jueves, 12 de julio de 2007

RESIDUA / AGITPROV. HIPERIÓN, EL LIBERTARIO.

El texto que viene a continuación, como el dedicado a Leni Riefenstahl que publicamos hace algunos meses, ha sido rescatado de Cuarto de Derrota. Tiene su buena decena de años, pero puede que alguien sepa encontrarle algún interés.

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Hölderlin, ¿un revolucionario jacobino? ¿un liberal? ¿un reaccionario? Los ideólogos nazis hicieron de él un precursor de Schopenhauer y Nietzsche y, siguiendo esa línea, uno de los inspiradores principales de la Gran Revolución de Hitler y sus secuaces. Para ello hubo que limpiar la obra del poeta de todo aquello que conforme al ideario nazi echaba por tierra el mito de un Hölderlin anunciador de la cultura del Tercer Reich. Su simpatía por la causa de los revolucionarios franceses, su firme anti-autoritarismo y su confesa fe en los valores democráticos no habían de ser contemplados sino como caracteres secundarios, condicionados por el tiempo histórico, que en nada afectaban al núcleo profundo de la obra y el pensamiento del autor. La impostura nacional-socialista no necesita volver a ser refutada a estas alturas. O, al menos, no será éste el cometido del presente artículo.


Sí resulta, sin embargo, un asunto aún controvertido el determinar la auténtica filiación ideológico-política de Hölderlin. Anacleto Ferrer (P. 107), siguiendo a C. Prignitz, ha señalado acertadamente el error que constituye identificar al poeta con un jacobino. En términos rigurosos, los jacobinos fueron aquellos políticos del Club del mismo nombre que, tras la expulsión de los elementos moderados (fundamentalmente, el sector girondino), y apoyados por la Comuna y los sans-culottes, dirigieron la Revolución y la República en su fase terrorista. Enfrentada a la jacobina se encontrará la posición liberal. Los liberales, en efecto, defendieron la Revolución y la República, pero rechazaron el Terror como un degeneración de las ideas revolucionarias originales. Y parece más que probado que Hölderlin era un demócrata declarado, pero un jacobino tan sólo para una reacción poco dada a los matices y las gradaciones. En realidad, el poeta se sintió horrorizado por el Terror del año 93, y la subsiguiente represión de la Gironda hizo de él un anti-jacobino en sentido estricto, aunque nunca dejase de considerarse un revolucionario. Hölderlin sería, pues, según el análisis de Ferrer, un consumado liberal.


Sin embargo, existen a mi parecer elementos de juicio suficientes para rebatir semejante conclusión. En primer lugar, el recelo que Hölderlin siente ante el Estado va mucho más allá de la prédica liberal en favor del estado mínimo. Para Hölderlin, cuya norma será siempre la Naturaleza, el Estado es un sistema maquínico que se opone violentamente al orden armónico natural. Y aunque en ocasiones el poeta reconozca la dificultad o incluso la imposibilidad de sustituir tal orden en términos históricos y, en consecuencia, de liberarse completamente de la maquinaria estatal, jamás cambiará su negativa valoración del Estado. En segundo lugar, Hölderlin es un crítico radical de los nuevos modos de alienación generados por la recién nacida sociedad burguesa. Y, en este aspecto, puede ser considerado un precursor de la crítica socialista. Como indica Helena Cortés, Hölderlin reprocha a la nueva sociedad que no aproveche “el derrumbe de los estamentos para crear algo mejor, sino que cae en la especialización pequeña y estrecha del trabajo y en la pérdida total de sus sentido social y natural que hace que ese trabajo monótono y desvinculado convierta al hombre en una máquina que sólo sabe hacer una misma cosa y ya no es capaz de disfrutar de la belleza de la primavera” (P. 181). El modelo para enjuiciar la nueva sociedad burguesa no es otro que la Atenas de la época clásica. Y éste constituye un tercer aspecto que aleja a Hölderlin de las posiciones liberales al uso. Atenas es una comunidad de hombres libres fuertemente vinculados por lazos sagrados de socialidad. En cierto modo, el opuesto absoluto de la sociedad mercantil que contempla a los hombres como individuos, i.e. como átomos perfectamente intercambiables. Anti-estatismo, anti-burguesismo y republicanismo o democratismo radical son, a mi entender, rasgos esenciales del pensamiento político de Hölderlin. Todos ellos hacen de él, no un liberal, sino un libertario.


