martes, 10 de abril de 2007

FICCIONES. UNA PASIÓN SILENCIOSA COMO LA TUMBA (por Diego L. Sanromán)


[Fragmento]



[...] mi hijo, mi pequeño, no entiendo cómo pudo gritarme aquello, yo lo traje al mundo, sabe usté, no debió gritarme aquello, a una madre se le debe respeto aunque se haya convertido en un ser monstruoso al que todos repudian, los años fueron transcurriendo sin que nos diéramos apenas cuenta, al principio todavía manteníamos el contacto con la familia de mi difunto marido en Santander, pero poco a poco las relaciones fueron enfriándose y llegó un día en el que, sin saber cómo, ya no volvimos a vernos ni hablarnos nunca más, es curioso el modo en que la gente entra y sale de la vida de una, no hay catástrofes ni enfrentamientos ni grandes crisis, de repente aquellos a los que tanto habíamos querido y frecuentado dejan de estar ahí y ya no los echamos de menos, los encuentros se van espaciando, recurrimos a las excusas más fáciles y bobas para posponer las citas y finalmente acaban por evaporarse en el aire como fantasmas, años después, qué ironía, nos enteramos de que aún seguían vivos porque nos notifican su fallecimiento, pero para entonces los muertos no son tan ajenos como los que aparecen en los noticiarios de la televisión, es doloroso, inaguantable, ser una superviviente, ¿no le parece?, Dios o quien sea no debería permitir que asistiésemos a la desaparición de nuestro propio mundo, de lo que daba –como suele decirse- sentido a nuestra existencia, flash, un pase con la varita mágica y todo se volatiliza, y ya no queda nada ni nadie, conque los años fueron transcurriendo sin que apenas nos enterásemos, pasaron veranos sin Santander e inviernos sin cine, porque a mi pequeño vino poco a poco a suplantarlo un adolescente, un desconocido al que molestaba la simple presencia de su madre, el calor del cuarto en penumbras, el olor a mentol, entonces le gustaba que lo arropase y le diese un beso de buenas noches, tan pequeño, tan frágil y todo cariño, era lo único que en ocasiones me ayudaba a olvidar la ausencia del Padre y del Marido, pero aquel pequeño se fue, se murió también en cierto modo, alguien dejó a la puerta de mi casa a un joven macho insolente y extraviado, y en lugar de aquellos ojillos que me observaban con una ternura que era casi devoción ya no encontraba más que las miradas desafiantes de un extraño, odio y un asco insufrible, las mandíbulas bien apretadas, los adolescentes son así, durante unos pocos años es como si llevasen un demonio bajo el pellejo, después se pasa o no, porque los hay –sépalo usté- que no se recuperan de la herida de la adolescencia y la herida los mata o los deja tarados para los restos, en nuestro barrio había una mujer elegante y afable que también había enviudado joven, como yo, y que como yo tenía un hijo más o menos de la edad de mi pequeño, cuando el crío cumplió los quince o los dieciséis empezó a frecuentar a gente infrecuentable, drogas, pequeños robos, la cárcel y al final acabó con él una de esas plagas que son como la peste de nuestros días, la pobre mujer tuvo la mala fortuna de aguantar, de aguantarlo todo sin que una acierte muy bien a saber por qué o para qué, y ahora anda por ahí, apestosa, vieja y cubierta de harapos, deambulando por las calles del barrio como una sombra, mascullando palabras que sólo ella entiende, hablando tal vez con su hijo y su esposo muertos después de tanto tiempo, mi hijo, sin embargo, logró medio enderezar el rumbo y aunque no fue capaz de deshacerse del todo del demonio de la adolescencia, consiguió calmarlo y someterlo, sacar los estudios adelante mal que bien y convertirse en el hombre de provecho que hoy es, tan alto, tan apuesto, tan parecido a su padre, por eso no entiendo cómo pudo decirme lo que me dijo, llamarle una cosa así a su propia madre es una abominación, no soy buena, no he sido buena, lo reconozco, pero a una madre siempre se le debe un respeto, ¿no cree usté?, el deseo como una tempestad y los nervios como cuerdas que tirasen de nosotros y nos arrastrasen a la perdición, somos animales tan sucios, yo aún era una mujer joven y estaba sola y alguien había metido en mi propia casa a un macho adolescente lleno de vigor y de rabia, la vida nos somete a pruebas imposibles, corríjame si me equivoco, y rara vez salimos bien parados, primero son jugueteos inocentes, prolongación ingenua de las caricias infantiles, luego es como un estallido, como un latigazo de fuego en los costados, y se nos va la cabeza, se nos nublan los sentidos, como cantaban las coplistas de antes, en los pasillos de nuestra casa había una tensión eléctrica, cables candentes que sorteábamos a duras penas, la soledad, la tristeza y el deseo, agrios como leche podrida, entre tantos huecos, tengo un hueco negro en la memoria, la cabeza –como le dije al principio- ya no me funciona como antes, pero estoy segura de que algo indigno y sucio y terrible tuvo que ocurrir en aquella época, soy la mayor de las pecadoras, lo sé, pero también soy la que más sufre, no debió decirme lo que me dijo [...]

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