jueves, 28 de diciembre de 2006

ARTAUD según Blanchot


Sirva lo que viene a continuación para cerrar -de momento- nuestro espacio dedicado a Antonin Artaud. Se trata de un texto de Maurice Blanchot, autor que es muy probable sea objeto de nuestra atención un poco más adelante. De momento y si estáis interesad@s en familiarizaros con su obra, podéis recurrir a los siguientes enlaces:

En inglés:


A los veintisiete años, Artaud envía algunos poemas a una revista. El director de ésta los rechaza con cortesía. Artaud trata entonces de explicar por qué tiene apego a esos poemas deficientes; y es que sufre de tal abandono de pensamiento, que no puede abandonar las formas, aunque sean insuficientes, conquistadas sobre esa inexistencia central. ¿Qué valen los poemas de esa manera obtenidos? Sigue luego un intercambio de cartas y, Jacques Rivière, el director de la revista, le propone de repente publicar las cartas escritas en relación con esos poemas impublicables (pero esta vez admitidos en parte, y que aparecerán como ejemplo y testimonios). Artaud acepta, con la condición de no manipular la realidad. Se trata de la célebre correspondencia con Jacques Rivière, un acontecimiento de gran importancia.
¿Se dio cuenta Jacques Rivière de esa anomalía? Poemas que considera insuficientes e indignos de ser publicados, dejan de serlo cuando son completados por el relato de la experiencia de su insuficiencia. Como si lo que les faltara, su defecto, se convirtiera en plenitud y acabamiento por la expresión abierta de esa falta y la profundización de su necesidad. Jacques Rivière se interesa, más que por la obra misma, por la experiencia de la obra, por el movimiento que conduce hasta ella, y por el rastro anónimo, oscuro que ella representa con torpeza. Más aún, el fracaso, que sin embargo no lo atrae tanto como atraería luego a quienes escriben y a quienes leen, se convierte en el signo sensible de un acontecimiento central del espíritu sobre el cual las explicaciones de Artaud arrojan una luz sorprendente. Nos encontramos, pues, en los comienzos de un fenómeno al cual parecen estar vinculadas la literatura y aun el arte: la existencia de un poema que no tenga por "sujeto" tácito o manifiesto su realización como poema, y el hecho de que el movimiento del cual proviene la obra sea aquello con vistas a lo cual la obra es a veces realizada y a veces sacrificada. Recordemos aquí la carta de Rilke, escrita unos quince años antes: "Cuanto más lejos vamos, más personal, más única se vuelve la vida. La obra de arte es la expresión necesaria, irrefutable, definitiva para siempre, de esa realidad única [...] En ello reside la ayuda prodigiosa que ofrece a quien se ve obligado a producirla [...] Ello nos explica en forma segura que debemos entregamos a las pruebas más extremas, pero también, según parece, no pronunciar una palabra antes de hundirnos en nuestra obra, no aminorarlas hablando de ellas; pues lo único, lo que nadie podría comprender y no tendría el derecho de comprender, esa especie de extravío que nos es propio, sólo podría resultar válido si se insertara en nuestro trabajo para revelar su ley, único dibujo original que torna visible la transparencia del arte".



Rilke entiende, pues, que jamás se debe comunicar en forma directa la experiencia de donde nos viene la obra, esa prueba extrema que sólo posee valor y verdad cuando se encuentra hundida en la obra en que aparece, visible-invisible, bajo la luz distante del arte. ¿Pero el propio Rilke mantuvo siempre esa reserva? ¿Y no la formuló precisamente para quebrarla a la vez que la protegía, sabiendo, además, que ni él ni nadie tenían el poder de quebrarla, sino sólo el de mantenerse en relación con ella? Esa especie de extravío que nos es propio...


