El día 17 de julio del año 1793, IV de la República francesa, es guillotinada Charlotte Corday, la asesina de Marat. Conforme al testimonio de algunos de los que asisten a la ejecución, la cabeza decapitada de la joven se sonroja cuando el verdugo le propina un bofetón al tiempo que la muestra, sangrante, al pueblo-espectador. La veracidad de la anécdota se convierte enseguida en centro de una sabrosa discusión, en la que se entremezclan cuestiones de orden fisiológico, moral y jurídico.
¿Qué es el dolor? ¿Qué o quién siente dolor? ¿El invento del doctor Guillotin es aberrante por la intensidad del dolor que inflige en sus víctimas? ¿O hay otros motivos mejor fundados? ¿No será acaso la decapitación mediante la guillotina la forma más humanitaria en que puede aplicarse la pena capital? ¿Es inevitable la aplicación de dicha pena? ¿Cumple, en efecto, con la función que le asignan sus valedores?
El Siglo de las Luces es el siglo de la Revolución, y también el siglo del desarrollo de la cirugía y de la higiene pública, el siglo de la aparición de la clínica moderna (1). Las figuras del médico, del cirujano y del higienista tienden a confluir y se convierten en un referente científico y de legitimación política de primer orden. Su discurso es determinante, por ejemplo, en la adopción de la guillotina como método de ejecución por parte de la Asamblea revolucionaria en el año 1792 (2). Guillotin, Louis o Cabanis eran médicos, y no por casualidad.
Maia Ediciones (3) publica ahora una magnífica versión en castellano de la Nota sobre el Suplicio de la Guillotina del doctor Pierre-Jean-Georges Cabanis. En este breve pero denso texto, el médico se enfrenta a aquellos que quieren asentar el mito de la cabeza sintiente en la razón científica. Eminencias de la época como Samuel T. von Soemmering o Jean Sue defienden la idea de que “las cabezas separadas de sus cuerpos son capaces de sentir enormes dolores”; el primero señala incluso que, al ser la cabeza la residencia natural del alma, el dolor es aún más intenso cuando aquélla se separa del cuerpo; y el segundo, que “un hombre cortado en pedazos siente dolor en cada uno de ellos”.
¿Qué es el dolor? ¿Qué o quién siente dolor? ¿El invento del doctor Guillotin es aberrante por la intensidad del dolor que inflige en sus víctimas? ¿O hay otros motivos mejor fundados? ¿No será acaso la decapitación mediante la guillotina la forma más humanitaria en que puede aplicarse la pena capital? ¿Es inevitable la aplicación de dicha pena? ¿Cumple, en efecto, con la función que le asignan sus valedores?
El Siglo de las Luces es el siglo de la Revolución, y también el siglo del desarrollo de la cirugía y de la higiene pública, el siglo de la aparición de la clínica moderna (1). Las figuras del médico, del cirujano y del higienista tienden a confluir y se convierten en un referente científico y de legitimación política de primer orden. Su discurso es determinante, por ejemplo, en la adopción de la guillotina como método de ejecución por parte de la Asamblea revolucionaria en el año 1792 (2). Guillotin, Louis o Cabanis eran médicos, y no por casualidad.
Maia Ediciones (3) publica ahora una magnífica versión en castellano de la Nota sobre el Suplicio de la Guillotina del doctor Pierre-Jean-Georges Cabanis. En este breve pero denso texto, el médico se enfrenta a aquellos que quieren asentar el mito de la cabeza sintiente en la razón científica. Eminencias de la época como Samuel T. von Soemmering o Jean Sue defienden la idea de que “las cabezas separadas de sus cuerpos son capaces de sentir enormes dolores”; el primero señala incluso que, al ser la cabeza la residencia natural del alma, el dolor es aún más intenso cuando aquélla se separa del cuerpo; y el segundo, que “un hombre cortado en pedazos siente dolor en cada uno de ellos”.
