viernes, 9 de marzo de 2007

AGITPROV. Informe Verídico sobre las Últimas Oportunidades de Salvar el Capitalismo en Italia (VIII) - G. Sanguinetti (1975)

[Si quieres leer el Informe desde el comienzo,
dale al Dante]




VII. Exhortación a liberar al capitalismo de sus irracionalidades, y a salvarlo.

“¿Me consideran duro?
Bien lo sé:
Les obligo a pensar”
ALFIERI, Epigramas.


QUIEN CONSIDERE el mundo conforme a la razón, será considerado por él conforme a la razón. Hay que obrar de acuerdo con los tiempos, y los tiempos han cambiado. Querer ir contra su curso es una empresa cuyo éxito es tan imposible como bien seguro su fracaso. La proximidad de la época fatal, si es que finalmente es sentida como tal por todos nosotros, podrá paradójicamente ser nuestra última oportunidad de salvación, y acaso un día podamos decir, a nuestra vez, las mismas palabras que el Príncipe de Condé durante las guerras de religión: “Nous périssions, si nous n’eussions été si près de périr”. No todo mal es perjudicial, a condición de saber explotar en nuestro exclusivo beneficio todas las ocasiones que aún puedan presentársenos y a pesar de la innegable precariedad de nuestra situación actual: “en el momento presente, era necesario para conocer la virtud de un espíritu italiano que Italia se viera reducida a la condición en que se encuentra ahora: […] sin un guía, sin orden, derrotada, despojada, despedazada, batida en todas direcciones por los invasores, y víctima de toda clase de desolación”, por emplear las palabras de la Exortatio ad capessendam Italiam [Maquiavelo].

A quien nos acusase de hablar demasiado –o demasiado rápido- de nuestra ruina y de su nada hipotética cercanía, le replicaríamos que tal es la primera tarea de quien quiera verdaderamente evitarla, pues no se encuentra uno siempre en situación de impedir semejantes desastres. Y, por otro lado, ¿de qué otra cosa es ya posible hablar a día de hoy?

El conservador inteligente puede concentrar el principio de su acción en una sola frase: todo lo que no merece ser destruido merece ser salvado. Y esto de forma inmediata y en todos los lugares del mundo. Pero todo aquello que no merezca ser salvado, es decir que se encuentre en contradicción con nuestra propia salvación o que, más simplemente, sea a tal respecto una traba, debe abandonarse y ser destruido sin ambages ni escrúpulos superfluos. Desembarazarse del peso muerto del pasado es un acto necesario para hacer menos pesada la tarea de sanear el presente.

La irracionalidad principal del capitalismo hoy es que, siendo peligrosamente atacado, no hace todo lo que sería necesario para defenderse. Admitimos, sin embargo, que existen otras. Tendremos que corregirlas también, si es que podemos. Nuestra gestión debe modificarse allá donde haya sido irreflexiva; pues nuestro poder está íntimamente ligado, desde el origen de la burguesía, a la gestión racional y no puede perdurar sin ella. No decimos nada nuevo si afirmamos que conviene poner en marcha profundas reformas. Las hemos gestado en todas las épocas. Ésa es nuestra fuerza: somos la primera sociedad de la historia que sabe corregirse siempre. Llamamos irreflexivo a todo aquello que, no siendo una necesidad efectiva de nuestra posesión de la sociedad, produce resultados objetivamente en contradicción con dicha necesidad, resultados mensurables por nosotros mismos y, por otro lado, percibidos por todos. Más adelante evocaremos tales reformas.

