“O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
que
chega a fingir que é dor
a dor que deveras sente”
RDF
me invita a escribir algo para el
monográfico de Excodra dedicado al miedo y ya de entrada la
propuesta me produce pánico. Me pasa siempre. Por un lado, es temor a la
infertilidad, al “silencio eterno del espacio infinito” de la página en blanco
y a que las voces que continuamente me rondan la cabeza callen justo en el
momento en que comparezco ante el teclado. Luego está el pavor anticipatorio
ante las indudables deformidades que aquejarán al texto en gestación, la certeza de que una vez lo haya parido me
producirá tanto asco como al protagonista de Eraserhead le producía el fruto de su propia semilla. Escribir es
sin duda un juego insensato y, aunque no lo parezca, el tiempo es poco propicio
para juegos y para insensateces.
Mi primera intención, no obstante, es ceder a una
inclinación natural en mí. Si la cosa va de miedo, lo suyo sería escribir un
cuento de miedo, está claro. Lo he hecho otras veces. Quizá sea uno de los
pocos palos literarios en los que pueda demostrar cierta soltura. Un relato de
miedo que no lo parezca, oscuro, absurdo, atravesado por un humor cruel y
delirante. Al fin y al cabo es lo mío, cuando lo intento y me sale. La
situación está preñada de posibilidades, ¿no te das cuenta? –me digo-. El poeta
es un fingidor, así que ¡finge, cabrón, finge! ¿No era Lobo Antunes, otro
portugués, el que decía que para un escritor toda experiencia es material
literario, y fundamental y casi exclusivamente eso? Tal vez, pero ahora se me
antoja que la experiencia del miedo, si es algo, es paralizante y castradora, y
que difícilmente puede convertirse en catalizadora inmediata del proceso de
escritura. No invita a la locuacidad, el miedo.
El encierro, por cierto, me pilla en plena lectura de la
biografía de Roland Barthes escrita por Tiphaine Samoyault[1]. Las últimas páginas del
libro recogen, como es obvio, los últimos años de la vida de Barthes y hacen
referencia a su proyecto, nunca llevado a cabo, de escribir una novela.
Conforme al proyecto original, la novela debía ser una obra monumental al menos
en un doble sentido: primero, porque Barthes entendía por novela una obra al
estilo de En busca del tiempo perdido
o de Guerra y paz, “a la vez
cosmogonía, obra iniciática y suma de sabiduría”; y en segundo lugar, porque él
la imaginaba ligada como por un cordón umbilical invisible a la figura de su
madre, fallecida poco antes, y en cuya memoria deseaba construir una especie de
monumento fúnebre literario.
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[1] Recuerdo que compré el libro en el verano de 2015 en La Machine à Lire de Burdeos, una de mis
librerías más queridas. En 2015 se cumplía el centenario de quien había
decretado “la muerte del autor”, como otros antes habían levantado acta de la
muerte de Dios o de la muerte del hombre. Ahora temo no poder volver a Burdeos
o que La Machine à Lire desaparezca,
o ambas cosas.
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