Para probar tal afirmación nos centraremos en este trabajo en el análisis de los componentes más explícitamente políticos de una de las más importantes obras de Hölderlin: Hiperión o el eremita en Grecia. Nos ocuparemos en concreto del estudio de tres hitos o momentos fundamentales en la narración, que, a mi ver, establecen a las claras cuáles eran las ideas básicas de Hölderlin sobre lo político. Éstos son: 1) El encuentro de Hiperión con el Bund der Nemesis; 2) su relación con Alabanda y su participación en la guerra de liberación griega frente a los turcos; y 3) su viaje a Atenas, en el que se traza la imagen de un Estado que ha encontrado una forma que se asemeja a la armonía natural. Me parece que dicho análisis basta para dejar establecida con nitidez la vinculación del poeta con una tradición libertaria que continuarían poco después Godwin o Shelley y que culminaría en los grandes pensadores anarquistas de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros decenios del XX.


1) En la séptima carta del Libro I, durante su estancia en Esmirna y tras su encuentro con Alabanda, Hiperión entra en conocimiento del denominado Bund der Nemesis. La descripción que de sus inquietantes miembros hace el poeta es memorable. La técnica y el estilo empleados recuerdan, en cierto modo, al de la literatura gótica; y los retratos de los conjurados se asemejan, salvando las distancias, a los que los autores conservadores y reaccionarios de la época hacían de revolucionarios e ilustrados.


“En aquel mismo momento entraron unos extranjeros en la habitación, extraños tipos, casi todos flacos y pálidos, al menos tal me lo parecieron a la luz de la luna, tranquilos, pero con algo en su aspecto que penetraba hasta el alma como una espada, y era como si estuviese delante de la omnisapiencia [...]” (P. 55).


El Bund es, en realidad, una alianza revolucionaria secreta cuyo único fin es limpiar la tierra, eliminar todo aquello que se opone al advenimiento del hombre nuevo. A Hiperión le impresiona particularmente un aspecto del carácter de sus miembros: “La calma de sus rasgos era la calma de un campo de batalla” (Ib.). Son hombres disciplinados y fríos que han logrado la completa aniquilación de la sensibilidad y el sentimiento dentro de sus almas. En cierto modo, no son sino medio-hombres o, aun menos: simples fragmentos humanos.




Los miembros del Bund son de un dogmatismo férreo. Se expresan con la altivez de quien sabe que nada a favor de la corriente histórica. Los nuevos tiempos en que la Idea resulte victoriosa llegarán seguro, sus rasgos están grabados en el corazón del Destino. Merced a una suerte de astucia del Ser, no hay nada que no colabore en su advenimiento:


“[...] todo está en nuestro favor, los sabios y los locos, los simples y los instruidos y todos los vicios y todas las virtudes de la barbarie y de la cultura están, aunque no a sueldo nuestro, sí a nuestro servicio, y colaboran ciegamente en la consecución de nuestros fines. Únicamente quisiéramos que alguien gozase con todo ello, por eso buscamos entre los miles de auxiliares ciegos a los mejores, para transformarlos en auxiliares videntes. Pero si nadie quiere habitar lo que nosotros construimos, no es culpa nuestra ni nos molesta. Hemos hecho lo que teníamos que hacer” (P. 57).


“Si nadie quiere habitar lo que nosotros construimos, no es culpa nuestra ni nos molesta”; la orientación mesiánica del Bund queda nítidamente expresada en esta frase. Se trata, en fin, de construir un mundo nuevo anegando en sangre, si es preciso, el viejo, y sin tener en cuenta ni el corazón ni la voluntad de los hombres. El corazón de los conspirados, por su parte, no es ya sino un reseco bagazo; y su voluntad está dominada por un motivo monomaniaco: la destrucción. Al propio tiempo, los miembros del Bund exhiben esa frialdad del revolucionario profesional que sabe que no vivirá para ver la revolución triunfante.


“No es que pretendamos cosechar”, añadió otro; “la paga nos llegaría demasiado tarde; tampoco para nosotros madurará la cosecha” (P. 56).


