El Voyeur Ciego lleva gruesas gafas de soldador y el pelo negro y peinado hacia atrás en dos mitades idénticas y simétricas que recuerdan a los élitros de un escarabajo-rinoceronte. Camina a gatas sobre el suelo alfombrado de la estancia. Cada pocos pasos, alza la cabeza y olfatea el aire mohoso en busca de Faón. El andrógino, que se ha descalzado para hacer más divertido el juego, lo llama a voces desde una esquina del cuarto, tan enorme y vacío que casi se diría un galpón, y después, con brinquitos mullidos y silenciosos de gacela bípeda, se desplaza lejos de su alcance. ‘¡Oe, oe! ¡Aquí, perrito, aquí!’, grita Faón y el Voyeur Ciego se detiene unos instantes con las orejas erguidas. Después, babeando, se dirige hacia el lugar del que procedía el sonido, pero Faón ya no está allí. ‘Perrito ciego, no me cogerás’, canta el andrógino haciendo bocina con las manos, ‘y si te descuidas, la colita perderás’. La broma se repite una y otra vez. Faón cita al ciego y el Voyeur va de un lado a otro como un morlaco invidente. Bufa, rasca la moqueta con las pezuñas y después embiste al enemigo invisible. A Faón, sin embargo, el divertimento pronto comienza a resultarle aburrido, así que durante unos segundos se queda en silencio. El Voyeur Ciego ensancha las narinas, vuelve la cabeza a izquierda y derecha a la búsqueda de señales de Faón. Gira sobre sí mismo, aguza el oído, pero nada. Se diría que el andrógino se ha volatilizado. Pasan así uno, dos minutos, hasta que de repente un pie desnudo se apoya con fuerza en el trasero del ciego y lo envía de bruces contra la gruesa moqueta. El Voyeur Ciego se gira sobre la espalda, se reajusta los goggles y busca a tientas el pie traicionero. ‘¿Es esto lo que buscas?’. Faón le pisa las gafas con un pie enfundado en una fina media de rejilla y el ciego lanza lenguetazos desesperados. Faón se apiada por fin de su pobre víctima y le introduce el pie en la boca. El Voyeur lame, chupetea, rompe a dentelladas las medias del hermafrodita, y con la punta de la lengua va recorriendo la silueta de los dedos de Faón, la frontera entre las uñas pintadas de negro y la blanquísima piel, el minúsculo anillito en forma de serpiente enroscada que circunda el meñique, los menudos pliegues que forman las falanges, etc., etc. ‘Suficiente’, sentencia Faón. El Voyeur Ciego refunfuña un poco y se yergue sobre las rodillas. Luego, de sur a norte, empieza a trazar con las manos la cartografía sinuosa del cuerpo del andrógino. Las yemas de sus dedos se deslizan sobre las breves colinas de los tobillos, la curva planicie de las pantorrillas, la estrecha grieta que separa los muslos de las nalgas. Después rodean por ambos flancos el arco de las crestas iliacas, camino del frondoso monte de Venus. El hermafrodita se desprende de la minifalda con una revolera taurina y muestra su doble sexo. La verga en erección roza los labios del Voyeur y el sexo hembra desprende aromas de vegetación rara, mojada y caliente. Con la mano derecha, el ciego separa despacio los labios de la vulva de Faón, mientras con la izquierda se apodera del bálano palpitante y lo aproxima a su boca. Es seguro que no se espera el sonoro bofetón que le propina el andrógino ni esta orden perentoria: ‘¡Suficiente, he dicho!’
Reivindico simplemente los derechos del ginecólogo o, mejor, derechos mucho más modestos. Sería una muestra de extraña y perversa lubricidad suponer que tales conversaciones son un buen instrumento de excitación y satisfacción sexuales.
Reivindico simplemente los derechos del ginecólogo o, mejor, derechos mucho más modestos. Sería una muestra de extraña y perversa lubricidad suponer que tales conversaciones son un buen instrumento de excitación y satisfacción sexuales.
[De Ars Combinatoria]
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