viernes, 15 de septiembre de 2017

TEXTO de la presentación de Ladran los hombres en Madrid - Javier Sáez de Ibarra.







Diego Luis SANROMÁN, Ladran los hombres, Pepitas de calabaza, 2017.
Doce relatos en este libro como las campanadas que anuncian el advenimiento de un mundo que no creíamos posible.

Como una distopía que no necesita un cataclismo. El fracaso no es exterior, no es natural, no es tecnológico (si es que ya no son la misma cosa), ha sido emitido desde dentro.

Nuestros corazones se han vuelto fríos. Todo es frialdad.
Lo que llamamos amor parece haberse evaporado, las rutinas lo han sustituido.
Aquí ya nadie se besa, nadie se acaricia, nadie se ayuda, nadie se abre, nadie se quiere.

Una falta de amor que se acompaña de otras censuras: la rotundidez de esta sentencia de un personaje: “Mucho he vivido entre los hombres y no he visto nada que fue libre, bueno, franco, sincero”.

La mayoría no se ha dado cuenta, todavía.
La mayoría, que son los otros, no lo sabe.

El mundo guarda celosamente sus apariencias. Construye mascaradas. Se nos dice en un cuento: “La normalidad nos ciega”.

El mundo mantiene las jerarquías a la hora de comer. Mantiene cierto orden, las banderas, los ejércitos, no todos son tan listos como Ubú, mantiene la diferencia entre el teatro y la calle. Mantiene las familias.

En ese mundo ya ladran los hombres. Y los perros llevan calzoncillos. O es cuestión de tiempo. Porque, como se nos dice, “Hace falta tiempo para que pase el tiempo”.

Ahora bien, los seres humanos se resisten. Algunos resisten. Algunos prefieren la lucidez a la felicidad.
Otros se diría que, al menos, reaccionan.

¿Y cuáles son las formas de esa resistencia? ¿O de estas reacciones?
La violencia. La tentación. El asco. La escritura.

La violencia es la más clara. Es una respuesta sin dobleces, el crimen. Cae un cuerpo. Cae un cuerpo en lugar del propio.
Parecería lo más sencillo, es lo más sencillo. Sin embargo, el cuerpo que queda no experimenta nada. Me refiero al cuerpo del violento. Se queda tan frío y tan vacío como antes.

Aún podría hacer que cayera mi cuerpo por mi propia mano… quizás.

La tentación. Se diría que nos acerca más a nosotros mismos. Al fin y al cabo, no hay tentación para mí si no está hecha a mi medida.
Quiero romper las barreras de mi clase, quiero sexo ahora, quiero retener la huella del que me ha abandonado.

Pero la tentación ni siquiera es el deseo, acaso su fuego fatuo. Un chisporroteo que se consume al pronto y luego nada.

El deseo sería la vida en viaje: el libertino (o la libertina) que seduce, cambia de escenario, miente, roba, asesina, huye, recibe un golpe de suerte, disfruta de la vida, apuesta, gana, se emborracha, visita la cárcel, sale, invierte, triunfa, se deshace de su pasado, de su pareja, aprende, brilla en la sociedad, navega, se esfuma. Y, cuando se ha hartado, se quita el deseo y la vida de un tiro y se queda tan a gusto. Eso sí, un instante antes ha firmado una declaración, como un moralista que se exhibe como contraejemplo, el colmo de la vanidad.

Frente a eso, la mayoría no vivimos más que una discreta suma de anécdotas.

Y después, la posibilidad de arrojarse al asco. Para varios personajes es una opción. La suciedad es una manera de conocimiento, la roña revela nuestro verdadero ser, se nos dice.
Lo más repugnante es intocable. A lo mejor de ahí viene algo diferente.
La exigencia de ser “absolutamente modernos”, como preconizó el joven Rimbaud, no puede pasar sino por la muerte de la belleza. O, ya que no podemos trastornar todos nuestros sentidos, por lo menos, uno, el del gusto.

Por fin, la palabra, ¿qué hace el escritor, el escritor que se pregunta: “¿quién soy yo?”?
Representar el deseo en lugar de vivirlo. Representar en lugar de ser. Realizar un juego estúpido, leemos aquí.
Por lo tanto: no usar la violencia, no caer en la tentación, no ceder al asco; por supuesto, no llegar a ser un auténtico libertino o un criminal.
Representar lo que ya no es.

¿Un juego estúpido?
La literatura ¿es un cadáver?
No sé. A lo mejor te matan por eso.

A lo mejor te matan por escribir -que es hablar- una lengua que ya nadie entiende, y qué importa, siempre dirán que sonaba mal. A lo mejor te matan porque tu lengua ya no es la suya, y viceversa.

A lo mejor te matan por leer.

A lo mejor nos están matando ya.
Aunque la mayoría no se ha dado cuenta, todavía. La mayoría, que son los otros,

Diego Luis SANROMÁN, Ladran los hombres, 2017. Doce relatos en este libro como las campanadas que anuncian el advenimiento de un mundo que no creíamos posible.

Como una distopía que no necesita un cataclismo. El fracaso no es exterior, no es natural, no es tecnológico (si es que ya no son la misma cosa), ha sido emitido desde dentro.

Nuestros corazones se han vuelto fríos. Todo es frialdad. Etcétera.

Gracias.





Javier Sáez de Ibarra, 14 septiembre 2017

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