La idea tiene algo de titánico, de monstruoso. Es la aceptación estoica del propio destino del Lenin del Estado y la Revolución, que reconoce en el revolucionario a un simple instrumento de una fuerza superior, transhistórica. Y es que el surgimiento de la sociedad comunista exige –según afirma Ulianov- la aparición de toda una generación de hombres y mujeres que se hayan educado en “las condiciones sociales nuevas y libres” del socialismo. Lo que ofrece una imagen algo tétrica y desconsoladora, pues los pioneros de la Revolución no asistirán al advenimiento de la Nueva Sociedad. En cualquier caso, ningún revolucionario ruso habría aceptado la estrategia terrorista del Bund der Nemesis: son, al fin y al cabo, los pueblos los que hacen la historia; ellos, y no un puñado de conjurados de opereta, habrán de ser los protagonistas de la transformación radical de la sociedad.


Hiperión estalla, al fin, indignado: “¡Son unos impostores!”, gritaban todas las paredes a mi sensibilidad” (P. 58). Quienes creen ser los únicos agentes auténticos de la Revolución, no son en realidad más que unos traidores a lo que la Revolución tiene de más profundo y hermoso: la superación de la separación del hombre con respecto a la Naturaleza, del hombre y los dioses, y, en fin, de los hombres entre sí. Los miembros del Bund no son sino falsos apóstoles que, en nombre de la causa revolucionaria, lo único que hacen es extremar las nuevas formas de alienación. Son, en cierta manera, una transposición literaria de Robespierre y sus secuaces: han sacrificado todo en el altar de la diosa Razón. La imagen que emplea el propio Hölderlin es de una factura bellísima:


“La ira y el amor se habían desencadenado sobre aquel hombre y la razón brillaba sobre las ruinas del sentimiento como el ojo de un gavilán posado sobre palacios destruidos” (P. 55).




Hiperión se da cuenta enseguida de cuál es el carácter de los conspirados del Bund. Son hombres que sólo viven para sus fines políticos, carentes de sentimientos y de escrúpulos. Son además activistas de una sola pieza: han absolutizado sus acciones como fanáticos y actúan guiados por la simple pulsión a actuar. De revolucionarios, que aspiran a un Ideal, se han convertido en doctrinarios, para los cuales es indiferente si lo que construyen es habitado por alguien o no; poder actuar conforme a su doctrina es lo único que les importa.

El propio nombre de la Liga dice mucho acerca de la condición de estos revolucionarios. La Némesis es, a la vez, una divinidad y una abstracción. Personifica la Venganza divina, el poder encargado de suprimir toda desmesura. Es una concepción fundamental del espíritu helénico: todo cuanto sobresale de su condición, tanto en bien como en mal, se expone a las represalias de los dioses. Tiende a trastornar el orden del Universo, a poner en peligro el equilibrio universal; por eso debe castigarse si se quiere que el mundo siga tal como es (Ferrer, P. 189). Resulta, pues, de una ironía aterradora que quienes ni siquiera pueden ser considerados completamente hombres pretendan arrogarse un papel que sólo a los dioses compete.



2) Como ya mencionábamos más arriba, antes de su encuentro con el Bund, Hiperión conoce también en Esmirna a quien habrá de ser su amigo y compañero de armas en la guerra contra los turcos. La amistad se verá, sin embargo, pronto puesta en cuestión por las diferencias políticas entre ambos compañeros. Alabanda es un hombre de acción y un firme creyente en la simple revolución política; Hiperión, por el contrario, cree que las transformaciones han de ser más profundas e ir más allá del ámbito puramente político y, al propio tiempo, descree del potencial transformador de una acción que no opere sobre un suelo ya abonado por una nueva educación en el respeto a la sacralidad de la Naturaleza.



Las divergencias políticas entre ambos afloran con claridad en un viaje que los dos amigos realizan a la isla de Quíos:



“El dios que hay en nosotros –exclama Alabanda-, al que se le abre la infinitud como un camino, ¿debe estar quieto y esperar hasta que el gusano ceda el paso? ¡No, no! ¡No se os pregunta si queréis! ¡Vosotros, esclavos y bárbaros, no queréis nunca! Tampoco se pretende mejoraros, ¡no tendría sentido! ¡Sólo pretendemos ocuparnos de que no impidáis la marcha triunfal de la humanidad” (P. 50).