La imposibilidad de pensar qué es el pensamiento
La comprensión, la atención, la sensibilidad de Jacques Rivière son perfectas. Pero en el diálogo, la parte de malentendido se mantiene evidente, aunque difícil de delimitar. Artaud, en esa época todavía muy paciente, vigila constantemente el malentendido. Ve que su corresponsal trata de tranquilizarlo prometiéndole para el futuro la coherencia que le falta, o mostrándole que la fragilidad del espíritu es necesaria para el espíritu. Pero Artaud no desea que lo tranquilicen.
Se encuentra en contacto con algo tan grave, que no puede sufrir que se lo atenúen. Y es que también siente la relación extraordinaria, y para él casi increíble, entre el derrumbe de su pensamiento y los poemas que logra escribir, a pesar de esa "verdadera disminución". Por una parte, Jacques Rivière desconoce el carácter de excepción del suceso y, por la otra, desconoce lo que hay de extremo en esas obras del espíritu, producidas a partir de la ausencia de espíritu.
Cuando escribe a Rivière con una serena penetración que llama la atención de su corresponsal, Artaud no se sorprende de tener en ese caso dominio sobre lo que quiere decir. Sólo los poemas lo exponen a la pérdida central del pensamiento de que sufre, angustia que más tarde recuerda con agudas expresiones y, por ejemplo, con esta forma: "Hablo de la ausencia de agujero, de una especie de sufrimiento frío y sin imágenes, sin sentimiento, y que es como un choque indescriptible de abortos". ¿Por qué, entonces, escribe poemas? ¿Por qué no conformarse con ser un hombre que utiliza su idioma para los fines corrientes? Todo indica que la poesía, vinculada para él "a esa especie de erosión, a la vez esencial y fugaz, del pensamiento", y comprometida, por lo tanto, esencialmente, en esa pérdida central, le proporciona también la certidumbre de ser la única expresión posible de ese pensamiento, y en cierta medida le promete salvar esa pérdida, salvar su pensamiento en la medida en que está perdido. Y así dirá, con un movimiento de impaciencia y soberbia: "Soy quien mejor ha sentido el desconcierto anonadador de su lengua en sus relaciones con el pensamiento [...] En verdad, me pierdo en mi pensamiento tal como cuando se sueña, como cuando se vuelve a entrar súbitamente en el pensamiento. Soy el que conoce los rincones de la pérdida".



No le importa "pensar justo, ver justo", tener pensamientos bien eslabonados, adecuados, bien expresados, aptitudes, todas, que está seguro de poseer. y se muestra irritado cuando los amigos le dicen: piensas muy bien, pero es un fenómeno muy corriente que le falten a uno las palabras. ("A veces se me ve demasiado brillante en la expresión de mis insuficiencias, de mi deficiencia profunda y de la impotencia que acuso, para creer que no sea imaginaria y fabricada en todas sus piezas.") Sabe, con la profundidad que le da la experiencia del dolor, que pensar no es tener pensamientos, y que los pensamientos que tiene le hacen sentir que "todavía no ha comenzado a pensar". Ese es el grave tormento en que se retuerce.
Parece como si hubiera tocado, a despecho de sí mismo y por un error patético del cual provienen sus gritos, el punto en el cual pensar es ya, siempre, no poder pensar todavía: "impoder", según su palabra, que es como esencial del pensamiento, pero que hace de éste una falta de extremo dolor, un incumplimiento que irradia en seguida a partir de ese centro y que, al consumar la sustancia física de lo que él piensa, se subdivide en todos los planos en muchas imposibilidades particulares.
Que el pensamiento se encuentre vinculado a esa imposibilidad de pensar que es el pensamiento, he ahí la verdad que no se puede descubrir, pues siempre se desvía y lo obliga a experimentarla por debajo del punto en que verdaderamente la experimentaría. No se trata sólo de una dificultad metafísica, sino que es el embeleso de un dolor, y la poesía es ese perpetuo dolor, es "la sombra" y "la noche del alma", "la ausencia de voces para gritar".
En una carta escrita una veintena de años después, cuando ha pasado por pruebas que han hecho de él un ser difícil y ardiente, dice con la mayor sencillez: "Me inicié en la literatura escribiendo libros para decir que en modo alguno podía escribir. Cuando tenía algo que escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba". Y luego:
"Nunca escribí como no fuese para decir que jamás había hecho nada y nada podía hacer, y que si hacía algo, en realidad nada hacía. Toda mi obra fue construida sobre la nada, y era imposible que no fuera así..." El sentido común preguntará entonces: ¿pero por qué, si nada tiene que decir, no dice, en efecto, nada? Y es que resulta posible conformarse con decir nada cuando nada es sólo casi nada, pero aquí parece que se trata de una nulidad tan radical que, por la desmesura que representa, el peligro al cual conduce y la tensión que provoca, exige, como para liberarse de todo ello, la formación de una palabra inicial por medio de la cual se aparten las palabras que dicen algo.
Quien nada tiene que decir, ¿cómo no se esforzaría en comenzar a hablar y expresarse? "¡Pues bien, mi debilidad y mi absurdo consisten en querer escribir y expresarme a cualquier precio! Soy un hombre que sufrió mucho del espíritu, y con ese título tengo el derecho de hablar."

