Pierre Klossowski (1905-2001), nunca ha tenido un verdadero rostro. Ni
filósofo, ni teólogo, ni escritor, ni pintor, “el autor clásico más
importane de fines del siglo XX”, como me lo dijo una joven editora,
poco antes de su muerte y antes de que le hiciera una visita en su
modesto departamento de la rue Glaciere, en el barrio XIII de París.
Klossowski estaba muy anciano y Denise, o Denise Maria Roberte, la
inspiración de sus libros y de sus pinturas, estaba con él, mucho más
joven, pero devota de esa vida creativa, justa, austera. La vida de
Klossowski, su creación, es una autobiografía, o una autoficción a la
manera cómo la entendió Marcel Duchamp (en cierta forma otro diletante);
ella, se construye a través de una serie de objetos, libros, pinturas,
películas, etc... Klossowski, Bataille, Blanchot, y más tarde, Deleuze,
Foucault o Derrida, forman parte de esa generación que vive la crisis de
después de la guerra, crisis simbólica, pero sobre todo, religiosa. Sus
búsquedas estéticas, y más que nada en el caso de Klossowski, Bataille y
Blanchot, se mantienen siempre al límite de lo indecible, del no poder
decir, o hacer, nada más, y hacen de la transgresión una forma de
conocer la realidad. Realidad y sueño confundidos como producto de la
desesperación de no poder creer y desear hacerlo, en resumen, un ateísmo
creyente. [...]
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