En 1975 Philip K. Dick recibió una invitación para dar una conferencia
en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. No pudo viajar por
motivos de salud, pero sí enviar un texto al que daría el título de Man, Android and Machine
(1) y en el que desarrollaba temas que ya había tratado en otra
ponencia en Vancouver tres años antes. Al comienzo de su disertación,
Dick nos advierte de que en el universo existen cosas frías y feroces [fierce cold things]
cuyo comportamiento hiela la sangre, “especialmente si imitan la
conducta humana tan bien que tenemos la incómoda sensación de que tales
cosas están intentado hacerse pasar por humanas, pero no lo son”. Es a
esas cosas a las que Dick da el nombre de “máquinas” o, aun mejor, de
“androides”. Porque el “androide” no es una máquina cualquiera. Es
-continúa Dick- “una cosa generada para engañarnos de forma cruel, para
inducirnos a pensar que es uno de nosotros”, del mismo modo -podríamos
añadir- que la muñeca Olimpia lograba engañar al estudiante Nathanael en
El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann, un relato que -como es bien conocido- Freud convertiría en expresión privilegiada de su concepto de lo Unheimliche.
Como Olimpia, el androide despierta en nosotros esa inquietante
extrañeza que en ocasiones nos inspiran ciertos seres dotados de una
aparente familiaridad. Cuando nos estrechan la mano, podemos presentir
el tacto metálico de lo muerto, y su sonrisa -completa Dick- “tiene la
frialdad de la tumba”.
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