Aquí quisiéramos más bien repetir que, en el peligro, se debe, como dicen los franceses, faire flèche de tout bois, pero, antes que nada, de la más accesible y de la más maleable. Debemos, pues, emplear a nuestros propios comunistas en vez de vender todo el país a los capitales árabes, tal como algunos de nuestros políticos de repente enloquecidos comienzan a proponer seriamente, con el sólo fin de poner a prueba la experiencia de un gobierno con los comunistas. Pues dicha experiencia no nos cuesta nada, mientras que la lógica de la otra conduce fatalmente a nuestra desposesión integral. ¿Cómo puede ser entonces posible poner en paralelo, ni siquiera un instante, dos soluciones tan manifiestamente desiguales? Lo que no resulta concebible en el ámbito de la lógica propiamente dicha obedece en este caso a una lógica particular, oculta pero fácilmente detectable. Las tres cuartas partes de nuestro personal político debería ser licenciado en esta eventualidad salvadora. En la situación contraria, ese mismo personal se mantendría todo él en su puesto para dilapidar o malversar algunos años más una importante porción de dichos capitales, que finalmente nos expropiarían, sin ni siquiera asegurar a medio plazo el poder de los nuevos propietarios. Pero ¿no se ve que, como consecuencia de esta perspectiva grotesca, en efecto, al suponer que pronto las fuerzas productivas y los bienes inmobiliarios de Europa pertenezcan mayoritariamente a ciertos potentados árabes, que pueden controlar el defectuoso sistema monetario internacional porque controlan provisionalmente la principal fuente de energía de la que dependen los países industriales, no se ve –decimos- que los trabajadores, que ya nos cuesta tanto retener, expropiarían con una facilidad aún mayor a estos nuevos amos extranjeros y arcaicos, por otro lado perfectamente incompetentes? Transportar a la clase propietaria de nuestros países hacía el exotismo y el atraso significa para empezar vender nuestro derecho de mayorazgo por un plato de lentejas. Además, ¿pueden semejantes parvenus esperar controlar nuestros países? ¿Con sus propias tropas o con ayuda de las nuestras? ¿Con nuestra destreza política o con la suya? Nuestras tropas no son seguras y las suyas no valen nada. Nuestra destreza está agotada; en cuanto a la suya, plantear la cuestión es responderla.






No sorprenderá, pues, que los responsables de tal estrategia no tengan ya, particularmente en Italia, otra política que la liquidación de todo nuestro patrimonio nacional y su exportación clandestina a sus cajas de seguridad helvéticas. Mientras los altos funcionarios de nuestros ministerios u organismos económicos se hacen pagar muy caro –aunque, ay, en mala moneda- para abandonar una carrera que les abandona, vemos al hospital de Padua anunciar que va a vender en subasta un Mantegna de su propiedad. No hay nadie, entre los responsables de la gestión de la sociedad italiana, todos viéndola encaminarse precipitadamente hacia el desastre, que no piense en vender lo que posee. Y lo que todos ellos poseen es, a fin de cuentas, Italia misma, con sus monumentos y su suelo; así que en el presente, con tales trabajadores y tales gestores, más nos valdría no calcular el valor de nuestras fuerzas productivas en el mercado. En pocas palabras, debemos oponernos a quienes proyectan lanzar una “Oferta Pública de Adquisición” sobre la sociedad italiana.


Queremos volver un momento a una de nuestras afirmaciones precedentes, conforme a la cual debemos deshacernos sin escrúpulos de todos los impedimenta para superar la crisis de nuestro Estado. El Presidente Leone, por ejemplo, que no es del todo insensible a estos argumentos, hizo alusión hace un año, aunque tal vez con demasiada circunspección –y, en consecuencia, sin éxito-, a la necesidad de una reforma constitucional, urgente a estas alturas incluso según algunos comunistas. Ahora es preciso proponer una que sea al mismo tiempo radical y propicia a la reestructuración de la República, en función de las necesidades prioritarias de la supervivencia de nuestro mundo y, desde luego, que en nada perjudique al mantenimiento de la democracia, como hemos dicho en el primer capítulo de este Informe.


