lunes, 5 de marzo de 2007

FICCIONES. El Mirón Tuerto (por Diego L. Sanromán)




[Fragmento]




Jueves, 21 de febrero


Del otro lado de la mirilla alguien me observa. Hace unos segundos la mirilla era un punto de luz en la penumbra del descansillo y ahora ha desaparecido. Me incomoda ser escrutado así, estar en el otro extremo del microscopio: los insectos son los otros –me digo-, no yo. En cuanto recupero algo el aliento me identifico. No se inquieten, tranquilizo a mi observador. Sólo soy su vecino de abajo. Les traigo un pequeño regalo. La puerta se entreabre con suspicacia, dejando vislumbrar apenas medio rostro de mujer, ajado y pringoso de afeites baratos. Ah, es usté, dice una voz que me hace pensar en una oca, un ganso o algún ave semejante. Reconozco en su entonación el asco y la desconfianza, pero a pesar de todo termina por abrir la puerta de par en par. Me he permitido subirles un pequeño obsequio. Espero que no le importe. Y entonces le muestro la bolsa de plástico blanca, húmeda y pesada. Hace algunos días me encontré con su hijo en el portal. Con su hijo y con el perro de su hijo, aclaro. La mujer de la voz de pato continúa mirándome de arriba abajo y de abajo arriba, como si no tuviese claro en que reino biológico debería clasificar al ser que tiene delante. Le prometí entonces que le proporcionaría alguna golosina para el animal, y aquí me tiene. Con un graznido, la mujer me hace saber que sigue mi discurso. Le prometí a su hijo…Bien, el caso es que recientemente he recibido la visita de mi hermana, que aún vive en nuestro pueblo natal…Es un tanto despistada y no siempre recuerda que el de su hermano es un estómago harto delicado…Lo olvida, ¿sabe usted? y siempre viene cargada con toneladas de comida que después se echa desgraciada pero inevitablemente a perder…Esta vez se trata -¿ve usted?- de una deliciosa y generosa ración de casquería. Vuelvo a alzar la bolsa a la altura de las narices arrugadas de la vecina del quinto. A través del plástico se adivina el color cárdeno de un hígado de considerable tamaño y las formas retorcidas y grises de una porción de intestino. Son entresijos de cerdo.

Sentado en mi salón, junto a la planta de aloe que cada vez luce más lozana y jugosa, converso con el fantasma de Marta. ¿Quién, en su sano juicio, no está loco?, la interrogo y ella calla. La vida no me ha enseñado nada salvo una cosa –le digo filosófico y sentencioso-: todos somos monstruos y eso que las personas seguras de sí mismas llaman normalidad no es más que la más abyecta de las aberraciones. ¿Quién no guarda cadáveres en el armario? ¿O en el congelador? Marta adivina el poso de despedida que hay en mis palabras y menea comprensiva la cabeza en señal de aprobación. Luego no es más que una fotografía en negativo y después nada: ya ni siquiera una sombra en el rojo de la atardecida. De repente he olvidado hasta el aroma de su coño.

“Lo más penoso ha sido el trabajo preparatorio: desnudarlo, arrastrar el cuerpo hasta la cocina y después izarlo. Ahora Alberto cuelga de los tobillos cabeza abajo, con las piernas ligeramente entreabiertas y las puntas de los dedos de las manos rozando el suelo de la cocina. Es algo semejante a una crucifixión inversa. En el centro de todo, el bulto pesado de los genitales se destaca sobre la mancha oscura del vello púbico. Apuntan hacia la palangana desportillada que tiene debajo como un dardo de carne. Reprimo la náusea y pienso que al drenaje habrá de seguirle inmediatamente la castración. Se diría que Alberto se burla de mí con esa falsa erección inducida por la ley de la gravedad; si no me libro de ella en primer lugar, no me veo capaz de continuar con el despiece. El cuerpo se entrega al degüello con la mansedumbre de lo ya muerto. Cuando una de las palanganas se ha llenado, la sustituyo por la otra. Tengan en cuenta que un individuo adulto puede contener hasta seis litros de sangre y que las palanganas no son demasiado profundas. En cuanto se ha vaciado, lo emasculo con un tajo limpio y certero”.

Son las pocas líneas que he encontrado en una nota perlada de gotitas de sangre reseca que data de hace un par de días y que ahora incorporo a este diario caótico. Apuntes tomados al natural, por decirlo de alguna manera. Es curioso que obviase en mi descripción los siguientes pasos del proceso, como si la decapitación, el destripe y el despiece propiamente dicho del cuerpo de Alberto no tuviesen la misma relevancia simbólica que el desangramiento o la amputación de sus cojones. Después del tiempo transcurrido, sólo se me ocurre decir que había algo de insultante en aquel colgajo: como si Alberto aún se permitiera reírse en mi cara o retarme al último duelo de dos machos que se disputan la mejor hembra de la manada. Tan sólo espero que no le haya causado una indigestión al chucho de los vecinos del quinto. El resto de sus restos, si me permiten el juego de palabras algo bobo, colma el interior de mi frigorífico nuevo a la espera de que les asigne un destino a la altura de lo que el bueno de Alberto se merecía.
Fotografía: Joel-Peter Witkin (1999).

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