Téngase en cuenta que la implantación de la guillotina como pena capital se había fundado en la humanidad del método. La guillotina era, en primer lugar, una concreción del ideal revolucionario de Igualdad: un medio de ejecución que, hasta ese momento, se había reservado para nobles y clérigos en cierto modo se democratizaba. Pero además, y lo que es más importante, respondía a los imperativos de modernización –i. e. de humanización y racionalización- del sistema penal establecidos por Beccaria pocos años antes. Se trataba, en realidad, de impactar en la opinión pública y, al mismo tiempo, de evitar el sufrimiento del verdugo, del reo y de sus familiares. Como el propio Marat había propuesto en 1777, el aparato de suplicio “debía ser aterrador, pero la muerte dulce”.
Los argumentos de Soemmering, Olsen y Sue pretendían apoyarse, pues, en las mismas razones que habían servido para defender las virtudes de la sainte Guillotine. Si la máquina produce dolor en el ajusticiado, y además un dolor que en nada desmerece de los sufridos por los ejecutados por el Antiguo Régimen, entonces queda invalidada como instrumento de progreso. Cabanis, sin embargo, anula con elegancia las argumentaciones de sus colegas fisiólogos. “Basta un poco de reflexión –advierte- sobre las leyes de la economía animal para darse cuenta de que se ha partido aquí de un principio falso”. Soemmering y compañía se equivocan al considerar el movimiento orgánico o muscular como un indicio inequívoco de la sensación y el dolor. “Un hombre guillotinado –escribe- no sufre ni en los miembros ni en la cabeza; su muerte es rápida como el golpe que recibe; y si bien en los músculos de los brazos, de las piernas y de la cara pueden verse algunos movimientos […], éstos no demuestran que haya dolor ni sensibilidad, pues dependen únicamente de un resto de facultad vital que la muerte del individuo, la destrucción del yo, no aniquila de modo inmediato en esos músculos ni en sus nervios”.
Y sin embargo, hay motivos para combatir la guillotina. La muerte que la máquina produce es dulce, conforme a los propósitos de Guillotin, Louis y, como hemos visto, también de Marat. Pero ¿es lo bastante aterradora? ¿Sirve eficazmente, como quería Saint-Just, al fin de forjar una conciencia pública? La respuesta de Cabanis es negativa. Si se quiere que la máquina decapitadora cumpla su función es necesario que su uso se haga “más raro y difícil”, pues un empleo excesivo hace que el pueblo se acostumbre “a la visión de la sangre”. Por otro lado –continúa Cabanis-, el valor de la guillotina como espectáculo ejemplificante también deja bastante que desear: “Los espectadores –lamenta- no ven nada, no hay ninguna tragedia para ellos, no tienen tiempo de sentirse conmovidos”. La escenificación es pobre y, paradójicamente, recuerda demasiado a los tiempos oscuros del Régimen anterior.
Y lo curioso es que la conclusión del doctor Cabanis, como la del Robespierre de 1791, es de signo abolicionista: “Si los fisiólogos a los que yo combato –afirma- consiguen sustituir la guillotina por un tipo de muerte igual de dulce, pero más imponente, más capaz de impresionar a los espectadores, y que guarde mejor en el condenado el respeto que siempre se le debe a un hombre, bendeciré sus esfuerzos; a pesar de que, bajo cualquier otro punto de vista, creo que se equivocan. Y bendeciré sobre todo a nuestros legisladores cuando consideren poder abolir una pena que siempre he considerado un gran crimen social y que, en cambio, según creo, jamás ha prevenido ninguno”.
(1) Véase Breve historia de la medicina, José María López Piñero, Alianza Editorial, 2000, pp. 122 y ss.