Con el compromiso del Partido Comunista, tanto en la elaboración como en la aplicación de una nueva Constitución, estamos persuadidos de que existe una posibilidad real de superar esta gran crisis. La nueva Magna Charta deberá mantener la democracia, sí, pero de manera desengañada, al contrario de lo que ha ocurrido en los treinta años de infancia de nuestra República. Mantener la democracia significa mantener la regla del voto, que es la base de todas las repúblicas libres modernas. Sabemos que esta regla es la inversa de la que presidía la democracia primitiva: para los antiguos griegos, la regla era contar los votos de quienes estaban dispuestos a batirse abiertamente por uno u otro bando, y Platón demostró, al igual que la historia, cómo de dicha democracia primitiva se pasaba al desorden y al despotismo. En su sentido moderno, la democracia debe ser entendida muy al contrario como una forma de hacer votar al pueblo sobre todas las cuestiones por las que no está dispuesto a batirse. Habrá de acentuarse esta característica, y será necesario, como en el pasado, convocar a los ciudadanos a votar, pero acerca de una mayor variedad de asuntos no perjudiciales para el buen funcionamiento de la sociedad; y lo ciudadanos deberán continuar eligiendo entre diversos candidatos. Mas esos mismos candidatos, provengan de donde provengan, habrán debido a su vez ser previamente seleccionados, con un rigor cualitativo sin común medida con lo que se hace en nuestros días, por una auténtica élite del poder, de la economía y de la cultura.


Y esa misma economía, esa tecnología moderna de la que disponemos y cuyo poder carece virtualmente de límites, exigen a partir de ahora de nosotros que se haga un mejor y más inteligente uso: es decir, que no debemos dejarnos dominar ya por ese poder, que por sí mismo tiende incesantemente a autonomizarse al escapar de nuestras manos; manos que en un pasado reciente maniobraron ante todo conforme a las ficciones democráticas y demagógicas sobre las cuales edificamos el gigante con pies de barro de la época de “la abundancia del bienestar” y de la abundancia mercantil. Pero, puesto que esa época ha concluido, deberemos cesar de hacer consumir al pueblo imágenes demasiado hermosas y demasiado alocadas y podremos concedernos el lujo de hacer consumir a la gente realidades menos duras (menos polución; menos automóviles; pan, carne y alojamientos mejores, y así sucesivamente). En suma, la reforma a fondo de nuestra economía y su reconstrucción sobre bases más sólidas deberá fundar una nueva economía, capaz de ser al mismo tiempo auténticamente liberal y severamente controlada por el Estado; aunque no ciertamente por este Estado, pues él mismo deberá estar rigurosamente dirigido por una élite al fin digna de este nombre. Nos reservamos la ocasión de volver más adelante sobre este asunto.


Ahora nos interesa considerar que no tenemos solamente que mantener una clase dominante, sino la mejor de las clases dominantes posible: nuestros ministros deberán hacerse valer por el mérito y el talento, pues sabemos que aquel cuyas pretensiones iniciales se conforman con el segundo puesto, no sólo no logrará ser el segundo, sino que no conseguirá nada en absoluto. Si esta exigencia mínima parece hoy utópica o demasiado ambiciosa es simplemente con respecto al desolador panorama de nuestros últimos hombres de gobierno; pero una exigencia semejante, que la presente situación obliga a avanzar, no resulta de hecho desproporcionada con la realidad que debemos finalmente afrontar ni con las tareas de largo aliento que la buena administración de una sociedad impone realizar.


Quod principem deceat ut egregius habeatur? [¿Qué debe hacer un príncipe para distinguirse?: título del capítulo XXI de El Príncipe]. ¿Quiénes son los hombres aptos para salvar nuestra sociedad? He aquí lo primero que debemos preguntarnos en el momento de elegir a nuestros ministros; he aquí sobre todo lo que se descuida al privilegiar cien “títulos de mérito” irrisorios, como el hecho de que el honorable Moro sea más o menos enemigo de Cefis, o que la mujer de tal otro sea la amiga íntima del general Miceli, que resultaba estar en prisión. “Extranjero –dijo Platón- ha llegado el momento de ponerse serio”, y es bien conocido el interés que este filósofo sentía por los problemas políticos de nuestra península.




