Madrid. Apuntes del natural.
En el Metro. Es uno de esos trenes de la línea 8 ó 9, no sé, un número grande, de extrarradio, de esos que organizan a los viajeros en cuartetos involuntarios. Entre las hileras de asientos de los otros hay su buen metro de distancia; aquí, sin embargo, se nos impone una intimidad ajena e incómoda. Entra una pareja cargada de maletas. Me repliego para permitirles pasar y que ocupen dos sitios enfrentados. Se les ve gente de bien, transpiran seguridad y confianza en el buen orden del mundo. Ella será madre en breve; él es de esos que ni se afeitan ni se dejan barba, pero consigue mantener un aspecto pulcro en cualquier momento del día. Profesiones liberales, que se decía antaño. “Lo que sí tengo claro es que hablará alemán” “¿Te has fijado en las instalaciones deportivas?” Arrugo las sienes, intento concentrarme en lo que iba leyendo, pero no lo consigo. Sus voces se imponen. Hablan de colegios privados, de los idiomas que aprenderá su retoño, de enviarlo a los Estados Unidos durante los veranos. Le construyen un futuro a su nene; se construyen un nene a la medida de sus apestosas aspiraciones. Al parecer, tienen previsto hasta el más mínimo detalle: así que el niño o lo que sea nacerá muerto. Un par de minutos bastan para que me canse del apretado programa que le espera a la pobre criatura. Me levanto y me largo; me da por el culo que un par de gilipollas me interrumpa la lectura.
En el Metro. Es uno de esos trenes de la línea 8 ó 9, no sé, un número grande, de extrarradio, de esos que organizan a los viajeros en cuartetos involuntarios. Entre las hileras de asientos de los otros hay su buen metro de distancia; aquí, sin embargo, se nos impone una intimidad ajena e incómoda. Entra una pareja cargada de maletas. Me repliego para permitirles pasar y que ocupen dos sitios enfrentados. Se les ve gente de bien, transpiran seguridad y confianza en el buen orden del mundo. Ella será madre en breve; él es de esos que ni se afeitan ni se dejan barba, pero consigue mantener un aspecto pulcro en cualquier momento del día. Profesiones liberales, que se decía antaño. “Lo que sí tengo claro es que hablará alemán” “¿Te has fijado en las instalaciones deportivas?” Arrugo las sienes, intento concentrarme en lo que iba leyendo, pero no lo consigo. Sus voces se imponen. Hablan de colegios privados, de los idiomas que aprenderá su retoño, de enviarlo a los Estados Unidos durante los veranos. Le construyen un futuro a su nene; se construyen un nene a la medida de sus apestosas aspiraciones. Al parecer, tienen previsto hasta el más mínimo detalle: así que el niño o lo que sea nacerá muerto. Un par de minutos bastan para que me canse del apretado programa que le espera a la pobre criatura. Me levanto y me largo; me da por el culo que un par de gilipollas me interrumpa la lectura.
En el barrio. Siempre que paso por el viejo barrio tengo la sensación de caminar entre fantasmas. Lo encuentro todo desgastado, sucio. Es un barrio en blanco y negro, o virado al selenio, según le dé la luz. Entre los ancianos, a veces se arrastra algún superviviente del genocidio de los ochenta. La heroína dejó lisiados, ciegos, flipados irrecuperables. Zombies inofensivos que a veces limosnean a la puerta de los chinos. Y eso que nuestro barrio no debió de ser de los más afectados.
Del otro lado del río ya no llegan los aromas de lúpulo y cebada de cuando era niño y, según tengo entendido, en breve nos quitarán también el Vicente Calderón. La fábrica de Mahou y el Estadio del Atleti fueron los dos hitos arquitectónicos de nuestra educación sentimental. Nietzsche decía que la cerveza y el cristianismo eran los dos grandes narcóticos europeos, pero es que, en sus tiempos, el fútbol todavía no había llegado a imponerse como religión sustitutiva. Aunque ahora que lo pienso, ya ni siquiera tiene sentido hablar de ‘el otro lado del río’, porque hasta el miserable Manzanares ha desaparecido tras el bombardeo de la zona por las tropas mestizas del general Gallardón.
Recuerdo que por entonces íbamos a cazar lagartijas bajo los arcos del Puente de Toledo y a recolectar tubos de ensayo en los cubos de basura de un laboratorio cercano. Era la época en que el río apestaba con saña. En una ocasión, un amigo metió una de las lagartijas en uno de los tubos y la dejó allí, durante días, sin comer. No sé qué demonios harían en aquel laboratorio, pero el caso es que el bicho acabó hinchado como un zeppelín. Después se murió.
Leo que Raymond Chandler escribió en una ocasión: “To write about a place you have to love it or to hate it or do both by turns…”. A mí, a veces, me pone triste el viejo barrio. Si supiera, le compondría un tango.
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