Tenía entendido que el inconsciente es indestructible. En algún lugar había leído que en lo más hondo somos inmortales y que, por ejemplo, resulta imposible soñar con la propia muerte. Es decir, uno puede, sin duda, imaginar toda la dramaturgia del acto final, el último rictus torcido, los relojes que se paran, el placer dulzón de saberse rodeado de plañideras, pero no hay modo alguno de experimentar lo que hay del otro lado, o si se quiere, de morirse realmente en sueños. Y se le antojaba que ésta era una desventaja cruel –otra más- para el ser humano. Haberse muerto, no digamos cada noche, pero sí de vez en cuando, en la constancia algo caótica de eso que llaman sueños recurrentes, habría tenido –pensaba- el valor de un entrenamiento en el salto a la tumba o de una suerte de memento mori que ayudaría a perderle el respeto a la calavera. Y a lo mejor, quién sabe –se decía en momentos de suave melancolía-, en uno de ésos ya no se despertaba y resultaba que estaba muerto y bien muerto. Ahora sí, para siempre y sin mayores contemplaciones. Se dice también que las noches de cena ligera no son propicias a las pesadillas y que facilitan un descanso vacío de imágenes inquietantes. Y es el caso que él siempre cenaba poco o nada y, aun así, dormía siempre agitado y con la cabeza repleta de ensoñaciones tan turbias como turbadoras. Aquella noche se vio encerrado en un compartimento de paredes metálicas y oscuras; poco a poco se fue dando cuenta de que no estaba solo: a su alrededor había media docena de seres ataviados con el uniforme de lo que pronto reconoció como propio de las fuerzas aerotransportadas del ejército. De un ejército cualquiera. O mejor: del Ejército de los Estados Unidos de Norteamérica. Eso es, en el sueño era un paracaidista USA que sobrevolaba en helicóptero una selva camboyana o vietnamita, no estaba seguro. Reconocía el sonido de las hélices sobre su cabeza, aunque nunca había volado en helicóptero, y percibía con nitidez los olores de la guerra que venían de abajo. Gasolina, árboles incendiados, reses en llamas, cadáveres carbonizados o en putrefacción. Observó a sus camaradas de armas y advirtió que, en lugar de cabezas y rostros humanos, bajo los cascos guerreros no había más que las caras de goma de seis crash test dummies. Les ofreció, a pesar de todo, un cigarrillo, como recordaba se hacía en las películas en situaciones semejantes. Ninguno se movió. Hubo de repente destellos en el cielo. Al retirar la mirada de sus compañeros descubrió que las paredes del aparato se interrumpían un poco más allá, a su izquierda, y que a través de dos puertas grandes y enfrentadas era posible distinguir las copas de los árboles, el cielo que comenzaba a nublarse y el fulgor de los disparos de las baterías antiaéreas. Se sentó en el borde de una de las aberturas, con los pies colgando sobre la selva, para admirar los fuegos de artificio. Fuck, this is REALLY beautiful!, exclamó con cierto deje tejano. Dio una calada fuerte y el humo del cigarrillo se fundió con el de la selva en llamas. Al rato arreciaron los disparos. Lenguas de fuego alargadas pasaban rozando los flancos del helicóptero, el rotor, las aspas. Uno de los proyectiles atravesó la máquina de parte a parte, muy cerca de su oreja derecha, pero sin causar daño alguno. Apagó el cigarrillo y esperó. Por fin algo golpeó lo que él suponía debía ser la cabina del aparato, que zozobró primero y después comenzó a precipitarse hacia los árboles. Sentía trepidar el helicóptero, oía como las ramas arañaban su pellejo de hierro. Poco antes de que se estrellase, alzó el pulgar en señal de aprobación a los demás tripulantes. Lo último fue el leve crujido de su cráneo partiéndose en dos.
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