Pues bien, diremos entonces –y nos ofrecemos a probarlo- que hoy existen en Italia los hombres que necesitamos y que es preciso servirse de ellos cuanto antes, haciéndolos salir de esos limbos en los que un rebaño de notables democristianos disfrazados de lobo se jacta de haberlos encerrado a perpetuidad con el fin de tener tiempo para satisfacer con plena libertad su propia voracidad de ministerios y clientelas. Por otro lado, pocos trazos bastarían, si no se tuviera el mérito en tan poca consideración en nuestra República, para definir a tales hombres; y unos pocos ministros bien elegidos serían suficientes para hacer funcionar como es debido un Estado, y eso que en la Francia de Luis XIII bastaba con uno solo. Pero resulta asimismo evidente que, si se quiere continuar aliñando a la italiana las pastas variadas de nuestros gobiernos, asignando un ministerio a un hombre del talento de Bruno Visentini y otro a un Gioia, sobre el cual “il tacere è bello” [Dante], se comprometerá de raíz la posibilidad misma de una acción de estos hombres de valor y se dará una vez más razón a la fórmula justificativa de Mussolini según la cual “gobernar Italia no es una empresa difícil; es una empresa inútil”. Afortunadamente, el porvenir del capitalismo no está más asociado al porvenir de la Democracia Cristina de lo que lo estuvo al del fascismo; pero recordemos que medio siglo de estupidez en el poder constituye un record mundial poco envidiable y, sobre todo, que no nos ha sido disputado por nadie. Pues hoy en día no son numerosos los hombres de talento que asumen el riesgo de comprometerse en medio de la corrupción administrativa de un Estado que parece ser, como diría Dante, “el triste saco que convierte en mierda todo lo que engulle”.


Para salvarnos de la amenaza de subversión, que probablemente persistirá en los próximos años, incluso si los comunistas en el gobierno son capaces de dominarla mejor que nosotros en este momento, nuestra primera operación no debe ser la defensa, tan obstinada como obtusa, de la Italia actual y de sus incapaces dirigentes; nuestra primera operación, bien al contrario, se asemejará a una política de tierra quemada que nos permitirá desembarazarnos de tales hombres y de esos faralaes con que vestimos a nuestra pobre República. Simultáneamente con este trabajo de limpieza radical, deberemos reconstruir a nuestro alrededor una sociedad provista de todas esas cualidades que la hacen digna de ser defendida y salvada a ojos de mucha gente. Y, ¿quién sabe si en ese mismo momento hasta los obreros cesarán de atacarnos tan violentamente, aunque en el fondo de su corazón sigan siempre siendo irreductiblemente hostiles a la propiedad? Pero, sin aventurarnos en utópicas teorías filosóficas sobre el futuro del mundo, en un tiempo en el que, personalmente, ya no nos encontraremos en él, conviene más bien tener en consideración, mientras sigamos aquí, todo lo que sea necesario hacer para no sobrevivir a este mundo que es el nuestro. ¿Quiénes son, a fin de cuentas, nuestros enemigos?

Señalaremos que hoy en día debemos afrontan varias realidades hostiles, entre las cuales la única que es históricamente inmanente a nuestro modo de dominación y de producción es el proletariado, el cual tiene una tendencia natural a la rebelión; cosa que, en su tiempo, los romanos resumían en el adagio quo servit, tot hostes [tantos esclavos, tantos enemigos]. Una vez levantada acta de este dato, de hecho incontestable y constante, es preciso observar si las demás realidades que también nos son hostiles poseen la misma inmutabilidad y la misma constancia que el proletariado; e incluso, más precisamente, quisiéramos preguntar si esas otras realidades son tan necesarias y útiles como el proletariado. Pues no olvidamos ni un instante que por lo menos los obreros, cuando trabajan y no se sublevan, constituyen la más útil de las realidades de este mundo y merecen nuestro respeto; porque son ellos los que, en cierto modo, bajo nuestra prudente dirección, producen nuestra riqueza, id est nuestro poder. Pues bien, rechazamos la idea de que las otras realidades que en el presente comprometen nuestro poder sean necesarias e inevitables. Y nos proponemos examinar al menos dos de ellas: las malas costumbres y la incompetencia de la que nuestra clase política ha dado amplias muestras, de una parte, y la anarquía económica, de otra. Estos dos fenómenos son deletéreos, pero tanto el uno como el otro son oportunamente eliminables, ya que dependen de nuestra voluntad.

