martes, 28 de noviembre de 2006

RAROS. El Barón Nicolas de Gunzburg (II)

[Leer la 1ª Parte.]

Valentine Hugo contaba con algunos contactos dentro de las vanguardias artísticas parisinas. Por ejemplo, en esas mismas fechas había participado como actriz de reparto en L’age d’or de Buñuel, una película que también resultará pionera en su atrevido uso de la banda de sonido. Y algún tiempo antes y junto a su marido, el pintor Jean Hugo –biznieto, por cierto, del autor de Los miserables-, en La pasión de Juana de Arco (1927-8) de Carl Theodor Dreyer. Él se había ocupado de los decorados, ella del diseño de vestuario. Pero lo que aquí nos interesa consignar es que el fracaso comercial de la cinta va a colocar en una situación incómoda a su director, a quien los productores franceses comienzan a mirar con cierta suspicacia y desconfianza. Dreyer anda entonces a la búsqueda de alguien que no tema su extrema meticulosidad en los rodajes y un celo excesivo por defender su libertad creativa y se atreva a sufragar los gastos de su próximo proyecto. Nicolas de Gunzburg pasaba por allí: es joven, caprichoso y con dinero y, además –según confiesa- “se muere de ganas de meterse en el mundo del cine”.



Nocturne de Jean Hugo


Los Hugo lo arreglan todo para que la entrevista entre el severo nórdico y el aristócrata bon vivant tenga lugar y de la noche a la mañana se produce un acuerdo entre ambos. Dreyer –relata el Barón- “quería hacer una película con tres versiones, francesa, inglesa y alemana; y yo hablaba esas tres lenguas. Mi padre había muerto, así que yo era libre… pero ha habido tantas historias en la película que, cuando decidí ser actor, tuve que adoptar un seudónimo; pensamos en Julien West, ya que tenía que ser el mismo en las tres lenguas”. Así que Dreyer y West se ponen manos a la obra; el uno como principal responsable artístico de la película y el otro haciendo las veces de productor y primer actor. La idea era encontrar una historia que permitiese a Dreyer rodar una cinta sobre el mundo de lo sobrenatural. “Leímos juntos muchos libros –continúa Gunzburg- y consideramos que las historias de Sheridan Le Fanu eran las que mejor se correspondían con lo que él tenía en la cabeza”.

Al parecer, son dos los relatos del autor irlandés los que llaman la atención de Dreyer y su nuevo asociado: La Posada del Dragón Volante y, sobre todo, Carmilla, un texto breve que se había publicado por vez primera en 1871 en las páginas de la revista The Dark Blue y que posee el estatuto de pieza inaugural de la narrativa de vampiros. Cierto es que lo que luego será Vampyr utiliza los cuentos de Joseph Sheridan Le Fanu tan sólo como otras tantas excusas argumentales, pero puede observarse una cierta comunidad de tonos y ambientes en los trabajos del escritor y del cineasta que los comentaristas por lo general han descuidado y que va, desde luego, más allá de la simple ilustración fílmica de lo literario. La atmósfera nebulosa, la difuminación de las fronteras entre lo onírico y el tiempo de vigilia, la idea del desdoblamiento o de los viajes astrales, el peculiar tratamiento del tema vampírico y algunos otros, son elementos que se encuentran ya en Sheridan Le Fanu y que Dreyer rescata para construir una de las piezas más osadas y fascinantes de la historia del cine.

El rodaje de Vampyr arranca en la primavera de 1930 y tiene lugar en los alrededores de París y en el Castillo de Courtempierre en Loiret. Es curioso cómo el aire surrealista que impregna toda la película es el resultado de unas condiciones de producción –por así decir- absolutamente hiperrealistas. Todas las secuencias están rodadas en decorados naturales, el castillo, la vieja factoría en ruinas son tan reales como las lápidas del cementerio que, sin embargo, se construyó para la ocasión. La preocupación de Dreyer por el verismo de los detalles alcanzaba tales extremos que llegó a exigir que se llevasen arañas metidas en botes hasta el castillo con el fin de que tejiesen sus telas en los ángulos donde dispusiera el director. A los interesad@s en los pormenores del penoso trabajo de preproducción recomendamos la lectura del testimonio de la asistente de Dreyer, Eliane Tayar.


El mismo naturalismo marcará la dirección de los actores, en su mayoría no profesionales. “El reparto –confirma el Barón- estaba compuesto de personajes que Dreyer había encontrado en los lugares y las circunstancias más inesperadas: en tiendas, en cafés. Le solía ocurrir, y él decía que había encontrado a esas personas, y que eran la gente que convenía exactamente a los papeles, que los necesitaba, y siempre daba con ellos. El físico era, en buena parte, lo que justificaba la elección. Los únicos profesionales de la película eran Maurice Schutz [en el papel del Señor del Castillo] y Sybille Schmitz [en el papel de Leone]”. También en el caso de Gunzburg, el físico debió de tener su relevancia, aunque seguramente lo más importante hubiera de ser su solvencia económica. En cualquier caso, la elegancia en el porte en contraste con una pétrea y perpetua cara de pasmo que recuerda un tanto a la de un André Breton veinteañero convertían al recién bautizado Julien West en el actor idóneo para encarnar la figura del joven viajero y ocultista Allan Grey.


El rodaje se prolongó durante algo más de un año y fue, para la mayoría de los que lo vivieron, especialmente duro. Como ya se dijo, Dreyer era un cineasta puntilloso hasta lo maniático, capaz de sacar de sus no-actores mucho más de lo que éstos habrían imaginado antes de ponerse en sus manos. “Nos hacía actuar de manera completamente natural –recuerda Gunzburg-. Nos hacía sentir que la historia misteriosa que estábamos interpretando era verdadera. Eso requería numerosas tomas de cada escena, y hubo muchos ensayos”. Por otro lado, el hecho de que se tratase de una de las primeras películas sonoras implicaba una serie de dificultades adicionales que hacían del trabajo un proceso considerablemente arduo: “Había que rodar tres veces cada escena, para la versión inglesa, francesa y alemana cuando había diálogo. Luego los estudios UFA de Berlín añadieron el sonido, porque en esa época ellos contaban con el mejor equipo sonoro”. Sin embargo, si algo sorprende incluso al espectador actual es el audaz empleo de los elementos sonoros por parte de Dreyer y de su equipo de ingenieros, una audacia que comparte –como ya se sugirió más arriba- con La Edad de Oro de Buñuel y que, por desgracia, no volvería a darse en el cine de temblores posterior, si exceptuamos tal vez algunos experimentos de maestros de lo inquietante como David Lynch o Dario Argento.

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