Poco
después de la guerra mi madre recibió una carta desde Moscú de su hermana, uno
de los pocos miembros de la familia que había sobrevivido al exterminio nazi:
“Mi hijo Choura era piloto de caza. Murió en Stalingrado. Me he enterado de que
en París hay una estación de metro que se llama Stalingrado. Te pido que, si
por casualidad pasas por allí, tengas un recuerdo para Choura”.
Mi madre nos leyó la carta. Se nos
hizo un nudo en la garganta. Debo decir que mi hermana y yo pasábamos cuatro
veces al día precisamente por Stalingrado. Para ir y venir del instituto.
Durante los días siguientes adoptábamos un gesto grave dos estaciones antes de
llegar a Stalingrado. Pero cuando el tren se detenía, era más fuerte que
nosotros y el ataque de risa hacía que nos dobláramos por la mitad. Y eso que
hacíamos esfuerzos desesperados por mantenernos serios. Nada que hacer. La risa
acababa siempre por imponerse. Una risa formidable, inextinguible, que nos
dejaba rotos, con el estómago dolorido y el rubor de la vergüenza en la cara.
-
¡Eso no está bien, de verdad!
–protestaba mi hermana- ¡El pobre Choura!
-
¡Pero si has empezado tú!
-
¡Ah, no! ¡Has sido tú!
Vano esfuerzo. Hasta el día de hoy, cada vez que pasamos
por Stalingrado, ya sea solos o juntos, no podemos evitar reírnos. Pero ya no
me da vergüenza. Mi tía se ha salido con la suya: pensamos en Choura.
Relato
de Roland Topor incluido en el libro Les Combles parisiens (Botanique/Librairie
Séguier, 1989) y leído por el autor en “Topor intime”, programa emitido
póstumamente en France Culture el 14 de febrero de 1998. Traducción de Diego
Luis Sanromán.
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