Por lo que respecta a eso que definimos como la insuficiencia –es un eufemismo- de nuestro sector gobernante considerado en su conjunto, y puestas al margen un par de excepciones, afirmamos que ya no debemos tener ningún escrúpulo en dejar que se vaya a pique en el mare mágnum de sus errores y sus escándalos, pues ya hemos dado pruebas de un mayor reconocimiento hacia él del que debíamos por unos servicios que admitimos ha sabido prestar, pero en un pasado ya lejano; y durante demasiado tiempo le hemos otorgado una paciencia a fondo perdido, de la que –éste es el momento de decirlo- en realidad no nos sentíamos capaces. Pues la paciencia, de entre todas las virtudes humanas, es a nuestro ver la única que deja de serlo cuando se la practica en exceso. Dejemos al Papa, que está menos agobiado que nosotros por las necesidades contingentes de la vida mundana del siglo, la ocasión de cumplir un acto de caridad socorriendo y blanqueando las conciencias de estos huérfanos del poder. Aparte, en efecto, de la satisfacción que será finalmente necesario dar a la opinión pública, que está legítimamente fatigada de ver primar la incompetencia en el poder, podremos de esta suerte ahorrarnos nosotros mismos la faena de tener que defender en el futuro a hombres que, en lugar de llevar a cabo una política de conservadurismo inteligente, como se les había pedido, han preferido una política de obtusa reacción, dilapidando durante todo este tiempo todo aquello que les pasaba por las manos. Hombres que, en primer lugar, se han apoyado en nuestros capitales, los cuales declaraban querer defender, con el fin de burlarse de los electores; y que ahora se apoyan en los electores para burlarse de nosotros. Hombres tales que, en fin, para expresarnos una vez más a través de Maquiavelo, “mientras haces uso de ellos, pierdes la facultad de usarlos”.

Por otro lado, incluso en la Democracia Cristiana existen hombres inteligentes, y aquí no sólo hacemos alusión a un Andreotti o a un Donat-Cattin; pero, en conciencia, ¿cómo podría la inteligencia de estos hombres políticos dar sus frutos cuando Fanfani les pide servirse de ella con el solo fin de defender lo indefendible e inútil, en tanto se descuida sistemáticamente salvar lo esencial? La supervivencia de un mundo político así constituido es ya, en sí misma, una de esas realidades hostiles que se supone debemos mantener. Debemos, sin embargo, deshacernos de él, “[…] et fia el combatter corto” ["y el combate será corto", Petrarca].






En cuanto a eso que hemos llamado “anarquía económica”, afirmamos que en lo sucesivo se deberá limitar autoritariamente la tendencia a la acumulación de sobreganancias en ciertos sectores básicos, en los cuales el desarrollo alcanzado por las técnicas modernas –y, en especial, las químicas- permite todo, pero cuyos resultados amenazan a la población hasta en su simple existencia cotidiana y tienden cada vez más a privarla de ese poco que es absolutamente necesario dejarle. Desaprobamos completamente, por ejemplo, a esos industriales que asumen el riesgo de provocar a las gentes sin interrupción, gentes a las cuales hacen consumir vinos o aceites químicos, o alimentos –conviene decirlo- incomestibles, con el solo objetivo de aumentar sus beneficios sectoriales, descuidando descaradamente los intereses más generales y superiores de nuestra clase.

Porque –repitámoslo- nada provoca más al ciudadano democrático que esa impresión de que se le toma el pelo impune y sistemáticamente; y aunque dicho ciudadano se desinterese en ocasiones por la política, no resulta insensible a la calidad de lo que come o del aire que respira. Es preciso, por el contrario, que nos preocupemos por mantener para la clase dominante, y secundariamente para las clases dominadas, el mejor nivel de vida cualitativo posible. Por otro lado, ya lo decía a la altura de 1969 un industrial como Henry Ford, y nosotros queremos recordar aquí sus propias palabras: “[…] los términos del contrato entre la industria y la sociedad están cambiando […]: se nos exige contribuir a la calidad de vida, más que a la cantidad de bienes”. Jugar a los hipócritas no reporta ningún beneficio, o al menos no debería reportárselo ya a nadie. Nos sentimos muy poco inclinados a consignar, con la satisfacción reservada a esos miserables ahorradores que forman su pequeño accionariado, los activos del balance de Montedison de los que se jacta Cefis –activos, por otro lado, más o menos adquiridos con los medios que Scalfari ha revelado al público recientemente en su buen libro Razza Padrona-, en tanto tales beneficios representen una formidable incitación a la revuelta social.