De este modo, Alabanda, en el entusiasmo por lograr su meta, quiere destruir lo viejo y apremiar la formación del hombre en una nueva espiritualidad mediante cambios políticos. Utilizando un lenguaje más actual, Alabanda estaría a favor de una Revolución desde arriba, empleando los aparatos del Estado en la destrucción de los enemigos del cambio revolucionario. A Hiperión-Hölderlin le horroriza una perspectiva semejante, y se expresa en libertario cuando afirma:



“Me parece que tú concedes demasiado poder al Estado. Éste no tiene derecho a exigir lo que no puede obtener por la fuerza. Y no se puede obtener por la fuerza lo que el amor y el espíritu dan. ¡Que no se le ocurra tocar eso o tomaremos sus leyes y las clavaremos en la picota! ¡Por el cielo!, no sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno” (P. 54).



El revolucionario Alabanda confía en el uso político de la fuerza (Gewalt), quiere cambiar al hombre subvirtiendo primero las instituciones estatales. Hiperión, educado, sin embargo, en la meta de la libertad y de la autonomía de pensamiento del hombre, se aleja de este estatismo; no cree que el poder coactivo de las leyes sea capaz de producir la renovación humana que sólo “el amor y el espíritu dan” (Ib.). Para Hiperión, el Estado no sino “el muro que rodea el jardín de las flores y frutos humanos”. La elección de la metáfora no es baladí; la imagen del muro evoca la idea de coacción, de restricción y violencia sobre la expresión de los seres humanos. Y en todo caso, señala con nitidez que la revolución ha de apuntar en una dirección distinta de la sugerida por Alabanda. El programa político –o metapolítico, si se prefiere- de Hölderlin aparece perfectamente resumido en una carta a su amigo Ebel, fechada el diez de enero de 1797:



“[...] Creo en una futura revolución de las ideas y modos de representación que hará enrojecer de vergüenza a todo lo anterior. Y Alemania tal vez pueda contribuir mucho a ello. Cuanto más tranquilo crece un Estado, tanto más excelente se vuelve, tanto más se piensa y se trabaja y existen grandes movimientos en los corazones de la juventud sin caer por ello en palabras huecas como en otro lugar. ¡Mucha formación y aun infinitamente más! ¡Materia formativa! Buen carácter y aplicación, corazón de niño y espíritu viril, son los elementos con los que se forma un pueblo destacado” (Cit en Ferrer, P. 143-4).



Esta actitud del saber-esperar está presente también en la novela. En efecto, en su discusión con Alabanda, Hiperión pone sus esperanzas en la nueva Iglesia que surgirá de entre las actuales formas manchadas y viejas. Para Hiperión se trata, pues, de una renovación total, política y espiritual. Y la realización de esta meta escapa a la acción de los hombres. Hiperión invoca a la lluvia del cielo; ella es la que volverá a traernos la “primavera de los pueblos” (P. 54). Dicha actitud se modificará con el tiempo. En la P. 133 (edición española), por ejemplo, reconoce la necesidad de la acción política: “La nueva liga de los espíritus no puede vivir en el aire, la sagrada teocracia de lo hermoso tiene que morar en un Estado libre, éste precisa de un lugar en la tierra, y este lugar se lo conquistaremos nosotros”. Lo que no cambia en ningún momento es su concepción del Estado.



Las diferencias entre los dos camaradas se hacen más ásperas cuando el Bund der Nemesis entra en escena. Es Alabanda quien presenta a sus miembros a Hiperión, e Hiperión acabará por identificar a éstos con su amigo. El encuentro propiciará la momentánea ruptura entre ambos. La actitud de Hiperión es de repliegue. Después de separarse de Alabanda, Hiperión vuelve a Tina, su patria, donde vive “muy tranquilo, con gran sencillez” (P. 64); ya no quiere mejorar a sus contemporáneos y se encapsula en la esfera individual.


Pero, conforme al juego dialéctico de alternancia entre desarrollo y repliegue (de órbitas excéntricas, como bien señala A. Ferrer), Hiperión se verá empujado más tarde a abandonar la esfera de lo privado por la necesidad de obrar. La guerra de la Grecia sometida contra el Turco invasor será vista por el personaje como una ocasión propicia para instaurar sobre la tierra la República de la Nueva Atenas. El resultado, empero, no será el deseado: Hiperión cae en el extremo opuesto, y pasa de la completa negación de la acción política a abandonarse a un activismo, sino ciego, sí al menos miope.


