sábado, 22 de septiembre de 2007

FICCIONES. EL ÚLTIMO VERANO EN MADAGASCAR.

Fragmento
Déjenme ahora que haga las primeras presentaciones. Esa joven rubia de aspecto inequívocamente nórdico que se afana en la cocina de esta vieja casa de alquiler de la rue Prosper, a pocos pasos de la Catedral de San Andrés, en el corazón mismo de una añeja ciudad del sur de Francia a la que los antiguos dieron el nombre de Burdigala, es Dörthe. Omitiremos su apellido o patronímico, así como su origen, con el fin de salvaguardar –como suele decirse en estos casos- su identidad real o cuando menos de forzar en el lector el recurso a la imaginación y al razonamiento deductivo.

Visitar la casa no nos llevará mucho tiempo, conque abandonemos por un instante a la joven cocinera y centrémonos brevemente en el decorado. La pieza principal es un híbrido de recibidor, salón-comedor, cuarto-de-estar y cocina; todo muy pequeño y manejable, fácil y rápido de limpiar y sin complicaciones. Al fondo, a la izquierda de la puerta que permite el acceso desde la calle y justo detrás de una mesa ya preparada para la cena, puede verse otra puerta que conduce al dormitorio. Y en el dormitorio, escaso y austero, en armonía con el resto de la vivienda, una cama de matrimonio sin hacer, un armario empotrado y una silla con asiento de mimbre que soporta a duras penas una pila de ropa recién planchada. La estancia no tiene ventanas ni otras aberturas que no sean la puerta que acabamos de atravesar y aquella otra que da paso a un cuarto de baño en el que se amontonan lavabo, ducha y retrete. En fin, sin duda Van Gogh o cualquier otro genio igualmente inspirado habría sabido transformar semejante covacha en una obra de arte imperecedera, pero es ésta una tarea que –lamento defraudarles de nuevo-se encuentra muy por encima de la competencia de este humilde narrador.


Hacía tan sólo un par de semanas que me había mudado, invitado por Dörthe. Hasta aquel momento, había estado alojándome en un apartahotel de la zona de Talence, lo que afectaba seriamente a mi vida social, habida cuenta de que no disponía de coche y el servicio de autobuses que me llevaba de vuelta a casa se interrumpía durante la noche. Talence había sido mi segundo lugar de residencia en Burdeos. Los primeros días los había pasado en uno de los hoteles que se alzan frente a la estación del ferrocarril, en una habitación triste y desgastada que parecía haber quedado detenida en la década de los cincuenta. Allí me sentía como un desertor sin patria y era estúpidamente feliz. Las cosas habían cambiado un tanto desde entonces, pero tampoco tenía motivos para quejarme. A pesar de las estrecheces, el apartamento de la calle Prosper no era demasiado incómodo y a Dörthe y a mí nos habían bastado aquellas dos semanas para acostumbrarnos al aburrimiento mutuo.


- ¿Qué tal todo? ¿Has estado en la Jean Moulin? – era una frase con la que Dörthe iniciaba a menudo nuestras escenas de insípida cotidianidad conyugal.

No hablaba español, así que solíamos comunicarnos en francés, inglés o alemán. El idioma que Dörthe emplease era un buen indicio de su estado de ánimo. Lo habitual era que nos comunicásemos en francés; el inglés era un simple recurso informativo que utilizábamos cuando a ella o a mí nos faltaban los términos equivalentes en francés o alemán, su lengua materna. El uso del alemán anunciaba tormenta.

- Bitte?

Dörthe tradujo su interrogatorio al francés.

- Sí. Pero sobre todo en la Biblioteca. Aunque no he sido capaz de avanzar gran cosa.




Lo cierto era que me había pasado todo el día sin hacer nada. A primera hora me sentaba en alguna cafetería frente a la catedral para tomar un café mientras leía el Libération, después caminaba a la deriva durante un par de horas, bebía, visitaba las librerías de viejo, comía alguna cosa y seguía bebiendo. La rutina duraba ya semanas, y al llegar a casa, mentía como un pequeño oficinista al que su mujer hubiera encontrado manchas de carmín en el cuello de la camisa. Pero era imposible que Dörthe no estuviese enterada del fraude. El pestazo a vino y el hecho de que rara vez trajese al hogar documentos que dieran fe de los progresos de mi investigación eran pruebas más que suficientes de mi culpable condición de ocioso. Y aun así, y sin que yo acertara a adivinar por qué, la representación se repetía un día tras otro.

