viernes, 12 de septiembre de 2025

COSSERY, CARACO: dos figuras del exilio

 



“La vida es formidable. Hay que tener un cierto carácter, ser inteligente para escapar de toda esa impostura y observarla alegremente. Es decir, tomársela siempre a broma…”

Albert Cossery

 

Podría darle la vuelta al introito proustiano y decir: “Mucho tiempo he estado despertándome temprano”. Muy temprano, incluso. Y es en esa duermevela de las cuatro de la madrugada cuando se activa un extraño mecanismo. Yo lo imagino como una cajita negra que se nutre de un material misterioso y excreta imágenes, ideas, textos, a cada cual más delirante. A veces es alguna canción, y no de las buenas, la que ocupa mi mente, y así me paso canturreándola para mis adentros hasta que la del alba llega. Otras, es alguna palabra suelta, sin sentido ni motivo aparente, la que me revolotea por el interior y se pasa horas golpeándose contra las paredes del cráneo como una mosca extraviada.

 

Esta noche mi magín parece empeñado en enredar con el encuentro fortuito entre dos nombres, entre dos personajes. Ambos nacieron con el siglo XX. El uno es un viejo conocido; el otro, un descubrimiento tardío (¡pero qué descubrimiento!). Árabe de El Cairo, el primero; sefardita nacido en Constantinopla, el segundo. El egipcio amaba la vida; el judío la odiaba con un furor fanático. Los dos pasaron la mayor parte de sus días en la ciudad de París, lejos de sus países de origen, y ambos eran escritores. Pero mientras el primero solo escribía alguna frase por aquí y por allá cuando pensaba que tenía algo verdaderamente original que decir, el segundo se entregaba a la escritura con un rigor monacal durante seis horas al día, y al parecer todos los días del año. El primero llegó casi a centenario; el segundo apenas superó la cincuentena y le puso fin a la vida por su propia mano, como había prometido en tantas ocasiones. Compartían iniciales (A. C.), y puede que poco más, y me pregunto si no será esta coincidencia anodina la que ha hecho que vengan a juntarse a hora tan intempestiva en mi cabeza, siendo sin embargo tan contrarios. Lo que sigue es, pues, un intento de darle razón a mi sinrazón.

 

(Primera hipótesis: Caraco y Cossery, dos variantes del exilio).

 

Figura monstruosa por donde se la contemple. Sionista sin patria, gnóstico sin fe, ultrarreaccionario, “racista y colonialista”, como él mismo reconocía abiertamente. Casandra exacerbada que anunciaba la hecatombe venidera, porque la deseaba, y el exterminio de lo que él llamaba la “masa de perdición”, a la que aborrecía. El ser hijo de una estirpe de nómadas, de gentes sin patria, hogar ni tumba, que erraban por el mundo por ver si los hallaban, ignorantes -o fingiendo serlo- de su condición de indeseables allá donde fueran, situó a Caraco en una posición privilegiada para observar -como él mismo escribe- “la faz sombría de las naciones en el seno de las cuales vivía” y considerarla “más verdadera que su faz luminosa”. 

 

Los Caraco pasaron por Praga, Berlín, Viena y París siguiendo su particular diáspora. La expansión del nacionalsocialismo los empujó a abandonar Europa y establecerse en América Latina. Allí el joven Albert adoptó la nacionalidad uruguaya, que le asqueaba tanto como cualquier otra. Cuando acabó la guerra, la familia regresó a París y se instaló en el número 34 de la calle Jean Giraudoux, donde la muerte les fue visitando por turnos: primero la madre, después el padre y finalmente el hijo, que se mató a las pocas horas de que hubiera fallecido el segundo. A un exilio, Caraco añadió otro, interior, más profundo, y decidió retirarse del mundo. “Mi vida de muerto viviente transcurre en el corazón de esta ciudad, envuelto por la más escandalosa ignorancia y por la ceguera más sistemática –escribe en Ma confession-. […] Deseo, para descanso de mi conciencia, que las tinieblas que me rodean no se disipen nunca, espero que, habiendo subsistido en el desconocimiento, moriré ignorado por aquellos a los que desprecio”.  Encerrado en su cuarto, Caraco decidió llevar la vida –es un decir- de un monje, pero de un monje guerrero que le ha declarado la guerra a la humanidad, al universo, a la existencia misma. “Un hombre que no está en su lugar y cuyo valor no ha hallado el empleo que merece socava el orden de este mundo, y el Espíritu necesita de tales socavadores. […] Nací descontento y vivo descontento; mi obra es mi venganza y estoy persuadido de que socavará el orden […] Todas las mañanas vuelvo al frente y me bato sin descanso hasta el anochecer: mis libros son mi guerra permanente”, declara en la misma obra.