Descripción de un combate
A ese vacío que su obra -por supuesto, no es una obra - exaltará y denunciará, atravesará y conservará, Artaud se aproximará por medio de un movimiento cuya autoridad le es propia. Al comienzo, frente a ese vacío, trata todavía de recuperar cierta plenitud de la cual cree estar seguro, y que lo pondría en contacto con su riqueza espontánea, con la integridad de su sentimiento y con una adhesión tan perfecta a la continuidad de las cosas, que en él ya se cristaliza en poesía. Tiene, cree tener esa "facilidad profunda", así como la abundancia de formas y de palabras propias para expresarla. Pero "en el momento en que el alma se apresta a organizar su riqueza, sus descubrimientos, esa revelación, en el inconsciente minuto en que la cosa está a punto de emanar, una voluntad superior y maligna ataca el alma como un vitriolo, ataca la masa palabra-e-imagen, ataca la masa del sentimiento, y me deja jadeando como en las puertas mismas de la vida".
Es posible decir que Artaud es aquí víctima de la ilusión de lo inmediato; es fácil decirlo; pero todo comienza con la manera en que resulta apartado de ese inmediato que él llama "vida"; no por un nostálgico desvanecimiento o por el abandono insensible de un sueño. Muy al contrario, por una ruptura tan evidente, que introduce en el centro de él mismo la afirmación de una perpetua sustracción que se convierte en lo que tiene de más propio, y en algo así como la sorpresa atroz de su verdadera naturaleza.
Y así, por medio de una profundización segura y dolorosa, llega a invertir los términos de ese movimiento y a colocar en primer lugar la desposesión, y no ya la "totalidad inmediata" de la cual esa desposesión aparecía al comienzo como la simple falta. Lo primero no es la plenitud del ser, sino la grieta y la fisura, la erosión y el desgarramiento, la intermitencia y la privación corrosiva; el ser no es el ser, sino esa falta del ser, falta viviente que hace que la vida sea inacabada, inaprehensible a inexpresable, a no ser por el grito de una feroz abstinencia.
Quizá cuando creía poseer la plenitud de "la realidad inseparable", Artaud no hizo otra cosa que discernir el espesor de la sombra proyectada a sus espaldas por ese vacío, pues era la plenitud total, único testimonio en él de la formidable potencia que la niega, negación desmesurada, siempre en funciones y capaz de una infinita proliferación de vacío. Presión tan terrible, que lo expresa, a la vez que exige que se consagre por entero a producirla y a mantener su expresión.
Y sin embargo, en la época de la correspondencia con Jacques Rivière, y cuando todavía escribe poemas, conserva manifiestamente la esperanza de hacerse igual a sí mismo, igualdad que los poemas están destinados a restaurar en el momento en que la arruinan. Dice entonces que "piensa en una tasa inferior"' "estoy por debajo de mí, lo sé y sufro por ello". Y más tarde dirá: "Esa antinomia entre mi facilidad profunda y mi dificultad exterior es la que me crea el tormento de que muero". Si en ese instante se siente ansioso y culpable, es por pensar por debajo de su pensamiento, que por lo tanto mantiene detrás de sí, en la certidumbre de su integridad ideal, de tal modo, que si la expresara, aunque sólo fuese con una única palabra, se revelaría en su grandeza verdadera, testigo absoluto de sí mismo. El tormento proviene de que no puede librarse de su pensamiento, y la poesía se conserva en él como la esperanza de saldar esa deuda que sin embargo no tiene más remedio que extender mucho más allá de los límites de su existencia. A veces se tiene la impresión de que la correspondencia con Jacques Rivière, el escaso interés de éste por las poesías y su interés por el problema central que Artaud es llevado a describir en exceso, desplazan el centro de la escritura. Artaud escribía contra el vacío y para esquivarlo. Ahora escribe exponiéndose a él y tratando de expresarlo y de extraer expresión de él.
Ese desplazamiento del centro de gravedad (que representan L'Ombilic des Limbes y Le pèse-nerfs) es la exigencia dolorosa que lo obliga -abandonando toda ilusión - a prestar atención a un solo punto. "Punto de ausencia y de inanidad" en tomo del cual vaga con una especie de lucidez sarcástica, de buen sentido astuto, y luego empujado por movimientos de sufrimiento en los cuales se escucha gritar a la desdicha, como antes sólo Sade supo gritar, y sin embargo, también como Sade, sin aceptar jamás, y con una fuerza combatiente que no deja de tener la medida de ese vacío que él abraza. "Querría superar ese punto de ausencia, de inanidad. Ese pataleo que me debilita, me vuelve inferior a todo y a todos. ¡ No tengo vida, no tengo vida! Mi efervescencia interna está muerta [...] No consigo pensar. ¿Comprende lo que es ese hueco, esa intensa y durable nada? [...] No puedo avanzar ni retroceder. Estoy clavado, localizado en tomo de un punto que es siempre el mismo y que todos mis libros traducen."
No hay que cometer el error de leer, como si se tratara de los análisis de un estado psicológico, las descripciones precisas, seguras y minuciosas que nos propone. Son descripciones, pero las de un combate. El combate le es impuesto en parte. El “vacío" es un "vacío activo". El "no puedo pensar, no consigo pensar" es un llamado a un pensamiento más profundo, presión constante, olvido que, aunque no sufre de ser olvidado, exige, sin embargo, un olvido más perfecto. En adelante, pensar es siempre ese paso que se debe dar hacia atrás. El combate en que siempre resulta vencido se reanuda siempre más abajo. La impotencia no es nunca lo bastante impotente, lo imposible no es imposible. Pero al mismo tiempo, el combate es también el que Artaud quiere llevar a cabo, pues en esa lucha no renuncia a lo que llama la "vida" (ese brote, esa vivacidad fulgurante), cuya pérdida no puede tolerar, que quiere unir a su pensamiento; que, por una obstinación grandiosa y terrible, se niega en absoluto a distinguir del pensamiento, cuando éste no es otra cosa que la "erosión" de esa vida, la "demacración" de esa vida, la intimidad de ruptura y de perdición en la cual no hay vida ni pensamiento, sino el suplicio de una falta fundamental por la cual se afirma ya la exigencia de una negación más decisiva. Y todo vuelve a comenzar. Pues Artaud no aceptará jamás el escándalo de un pensamiento separado de la vida, inclusive cuando se entrega a la experiencia más directa y salvaje que nunca se haya hecho de la esencia del pensamiento entendida como separación, de esa imposibilidad que el pensamiento afirma contra sí mismo como límite de su infinita potencia.



