viernes, 24 de noviembre de 2006

FICCIONES. Un monstruo (por Diego L. Sanromán)

Nichts verdraengen!
Otto Gross.

Se desprendió del cobertor de una patada y se levantó con rapidez. Después se sentó sobre el pecho de la mujer e hizo presión con los muslos para que ella no pudiese mover los brazos. Total, eran 85 kilos contra apenas 53. Le sorprendió que no se despertarse porque ella siempre había tenido el sueño ligero. A continuación descargó sobre la cabeza de la dormida un redoble de puñetazos secos, precisos y contundentes. No sabría decir cuántos: tal vez veinte, tal vez un millar. Lo cierto es que cuando hubo terminado casi flotaba en un charco oscuro y pegajoso y los brazos le dolían como si hubiese estado estrangulando reses. Con la mano derecha agarró la base del cráneo de la mujer y empujó con toda la fuerza de la que era capaz. La esquina de la mesilla de noche penetró en su sien con una facilidad que no se esperaba.









Salió del dormitorio descalzo y a oscuras. Recorrió a tientas el pasillo que conducía hasta la cocina. Notó en los pies cómo la moderada frialdad del parqué se trasformaba en la gelidez hostil de las baldosas. Con la mano buscó el interruptor, que estaba en el mismo lugar en el que había estado en los últimos quince años. Cuando se acostumbró al cambio de luz, buscó en los cajones algo de lo que pudiera servirse y abandonó la estancia. Volvió sobre sus pasos, dejó atrás la puerta del dormitorio y se adentró en el pasillo que llevaba hasta el cuarto de las niñas. La casa siempre le había parecido excesivamente grande, laberíntica, pero su mujer se había empeñado en comprarla y allí estaban. Abrió la puerta con mimo y aguzó el oído para asegurarse de que las crías seguían durmiendo. Después se aproximó a la cama de la mayor de las dos. El cuchillo penetró en el cuerpecillo de la niña con tanta suavidad que pensó que debía tener una hendidura dispuesta para acogerlo. La cría emitió un suspiro breve y lejano, como si ya se encontrase del otro lado, y luego nada. A la pequeña le asestó dos cuchilladas rabiosas porque nunca le había gustado. Había sido caprichosa e impertinente desde el mismo día en que vino al mundo.





Al regresar al dormitorio conyugal notó un olor dulce y desacostumbrado y concluyó que aquel debía ser el aroma de la sangre de los muertos recientes. Abrió la ventana y el frío de la madrugada se le coló por entre los huesos como un animal asustadizo. Pero le hizo bien porque le ayudó a arrancarse del pellejo los últimos restos del sueño. Inspiró con fuerza. La pobre luz de la amanecida le permitió observar lo que había quedado de la cabeza de su mujer. Había pedacitos de masa encefálica y sangre por todos lados. Al teléfono que dormitaba sobre la mesilla de noche parecía que le hubiesen dado un par de manos de pintura bermellón. Apartó el cobertor empapado en sangre y cargó con el cuerpo de la mujer. Nunca le había parecido tan liviano como en aquel momento. El cadáver se estrelló contra los setos del jardín que se encontraba cinco pisos más abajo y se oyó tan sólo un murmullo de ramas alborotadas.



Se dio una ducha lenta y caliente para quitarse de encima las manchas del crimen. Se afeitó y eligió un traje sobrio pero actual, de aquellos que anunciaban su condición de triunfador temprano a un paso de la madurez cronológica y profesional. Se permitió un pequeño atrevimiento con la corbata: sobre un fondo de vivos tonos rojos destacaba un par de manchas, una blanca y otra amarilla, lejanamente inspiradas en algún cuadro de Miró. Remató la obra con un par de zapatos Gucci, negros y brillantes como la coraza de un insecto, y se acuclilló junto al teléfono con cuidado de no mancharse. Con un pañuelo de papel limpió las dos únicas teclas que necesitaba pulsar para ponerse en contacto con la policía.



Se sentó en una esquina del cuarto y permaneció escrutando las punteras de sus zapatos de quinientos euros y escuchando el tictac cansino del reloj de la mesilla de noche. Así durante los veinte minutos que tardó en llegar la policía. Luego se dejó llevar hasta el coche patrulla con la docilidad de un sonámbulo. Tenía la sensación de que todo transcurría con una lasitud onírica y le gustaba. Si le hubiesen preguntado en aquel instante, no le hubiese costado reconocer que era feliz. Acaso por primera y única vez en su vida. De camino a la comisaría se entretuvo observando cómo la ciudad empezaba a desperezarse y pensó que hubiese hecho mejor en dar aviso en el trabajo antes de haber llamado a los polis.



Nunca antes había puesto los pies en una comisaría, y mucho menos en un calabozo. Las dependencias a las que lo condujeron estaban muy lejos de la sordidez de las ficciones cinematográficas. Tenían más bien el aire oficial, aséptico y geométrico de las oficinas de empleo o las delegaciones de Hacienda. Tampoco los agentes de policía o los detectives o lo que fueran tenían nada que ver con los siniestros esbirros que suelen aparecer en las películas. Eran seres amables y distantes que parecían habituados a tratar con la muerte desde la familiaridad de lo cotidiano. Le ofrecieron café, un teléfono, y él los rehusó con un gesto de la mano.



-Podrían traerme, por favor, alguna revista. El último número de The Economist, si es posible…

La imáganes que ilustran el relato son obra de Alberto Giacometti y Robert Flynt.

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