 

La furia contra todo que inflama cada página de Ma confession, a veces adquiere sin embargo una tonalidad patética. Caraco sabe que la suya es una gloria literaria póstuma. Los libros que lo mantienen vivo solo serán descubiertos una vez haya muerto. En el fondo, está librando una guerra que solo podrá vencer tras haber caído en el campo de batalla. “Soy el aborto de un hombre que podía actuar y no tuvo los medios para hacerlo –dice-, me extingo en mi cuarto, cuando había nacido para despertar a los otros, y si me destruyo, es porque me asfixio”. E impulsado por una lucidez –llamémosla- nietzscheana con respecto a sí mismo, confiesa: “No ignoro que en mi ascetismo [interprétese como retirada o exilio del mundo] intervienen varios motivos con los que la espiritualidad no tiene mucho que ver, de esos que uno no confiesa de buena gana y que siempre resultarán determinantes. Un primer motivo fue mi falta de precocidad […] El segundo obedecía a mi dependencia […] El tercero derivaba de mi situación, pues al ser extranjero, y esto en cualquier país que me hallara, no mantenía relaciones continuadas en el tiempo […] La privación que uno mismo se impone es una fuente de riquezas invisibles, permite […] despreciar serenamente a quienes se dejan vivir, y más todavía si en ello se pierden. Es un verdadero lujo poder -y de buena fe- desdeñar a nuestro prójimo […] Preferiría ser Satanás en su Infierno [en lugar de un padre de familia], allí mantendría un estilo”.      

 


 

            Un hombre sin patria es un hombre sin lengua, pues no hay más patria que la lengua materna. Albert Caraco nunca tuvo una lengua que pudiera considerar propia. Escribía y hablaba con igual solvencia alemán, inglés, castellano y francés, pero lo hacía como si fueran lenguas muertas. Cuando escribía en alemán lo hacía como Goethe y los escritores del Sturm und Drang; si en castellano, el idioma de sus ancestros, como si fuera Baltasar Gracián. Su inglés tenía regustos isabelinos y estaba muy lejos de la empobrecida koiné en la que hoy habla el turbocapitalismo global –esa jerga de “calculadores insolentes”-; y su francés, la lengua en la que se expresaba de forma más asidua y que consideraba en irremediable decadencia, era el francés del clasicismo prerrevolucionario. También Albert Cossery optó por el francés, el idioma de su educación libresca, como lengua de expresión literaria, pero su francés era en cierto modo un francés traducido. Según decía, él siempre pensaba en árabe: “Siempre tengo en mente la atmósfera árabe, la forma de hablar”. Lejos de Egipto desde finales de la década de los cuarenta, Cossery en realidad nunca había abandonado El Cairo de sus años mozos. “Cincuenta años después –se jactaba en su entrevista con Michel Mitrani a mediados de los noventa-, puedo poner en un libro un detalle, una característica de una persona que apenas vislumbré en mi juventud. Y sin tomar notas”.

            Había también algo de ascetismo, de despojamiento monacal, en Albert Cossery. Durante cincuenta años vivió en una habitacioncilla del hotel La Louisiane, donde contaba con el mínimo imprescindible y al mismo tiempo se veía liberado de la servidumbre de las tareas domésticas, pero lo suyo no era el enclaustramiento. Cossery vivía en las calles, en los bistrós del Barrio Latino. Amigo de Camus, de Genet, de los surrealistas, de los letristas, era una rara avis dentro de la fauna ya de por sí exótica de Saint-Germain-de-Près. Es curioso cómo de una posición existencial muy similar de desprecio del mundo –“creo que la humanidad, mujeres aparte, no vale gran cosa”, había reconocido Cossery en alguna ocasión- pueden derivarse morales tan distintas como las de Albert Caraco y Albert Cossery.

            Para Caraco, la vida no era un derecho, sino un abuso, y el mundo, un infierno. “La vida, la verdadera, es de una simplicidad infantil –afirma, sin embargo, Cossery en Mendigos y orgullosos-. No tiene misterio”. Cossery, que escribió poco, pensaba que cada frase plasmada en la página debía contener una crítica. Caraco, que escribió con profusión, lo hacía como si cada frase fuera una afrenta contra la humanidad al completo. Caraco aspiraba con una obstinación inconsútil a una gloria literaria post-mortem. Para Cossery, seguramente no había impostura más grotesca ni ambición más delirante que la de la gloria literaria, y póstuma por añadidura.

            La ambición y la impostura son de hecho, según Cossery, los dos pecados capitales y mellizos de los que se derivan todos los males de la humanidad. La impostura, añade, existe desde hace siglos y siglos y tal vez sea una lacra incurable. Es cierto que la impostura tiene sus niveles, y que hay cabrones [salopards] de muy distinta condición y catadura, pero sin duda su forma más odiosa es la tiranía. Siempre existirán tiranos, pero los tiranos no son más que fantoches ridículos aquejados de una ambición patológica. Combatirlos con sus propias armas es caer igualmente en la impostura: de la tiranía hay que burlarse. “Mis personajes –explica Cossery en la entrevista citada- están perdidos en esa impostura, así que se reconocen. Es como gente extraviada en un desierto, y que se encuentran. Están obligados a vivir en ese desierto, así que se da una fraternidad entre ellos”. Los héroes cosserianos son mendigos lúcidos, auténticos filósofos reunidos en pequeñas hermandades cuya posición marginal les permite asistir con una distancia burlona al ridículo espectáculo de los hombres y sus ambiciones, un poco a la manera de los adeptos de la secta del perro. “Esa es la verdadera aristocracia –concluye Cossery-, la que está desligada de este mundo de consumo, violencia y vanidad”.

            Los personajes de Cossery, como Cossery mismo, son figuras de un exilio autoimpuesto. “No tengo nada contra este mundo –matiza Cossery-. Me retiro del juego y se acabó. […] No estoy en contra de nada. Que sigan, que hagan lo que quieran. Pero yo no tengo nada en común con ellos”. Sin gestos dramáticos ni estridencias, todos ellos han desertado de un mundo que se les antoja tan ridículo como invivible y se reconocen mutuamente en una común actitud de despreocupación gozosa. “El verdadero valor para Yeghen se medía por la cantidad de alegría contenida en cada ser –leemos de nuevo en Mendigos y orgullosos-. ¿Cómo se podía ser a la vez inteligente y triste?”. El héroe cosseriano ha hecho su propia revolución: no reconoce ni dios ni amo, se ha liberado del fantasma de la ambición y de la condena del trabajo, y cultiva el “distinguido y supremo arte” de la ociosidad. Pero es que esa ociosidad es la madre de la sabiduría y del buen vivir. Su pereza y su indiferencia son precisamente las que le permiten ser generoso y solidario con sus iguales, porque –como advierte Cossery- “solo los ambiciosos se odian”.

(Segunda hipótesis: la conjunción Caraco/Cossery refleja una contradicción interna en mí, una tensión que, a riesgo de sonar grandilocuente, podría llamar trágica. Aspiro al ethos del sabio cosseriano, pero algo me dice que estoy constitutivamente incapacitado para alcanzarlo. Quisiera afrontar la vida con la simplicidad y la distancia burlona de un Cossery, con su alegre indolencia oriental, pero más a menudo de lo que desearía me veo arrastrado por los arrebatos apocalípticos de un Albert Caraco).


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