Hoy, 22 de enero de 2025, fecha en la que escribo esto, se cumplen exactamente siete años de la ocultación –por decirlo a la manera de los patafísicos- de la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin. Tres años antes, cuando ya se encontraba en el último tramo de su vida, Le Guin había sido galardonada con la Medalla de la Fundación Nacional del Libro por su Destacada Contribución a las Letras Norteamericanas. El 19 de noviembre de 2014 pronunció el discurso de aceptación del premio, que apenas duró unos cinco minutos pero que, según reconoció más adelante, le había costado un par de meses redactar, y todo con el solo fin de hacerlo tan conciso como fuera posible. El resultado es una pequeña obra maestra, un alegato terso e incisivo a favor del poder transformador de la escritura.
Le Guin comenzaba reivindicando el lugar de sus colegas escritores de fantasía y ciencia ficción. “Escritores de la imaginación –dice- que durante cincuenta años han visto como estos bellos premios iban a parar a manos de los llamados realistas”. Después alertaba sobre los tiempos duros que se avecinaban y lanzaba un órdago a las nuevas generaciones de literatos: necesitamos escritores –añadía- dotados de imaginación y memoria, cuyas voces sean capaces de encontrar alternativas a cómo vivimos hoy y al mismo tiempo puedan recordar lo que es, lo que era, la libertad. “Poetas, visionarios, realistas de una realidad más vasta”, los llama.
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