En su participación en la guerra, Hiperión separa la actuación política inmediata del anhelo de realización de metas ideales –medios, de fines-, con lo cual descuida lo que el mismo desarrolla teniendo en cuenta la historia de Atenas; su actuación no está bajo el signo de la antigua polis, que unió inseparablemente libertad política y cultura espiritual. Cuando Hiperión se dé cuenta, el mal ya estará hecho. “Nuestras gentes han saqueado y asesinado sin hacer distingos” –escribirá-; “era un proyecto extraordinario pretender fundar mi Elíseo con una banda de ladrones” (P. 159).


Antaño, al volverse Hiperión contra la hipervaloración de las posibilidades de lo político realizada por Alabanda, enfatizaba demasiado la incapacidad del hombre para desarrollarse actuando por su propia cuenta; su apuesta por un compromiso activo es, por tanto, un progreso en su forma de ver las cosas; un progreso relativo, no obstante, ya que Hiperión cae justo en el extremo opuesto, obviando la importancia del afán educativo en una nueva composición espiritual del ser humano, que ha de preparar y acompañar a la acción política. Una solución realmente equilibrada de este problema central sólo la conseguirá Hiperión cuando reconozca y haya superado el error tanto del apoliticismo a ultranza como la equivocación de pensar que la mera actividad política le basta para “fundar su Elíseo”.


3) Como decíamos más arriba, en Atenas Hiperión traza la imagen ideal de un Estado que ha encontrado una forma que se asemeja a la armonía natural. Hiperión confronta a la Grecia clásica con el terrible / sublime sistema religioso de Oriente –es decir, de Egipto- y con la enfermiza introversión del espíritu en Occidente, encarnación de la cultura europea moderna y del sistema kantiano en cuanto dominio del mero entendimiento y de la mera razón. El pueblo ateniense constituye, para Hölderlin-Hiperión, el paradigma de una evolución orgánica “libre de toda influencia violenta”. Su perfección se debe fundamentalmente a que su infancia se desarrolló sin la menor perturbación.


Atenas es, pues, el equilibrio, el bello término medio entre los extremos. Se opone, por un lado, al modelo egipcio, que Hiperión identifica con el despotismo. Y por otro, al Norte, que equivale al frío dominio de la ley, a “la justicia con forma legal”. “[...] El egipcio tiene, desde que está en el vientre de su madre, un impulso hacia la veneración y la idolatría; en el norte se cree demasiado poco en la pura y libre vida de la naturaleza como para no depender supersticiosamente de lo legal” (P. 114-5). Para Atenas, por el contrario, sólo es posible un orden en libertad que no limite en exceso a los individuos. “El ateniense no puede soportar lo arbitrario porque su naturaleza divina no admite ser importunada; no puede soportar la legalidad en todo porque tampoco siente que sea necesaria. Dracón no es lo más apropiado para él. Quiere ser tratado con dulzura y hace muy bien” (Ib.).


Con todo, Hiperión no vuelve sólo la vista atrás, al pasado republicano, transido de nostalgia; el suyo es un proyecto encarado al futuro. El concepto hölderliniano de renacimiento (Wiedergeburt) anuncia una revolución en su sentido original, la reapertura en un plano superior de un proceso estructuralmente análogo (Ferrer, 165). Al fin y al cabo, a lo que se aspira es a la “Atenas sin esclavos” que deseara Adorno.


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BIBLIOGRAFÍA BÁSICA



HÖLDERLIN Friedrich, Ensayos, Hiperión, Madrid, 1997 (Cuarta edición). Traducción, presentación y notas de Felipe Martínez Marzoa.
HÖLDERLIN Friedrich, Hiperión o el eremita en Grecia, Hiperión, Madrid, 1998 (17ª edición). Traducción y prólogo de Jesús Munárriz.
CORTÉS Helena, Claves para una lectura de Hiperión: filosofía, política, ética y estética en Hölderlin, Hiperión, Madrid, 1996.
FERNÁNDEZ BUEY Francisco, Marx leyendo a Hölderlin, Episteme, Valencia, 1995.
FERRER Anacleto, La reflexión del eremita: razón, revolución y poesía en el Hiperión de Hölderlin, Hiperión, Madrid, 1993.
LENIN V. I., El Estado y la Revolución, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1975.
MAS Salvador, Hölderlin y los griegos, La Balsa de la Medusa / Visor, Madrid, 1999.







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