A Julián Lacalle,
que propició el salto
De
entrada confieso que me cuesta escribir sobre el oficio de traductor porque
tengo la impresión de ser un traductor de tipo intuitivo, que traduce de
oído, por decirlo de algún modo. No soy filólogo, apenas tengo formación
académica en materia de traducción, buena parte de las lenguas que hablo, leo
y/o traduzco las he aprendido siguiendo un programa pedagógico propio, caótico
y caprichoso, más guiado e impulsado por el deseo que por la disciplina, e
impuesto por mis propios ritmos y apetencias. Si la poco esclarecedora
distinción entre el mainstream y el underground puede aplicarse
también al ámbito de la traducción literaria, yo reivindico mi gozosa condición
subterránea. Aun a riesgo de poner en peligro futuros contratos editoriales.
Si
como dice el tópico, un editor es un escritor frustrado, me atrevería a afirmar
que un traductor tiene algo de escritor asustado. O cuando menos este
traductor que les habla tiene un tanto de escritor asustado. ¿Pero asustado de
qué, por qué o por quién? La respuesta resultará una obviedad para quienes
alguna vez hayan intentado juntar palabras sin pértiga ni red: asustado por el
silencio y por la presencia fantasmal de la página en blanco. Lo cual me trae a
la memoria la última escena de la última novela de mi adorado John Fante, Dreams
from Bunker Hill. Su
protagonista, aspirante a escritor, vuelve de enfrentarse al mundo. Quería ser
como Sherwood Anderson, como Hemingway, como Dostoievsky. Aspiraba
a la riqueza y a la fama, y a lo más que ha llegado es a corrector y guionista
de cine, oficios sin lustre, de puta literaria. Ahora está de nuevo en su viejo
cuartucho de hotel, frente a una máquina de escribir silenciosa, sin un pavo y
aterrado. Invoca al Dios de sus padres y hasta al mismísimo Knut Hamsun: “por
favor, por favor –implora-. No me abandonéis ahora”. La máquina emite al fin un
dulce claclaclac y sobre el blanco del papel aparece como por ensalmo un puñado
de caracteres en negro. Es una de las estrofas centrales de La Morsa y el
Carpintero de Lewis Carroll. “No es mío –se dice el escritor- pero ¡qué
demonios!, un hombre tiene que empezar por algún lado”. También Cortazar
recomendaba la traducción como analgésico contra el bloqueo: si te atascas con
lo tuyo –proponía-, traduce.
Lo
del underground tiene igualmente que ver con el hecho de que, por lo
general, suelo traducir para eso que llaman pequeñas editoriales
independientes, con las que comparto cierta afinidad ideológica y
cierto gusto por tocar las narices. No todo es temor, pues; también están el
amor, la política y el vampirismo. Empecé a traducir por cuenta propia, sin
perspectiva alguna de publicar en papel los resultados e impelido por la
recomendación cortazariana, que entonces no conocía. Lo que pasa es que, en
ocasiones, cuando uno trata de acallar el silencio propio recurriendo a voces
ajenas, pueden producirse encuentros felices. Así me fui topando con textos en
otras lenguas que fácilmente podía hacer míos (de ahí lo del vampirismo) y que
consideraba debían ser compartidos con quienes hablaban mi lengua materna y no
tenían acceso a los originales (de ahí lo del amor). A veces se trataba de
obras puramente literarias, pero más a menudo resultaban ser textos de combate
que a mí me parecía podían ser empleados como herramientas de intervención en
nuestra coyuntura actual (de ahí, en fin, lo de la política). Así fue en los
comienzos y así sigue siendo en parte ahora.
Decía
Ricoeur, apropiándose pero retorciendo la fórmula consabida, que la traducción
es una suerte de “traición creativa”, y ya se ha convertido en lugar común la
idea de que el que traduce re-escribe lo que traduce. Concluyamos pues con esta
otra imagen: si el escritor transita el camino que va de su cabeza al texto, al
traductor aún le queda por recorrer el trecho que lo conecta con un lector que
habla una lengua diferente. Tiene que caminar el doble y encima soportar
acusaciones de felonía a poco que se desvíe de no se sabe qué senda ya trazada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario