Diego Luis SANROMÁN, Ladran los hombres, Pepitas de calabaza, 2017.
Doce relatos en este libro como las campanadas que anuncian el advenimiento de un mundo
que no creíamos posible.
Como una distopía que no necesita un
cataclismo. El fracaso no es exterior, no es natural, no es tecnológico (si es
que ya no son la misma cosa), ha sido emitido desde dentro.
Nuestros corazones se han vuelto fríos. Todo
es frialdad.
Lo que llamamos amor parece haberse
evaporado, las rutinas lo han sustituido.
Aquí ya nadie se besa, nadie se acaricia,
nadie se ayuda, nadie se abre, nadie se quiere.
Una falta de amor que se acompaña de otras
censuras: la rotundidez de esta sentencia de un personaje: “Mucho he vivido
entre los hombres y no he visto nada que fue libre, bueno, franco, sincero”.
La mayoría no se ha dado cuenta, todavía.
La mayoría, que son los otros, no lo sabe.
El mundo guarda celosamente sus apariencias.
Construye mascaradas. Se nos dice en un cuento: “La normalidad nos ciega”.
El mundo mantiene las jerarquías a la hora de
comer. Mantiene cierto orden, las banderas, los ejércitos, no todos son tan
listos como Ubú, mantiene la diferencia entre el teatro y la
calle. Mantiene
las familias.
En ese mundo ya ladran los hombres. Y los
perros llevan calzoncillos. O es cuestión de tiempo. Porque, como se nos dice,
“Hace falta tiempo para que pase el tiempo”.
Ahora bien, los seres humanos se resisten.
Algunos resisten. Algunos prefieren la lucidez a la felicidad.
Otros se diría que, al menos, reaccionan.
¿Y cuáles son las formas de esa resistencia?
¿O de estas reacciones?
La
violencia. La
tentación. El asco. La escritura.
La violencia es la más clara. Es una
respuesta sin dobleces, el crimen. Cae un cuerpo. Cae un cuerpo en lugar del
propio.
Parecería lo más sencillo, es lo más
sencillo. Sin embargo, el cuerpo que queda no experimenta nada. Me refiero al
cuerpo del violento. Se queda tan frío y tan vacío como antes.
Aún podría hacer que cayera mi cuerpo por mi
propia mano… quizás.
La
tentación. Se
diría que nos acerca más a nosotros mismos. Al fin y al cabo, no hay tentación
para mí si no está hecha a mi medida.
Quiero romper las barreras de mi clase,
quiero sexo ahora, quiero retener la huella del que me ha abandonado.
Pero la tentación ni siquiera es el deseo,
acaso su fuego fatuo. Un chisporroteo que se consume al pronto y luego nada.
El deseo sería la vida en viaje: el libertino
(o la libertina) que seduce, cambia de escenario, miente, roba, asesina, huye,
recibe un golpe de suerte, disfruta de la vida, apuesta, gana, se emborracha, visita la cárcel, sale,
invierte, triunfa, se deshace de su pasado, de su pareja, aprende, brilla en la
sociedad, navega, se esfuma. Y, cuando se ha hartado, se quita el deseo y la
vida de un tiro y se queda tan a gusto. Eso sí, un instante antes ha firmado
una declaración, como un moralista que se exhibe como contraejemplo, el colmo
de la vanidad.
Frente a eso, la mayoría no vivimos más que
una discreta suma de anécdotas.
Y después, la posibilidad de arrojarse al
asco. Para varios personajes es una opción. La suciedad es una manera de
conocimiento, la roña revela nuestro verdadero ser, se nos dice.
Lo más repugnante es intocable. A lo mejor de
ahí viene algo diferente.
La exigencia de ser “absolutamente modernos”,
como preconizó el joven Rimbaud, no puede pasar sino por la muerte de la belleza. O, ya que no podemos trastornar todos nuestros
sentidos, por lo menos, uno, el del gusto.
Por fin, la palabra, ¿qué hace el escritor,
el escritor que se pregunta: “¿quién soy yo?”?
Representar el deseo en lugar de vivirlo.
Representar en lugar de ser. Realizar un juego estúpido, leemos aquí.
Por lo tanto: no usar la violencia, no caer
en la tentación, no ceder al asco; por supuesto, no llegar a ser un auténtico
libertino o un criminal.
Representar lo que ya no es.
¿Un juego estúpido?
La literatura ¿es un cadáver?
No sé. A lo mejor te matan por eso.
A lo mejor te matan por escribir -que es
hablar- una lengua que ya nadie entiende, y qué importa, siempre dirán que
sonaba mal. A lo mejor te matan porque tu lengua ya no es la suya, y viceversa.
A lo mejor te matan por leer.
A lo mejor nos están matando ya.
Aunque la mayoría no se ha dado cuenta,
todavía. La mayoría, que son los otros,
Diego Luis SANROMÁN, Ladran los hombres, 2017. Doce relatos en este libro como las campanadas que anuncian el advenimiento de un mundo
que no creíamos posible.
Como una distopía que no necesita un
cataclismo. El fracaso no es exterior, no es natural, no es tecnológico (si es
que ya no son la misma cosa), ha sido emitido desde dentro.
Nuestros corazones se han vuelto fríos. Todo
es frialdad. Etcétera.
Gracias.
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