Decía que era su vocación, la misión de toda una vida,
la única obsesión a la que merecía la pena consagrarse. Un buen día, sin motivo
aparente, había decidido que deseaba escuchar y registrar los ruiditos,
arrullos y gemidos que emiten las mujeres cuando están a punto de correrse. Y
con “las mujeres”, él se refería no a algunas mujeres, sino a todas las mujeres
del mundo, o cuando menos a aquellas que, de un modo u otro, pudieran ponerse a
su alcance. Así, durante años se le vio acechar a las parejas que lo hacían en
los coches, en descampados desolados y cubiertos por la primera escarcha, bajo
una luna ósea y expectante. En otras ocasiones, su mano furtiva depositaba la
grabadora en el alféizar de la ventana del dormitorio matrimonial, en una de
esas noches de verano en las que la canícula del día aún persiste pero concede
una pequeña tregua a las bestias de sangre caliente. Otras, en fin, conseguía
deslizar el aparato bajo la almohada de sus escasas amantes, mientras él se
entregaba a un cunnilingus en el que alternaba la ferocidad con la ternura más
desoladora. Fue el ruido lo que alertó finalmente a los vecinos, y los vecinos
los que alertaron a la policía: hacía días que, a través de los tabiques de su
apartamento, podían oírse los gritos y lamentos de decenas de mujeres a las que
no se sabía muy bien si estaban torturando o conduciendo hasta la cima de un
placer inconcebible. A él lo encontraron tumbado en la cama, vestido con su
mejor traje y con una sonrisa de imbécil adornándole la palidez del rostro.
Muerto. Sobre la mesilla de noche, su pequeña grabadora emitía en auto-reverse
un ulular continuo de más de dos horas de duración. Según los cálculos de la
policía, cada hora de aquella extraña sinfonía incluía los preludios de unos
seiscientos quince orgasmos de otras tantas mujeres diferentes. Así que nuestro
amigo debía de haber asistido a la pequeña muerte de unas mil quinientas
hembras humanas. Corrida arriba, corrida abajo.
[...]
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