Y, puesto que hemos citado a Eugenio Scalfari, un hombre cuyo valor estimamos tanto como su inteligencia, aprovechemos la ocasión para expresar nuestra opinión sobre eso que el define excelentemente como “burguesía de Estado”. Justamente, una de las razones que nos ha conducido a elegir para este Informe esa antigua forma de exposición que es el panfleto, en lugar de un escrito más sistemático, es que, de esta suerte, no renunciamos al encanto de hablar sin orden ni concierto, al encanto de conversar –por así decir-, lo cual permite tratar de todo sin tener jamás la pretensión de ser exhaustivos y, al mismo tiempo, evitar encenagarse en los pantanos de esas “demostraciones” sofisticadas a las que son tan aficionados nuestros políticos para pasar de matute sus elásticas “verdades” (para decir la verdad pocas palabras bastan: verum index sui et falsi [Spinoza]. Y además porque esta forma de escribir nos parece útil, por rápida, en un momento en el que otros compromisos que no podemos rechazar nos imponen no perder el tiempo.

Pues bien, esa “burguesía de Estado”, que reúne en sí misma los defectos de la burguesía decadente parasitaria y los de la clase burocrática que detenta el poder en los países socialistas, es uno de esos productos de la gestión “a la italiana” del poder y un residuo altamente nocivo de la “parcelación” de este último. El Presidente de Montedison, Cefis, es el modelo en el que se inspira la descripción de Scalfari. Pero la “burguesía de Estado” desborda en realidad dicho modelo; anida un poco por todos lados en las industrias estatalizadas o con participación estatal y en la selva de los sesenta mil “organismos” públicos, y ha creado de este modo un poder propio, autónomo en relación con la gran burguesía tradicional, y fundado sobre tal poder lo que Alberto Ronchey ha llamado, de manera pertinente, el “capitalismo de Estado demo-cristiano”. Los miembros de semejante “raza dirigente” son en realidad individuos sin ningún patrimonio personal originario y privados de cultura, y no queremos siquiera decir de una cultura que sea digna de una clase dirigente, sino que sea tan sólo comparable, aunque de lejos, a la del austero pequeño-burgués, enseñante o de cualquier otro tipo, de tiempos pasados. Desde luego, sólo un número relativamente restringido de estos individuos detenta hoy en día un poder real, y los más numerosos no pueden resultar perjudiciales más que por sus limitados talentos. Pero esto no significa que dicho fenómeno no se encuentre en expansión y que no merezca, en consecuencia, nuestra vigilancia.

A lo largo de su historia, el capitalismo ha modificado continuamente la composición de las clases a medida que transformaba la sociedad que hasta el presente ha dirigido. Ha debilitado o recompuesto, suprimido e incluso creado clases que desempeñan una función subalterna pero necesaria para la producción, la distribución y el consumo de mercancías. Sólo la burguesía y el proletariado siguen siendo las clases históricas que continúan, en un conflicto que esencialmente es el mismo que en el siglo pasado, jugándose entre ellas el destino del mundo. Pero las circunstancias, el argumento, los comparsas e incluso el espíritu de los principales protagonistas han cambiado con el tiempo.