Sufrir, pensar
Sería tentador comparar lo que nos dice Artaud con lo que nos dicen Hölderlin, Mallarmé: que la inspiración es ante todo ese punto puro en que nos falta. Pero es preciso resistirse a esa tentación de las afirmaciones demasiado generales. Cada poeta dice lo mismo, y sin embargo no es lo mismo; es lo único; lo sentirnos. La parte de Artaud le es propia. Lo que dice es de una intensidad que no deberíamos respaldar. Aquí habla de un dolor que niega toda profundidad, toda ilusión y toda esperanza, pero que en ese rechazo ofrece al pensamiento el "éter de un nuevo espacio". Cuando leemos esas páginas, aprendemos lo que no llegamos a saber: que el hecho de pensar no puede por menos de ser trastornador; que lo que hay que pensar es, en el pensamiento, lo que se aparta de él y se agota inagotablemente en él; que sufrir y pensar se encuentran vinculados de manera secreta, pues si el sufrimiento -cuando se vuelve extremo - es tal que destruye la capacidad de sufrir, y destruye siempre, por delante de sí, en el tiempo, el tiempo en que podría ser recuperado y acabado como sufrimiento, es posible que lo mismo suceda con la poesía. Extrañas relaciones. ¿Es posible que el extremo pensamiento y el sufrimiento extremo abran el mismo horizonte? ¿Es posible que sufrir sea, en definitiva, pensar?


Fuente: Zona Erógena, Nº 17 (1994).
Traducción de Floreal Mazía.

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