrás de su apariencia de desorden tienen la misma composición vigilante. No sabemos adónde vamos, nos perdemos en triste dédalos, pero el laberinto que nos pierde se revela exactamente construido para perdernos y para perdernos más aún, haciéndonos creer que nos hemos encontrado.
En un buen número de casos, visiblemente, Lautréamont transporta al estilo los procedimientos del misterio propios de las intrigas de las novelas populares y de las obras negras. Incluso su lenguaje se convierte en una misteriosa intriga, una acción maravillosamente combinada de novela policíaca, en la cual las oscuridades más fuertes son, en el momento preciso, puestas en claro, en donde los golpes de teatro son remplazados por las imágenes, los homicidios insólitos por las violencias del sarcasmo y en donde el culpable se confunde con el lector siempre tomado en falta. Esas intenciones estallan en el sexto libro, cuando Lautréamont desgrana, a la manera de Nerval, un rosario de bellas frases herméticas, que dilucida a continuación una por una, pero con una extraña desenvoltura que parece querer hacer planear una duda sobre el carácter de estos ejercicios, pues no vuelve a tomar sino al vuelo y apenas un equilibrio cuyo porvenir no le pertenece.
Extraído de Lautréamont y Sade (1963), FCE, México, 1990, traducción de Enrique Lombera, P. 110-114.
2 comentarios:
Gracias por este fragmento. Llevo mucho tiempo, diría años, buscando el libro, pero no hay manera. He encontrado transcrita la parte de Sade, pero realmente la que me interesa es la de Lautreamont. ¿Por casualidad sabrías dónde podría encontrar un ejemplar? Gracias.
Al parecer está descatalogado (http://www.casadellibro.com/libro-lautreamont-y-sade/2900000179462); tendrías que buscar en bibliotecas...
Un abrazo.
Publicar un comentario