Dörthe llevó una cacerola humeante hasta la mesa. Se suponía que éramos una pareja moderna, abierta, dialogante, en la que las tareas domésticas se repartían de forma ecuánime y sin tener en consideración cuestiones de género. Pero, en la práctica, Dörthe se ocupaba del grueso de las labores del hogar. Yo pretextaba razones de horario para librarme del trabajo. Conforme a la mentira oficial, mis investigaciones exigían una dedicación mayor que sus estudios, y a Dörthe, toda abnegación, no le importaba ocuparse de la casa en aras del avance del conocimiento y el renacer de las letras europeas. Curioso y paradójico resultado: la psicóloga radical-feminista, lacaniana y germánica para mayor bochorno, y el gauchiste poltrón habían terminado por reproducir, sin proponérselo, los consabidos roles tradicionales. Bien es verdad que Dörthe, por otro lado, había logrado vencer las insuficiencias de su origen [cultural] y se había transformado en poco tiempo en una cocinera notable, mientras que era preferible que, en bien de nuestra salud, yo me mantuviese alejado de las sartenes y los fogones y, en todo caso, limitase mis aportaciones culinarias al inocente aliño de las ensaladas.

- Me encontré con tu amigo Cédric. Salía del Cercle Européen d’Aquitaine, ya sabes...

Cédric era un antiguo compañero de trago, esteta, fascista y aprendiz de literato (Dörthe lo odiaba), y el Círculo Europeo una de las principales fuentes de producción de la extrema derecha intelectual de la ciudad.



- ¿Y?
- Me preguntó por ti. “¿Qué es de ese español piojoso?”, me dice. “¿Sigue dándole a la pluma o por fin se ha dado cuenta de que lo de ensuciar folios no es cosa suya?”.
- Cédric, siempre encantador...
- Al parecer, hace tiempo que no te ve y se pregunta por qué. Me habló de una fiesta que va a celebrarse la semana próxima. La inauguración de un piso o algo así. Estará llena de estudiantes extranjeros y mucha comida y bebida gratis.
- No me apetece rodearme de críos borrachos, la verdad. Aunque lo de la bebida gratis resulta tentador.
- También irán algunos de nuestros conocidos, según me comentó. Puede ser divertido. Últimamente no salimos nunca. Juntos, quiero decir.
- No sé. ¿Te dijo qué día?
- El miércoles. ¿Te apetece que ponga la tele?
- Preferiría que no. Pero enchúfala, si quieres.
- No. Está bien así.

Descorché el vino mientras Dörthe servía la comida. Nada pretencioso: un tinto joven de la ribera del Ródano. Las economías no daban para mucho más, todo hay que decirlo, y además le tenía un particular afecto a aquel vinillo. Me había aficionado a él durante mi época de Talence. Entonces siempre comenzaba el día con lo que llamaba mi desayuno de cabrero: queso Viejo Ámsterdam rociado con ese mismo Beaujolais que bebíamos ahora. Desconozco si la combinación hubiera escandalizado a un gourmet ortodoxo, pero para mí era un manjar difícilmente igualable que me llenaba de vigor y un punto de alegría para sobrellevar el resto de la jornada. Comimos en silencio durante casi toda la cena.

- Creo que he abortado un intento de robo.
- Quoi?
- Nada, una tontería que acaba de venírseme a la cabeza. Estuve en La Machine y compré esos libros. Había una chica que me llamó la atención...
- Ya. Como casi todas.
- No, en serio. Lo que me llamó la atención fue que iba demasiado arropada para el tiempo que hace. Y ahora se me ocurre que el abrigo no debía ser más que un escondite para la mercancía robada. En todo caso, tenía un gusto literario pésimo...
- Fascinante. Por cierto, agradecería que dejases de llenarme la casa con tus puñeteros libros[1]. Apenas tenemos sitio para nosotros.



[1] La expresión exacta, si mal no recuerdo, fue: putain de bouquins. Feo ripio.
[Fotografías: Eugène Atget]

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