Los argumentos de Soemmering, Olsen y Sue pretendían apoyarse, pues, en las mismas razones que habían servido para defender las virtudes de la sainte Guillotine. Si la máquina produce dolor en el ajusticiado, y además un dolor que en nada desmerece de los sufridos por los ejecutados por el Antiguo Régimen, entonces queda invalidada como instrumento de progreso. Cabanis, sin embargo, anula con elegancia las argumentaciones de sus colegas fisiólogos. “Basta un poco de reflexión –advierte- sobre las leyes de la economía animal para darse cuenta de que se ha partido aquí de un principio falso”. Soemmering y compañía se equivocan al considerar el movimiento orgánico o muscular como un indicio inequívoco de la sensación y el dolor. “Un hombre guillotinado –escribe- no sufre ni en los miembros ni en la cabeza; su muerte es rápida como el golpe que recibe; y si bien en los músculos de los brazos, de las piernas y de la cara pueden verse algunos movimientos […], éstos no demuestran que haya dolor ni sensibilidad, pues dependen únicamente de un resto de facultad vital que la muerte del individuo, la destrucción del yo, no aniquila de modo inmediato en esos músculos ni en sus nervios”.
Y sin embargo, hay motivos para combatir la guillotina. La muerte que la máquina produce es dulce, conforme a los propósitos de Guillotin, Louis y, como hemos visto, también de Marat. Pero ¿es lo bastante aterradora? ¿Sirve eficazmente, como quería Saint-Just, al fin de forjar una conciencia pública? La respuesta de Cabanis es negativa. Si se quiere que la máquina decapitadora cumpla su función es necesario que su uso se haga “más raro y difícil”, pues un empleo excesivo hace que el pueblo se acostumbre “a la visión de la sangre”. Por otro lado –continúa Cabanis-, el valor de la guillotina como espectáculo ejemplificante también deja bastante que desear: “Los espectadores –lamenta- no ven nada, no hay ninguna tragedia para ellos, no tienen tiempo de sentirse conmovidos”. La escenificación es pobre y, paradójicamente, recuerda demasiado a los tiempos oscuros del Régimen anterior.
Y lo curioso es que la conclusión del doctor Cabanis, como la del Robespierre de 1791, es de signo abolicionista: “Si los fisiólogos a los que yo combato –afirma- consiguen sustituir la guillotina por un tipo de muerte igual de dulce, pero más imponente, más capaz de impresionar a los espectadores, y que guarde mejor en el condenado el respeto que siempre se le debe a un hombre, bendeciré sus esfuerzos; a pesar de que, bajo cualquier otro punto de vista, creo que se equivocan. Y bendeciré sobre todo a nuestros legisladores cuando consideren poder abolir una pena que siempre he considerado un gran crimen social y que, en cambio, según creo, jamás ha prevenido ninguno”.
(1) Véase Breve historia de la medicina, José María López Piñero, Alianza Editorial, 2000, pp. 122 y ss.
(2) Daniel Arasse, La guillotine et l’immaginaire de la Terreur, Flammarion, Paris, 1987.
(3) No he podido conseguir información con respecto a esta –para mí- nueva editorial. La dirección digital que aparece en la página legal del libro –www.maiaediciones.com- está inactiva. Lo que sí puedo decir es que habrá que hacerle un seguimiento. Los libros con los que se ha lanzado al mercado son –como poco- interesantes. Entre ellos se encuentra Un Resumen Completo de El Capital de Marx de Diego Guerrero, que acaban de regalarme y del que hablaré en otra ocasión.
2 comentarios:
Dan ganas de leerlo. Da la impresión de ser una interpretación muy similar, en términos generales, a la que hace De Maistre de la relación del iluminismo con la guillotina, que seguro conocés. Una interpretación que se está haciendo bastante común o tal vez sea que soy yo que últimamente se la va encontrando acá y allá.
...
Gramsci "volvió" al redil:
http://criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=17286
(Sí, me fui al carajo, pero es casi una voltereta humorada y literal de tu libro).
Esta política católica de sumar muertos ilustres la ha padecido también el bueno de Borges.
Foucault ha dicho que las penas capitales no son para los reos, sino para todos los que miran la ejecución, porque el espanto puede producir la negativa a delinquir.
De allí se ha pasado por varios estadíos hasta llegar a las contemporáneas cárceles que inflingen a los del afuera, el terror de estar encarcelados.
Por eso son urbanas para que siempre conspiren contra los posibles delitos.
Metamensajes que le dicen algunos...
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