No es, pues, un fenómeno peculiar de la sociedad italiana. La expansión de estos últimos treinta años, sin precedentes en la historia de la economía mundial, ha acarreado la necesidad de crear en todas partes una clase de managers, es decir, de técnicos aptos para dirigir la producción industrial y la circulación de mercancías; estos managers, a los que se llama, tras su vulgarización moderna, ejecutivos [cadres], han sido necesariamente reclutados fuera de nuestra clase, que por sí misma no podía asumir ya la totalidad de las tareas de dirección. A pesar de la leyenda dorada, en la que ellos son los únicos en creer, tales ejecutivos no son otra cosa que la metamorfosis de la pequeña burguesía urbana, constituida antaño en gran parte por productores independientes a la manera de los artesanos, que en el presente se han transformado en asalariados, ni más ni menos que como los obreros, y esto a pesar de que a menudo los ejecutivos esperan asemejarse a los miembros de las profesiones liberales. A causa de esta “semejanza”, obtenida a bajo precio, se han convertido en cierta manera en el objeto de las ensoñaciones promocionales de numerosas capas de empleados pobres; pero en realidad no tienen nada que permita definirlos como ricos: simplemente se les paga lo bastante para que puedan consumir un poco más que los otros, pero siempre la misma mercancía en serie.







Contrariamente al burgués, al obrero, al siervo, al feudal, el ejecutivo no se siente jamás en su lugar: siempre inseguro y siempre decepcionado, aspira continuamente a ser más de lo que es, y más de lo que nunca podrá llegar a ser; aspira y, al mismo tiempo, duda. Es el hombre del malestar, tan poco seguro de sí como de su destino –y no sin razón, en efecto-, que debe de continuo disimular la realidad de su existencia. Es dependiente de una manera absoluta, y bastante más que el obrero, pues debe seguir todo género de modas, incluidas las modas ideológicas; es para ellos para quienes nuestros escritores e intelectuales “de vanguardia” confeccionan repugnantes best-sellers que transforman las librerías en supermercados, en los cuales, personalmente, rehusamos poner los pies (felizmente existen todavía, para nuestra consolación, algunas buenas librerías consagradas a lo antiguo). Es para estos ejecutivos para los que hoy se cambia la fisonomía y las funciones urbanas de nuestras ciudades, que antes eran las más hermosas y antiguas del mundo; y para ellos se programa, en restaurantes antaño excelentes, esa cocina repugnante y falsificada que los ejecutivos ponderan siempre en voz alta, con el fin de que sus vecinos se den cuenta de que han aprendido a imitar el tono de pronunciación de los altavoces de los aeropuertos. “Oh sovra tutte mal creata plebe…” [Dante].

Políticamente, esta nueva clase oscila perpetuamente porque quiere lograr sucesivamente cosas siempre contradictorias; no hay, pues, un solo partido que no se la dispute a los otros y que no reciba sus votos.

Como la pequeña burguesía de otro tiempo, estos ejecutivos están muy diversificados; pero la capa de los cuadros superiores, que constituye para todas las demás el modelo de identificación y su meta ilusoria, se encuentra ya vinculada de mil maneras a la burguesía y no proviene tanto de esta última como se incorpora a ella. He aquí, en pocas palabras, el retrato de esos a los que nuestra burguesía ha confiado una porción creciente de sus propias funciones. No hay, pues, motivos para asombrarse si tales funciones son asumidas de la manera que ya sabemos.

Una parte progresivamente creciente de nuestra propia clase se ha convertido de hecho, por desánimo o ineptitud, en parasitaria; y cuando no se ha arruinado, al menos se ha empobrecido notablemente, como cabía esperar. Pues bien, nosotros afirmamos que esa parte de la burguesía no sólo no debe ser defendida, sino que ha de ser eliminada: o bien se reintegra dignamente, y con toda la inteligencia que requiere la situación presente, en una sociedad cuyo tejido debemos recomponer, o bien, en el caso contrario, los ministros comunistas tendrán todo nuestro apoyo si la golpean con una reforma fiscal draconiana, algo al fin digno del nombre de reforma. Y que estos confortables burgueses inactivos no crean ni por un instante que para llevar a cabo una reforma semejante sea necesario un ministro comunista, pues dicha medida no deriva tanto del “compromiso histórico” como de su comportamiento, desprovisto de toda combatividad. La necesidad, dice el pueblo, agudiza la inteligencia, y ha llegado el momento en el que la creatividad y el fantástico espíritu emprendedor del que la burguesía ha dado muestra en otros tiempos reúnan todas las condiciones para volver a eclosionar una vez más. Pues no pueden pensarse más que dos eventualidades: o bien la burguesía, en Italia y fuera de ella, da pruebas de esa inteligencia y voluntad de vivir, o bien perece sin dejar muchas añoranzas tras de sí, ya que habrá colaborado en demasía con sus enemigos en acelerar y hacer inevitable su fin –y ello porque habrá querido identificar su supervivencia en tanto clase hegemónica con la supervivencia de sus carencias-. Y en tal caso, la condena ya está escrita:

Per tai difetti, e non per altro rìo,
semo perduti, e sol di tanto offesi,
che sanza speme vivemo in disìo
.”
[Por tal defecto, no por otra culpa,
perdidos somos, y es nuestra condena
vivir sin esperanza en el deseo
Dante, Infierno, Canto IV]

Hicimos alusión al comienzo de este último capítulo a la posibilidad de realizar reformas. No es éste el lugar en el que se deban tratar de una manera profunda tales cuestiones, a las que ya nos hemos enfrentado en otro lugar, en un documento no destinado a la difusión confidencial e intitulado en homenaje al célebre texto del Pseudo-Jenofonte La República de los Italianos. No creemos faltar a la modestia si recordamos que dicho documento encontró la reconfortante aprobación de personalidades que ocupan los más altos puestos; pues más bien en honor de tales personas podemos evocar la pronta comprensión de su necesidad. Nos limitaremos, pues, a trazar aquí algunas bases metodológicas de este reformismo.







La dificultad, evidentemente, radica en la necesidad de definir qué es efectivamente vital para nuestro orden económico y social; es decir, distinguirlo severamente de las apariencias demasiado fácilmente admitidas de la ilusión, la facilidad y la rutina. Reconozcamos, como todo el mundo, que las prácticas actuales no pueden continuar, pero hagámoslo con una perspectiva lúcida y combativa, y no con el imbécil abatimiento que actualmente reina entre todos los autores de los errores pasados, que ni siquiera son capaces todavía de descubrir que se trataba simplemente de crasos errores, de suerte que creen haber sido desmentidos de forma repentina y completamente imprevisible. No se trata más que de corregir las irracionalidades de nuestro poder, lo que no tiene nada de novedoso para quien considere nuestra historia con ojos desengañados.

El capitalismo salvaje está condenado. Desde el momento en el que puede venderse todo, se ha convertido en incívico producir sólo y prioritariamente lo que es más rentable de manera inmediata cuando se hace en detrimento de todo porvenir concebible. Todos los excesos de la competencia deben ser eliminados por el poder de la propia producción en un momento en el que, literalmente, falta espacio para vivir con nuestra producción, que destruye su base y sus condiciones futuras. Cuando el proceso productivo se desmiente a sí mismo porque hemos creído demasiado en el valor de los automatismos, ayudados pero nunca realmente corregidos por el poder político, resulta que todas las justificaciones socialmente dadas a dicha producción dejan universalmente de ser admitidas. Ya no creemos, ni lo hace nadie, que el progreso de la producción consiga disminuir el trabajo. Ya no creemos, y hay poca gente que lo crea todavía, que dicha producción sea capaz de distribuir, en cantidad y calidad crecientes, bienes efectivos. Es preciso, pues, sacar las conclusiones. Los auténticos detentadores de la autoridad social, en la propiedad, en la cultura, en el Estado y los sindicatos, deben cuanto antes ponerse de acuerdo, primero en secreto y, muy pronto, públicamente, para promulgar una carta de racionalización de la sociedad, concebida para un largo período de tiempo. El capitalismo debe proclamar y realizar plenamente la racionalidad de la que es portador desde sus orígenes, pero que no ha realizado más que parcialmente y a pequeña escala. Si llevamos a cabo aquí –precisamente porque nuestro país podría sacar del exceso de peligro la fuerza de la salvación- una obra tan urgente y tan necesaria, el “modelo italiano” de capitalismo podría ser seguido por toda Europa y mostrarse capaz en último término de abrir una vía nueva para el mundo entero.

En la perspectiva de una sociedad cualitativa, será necesario distinguir ante todo muy consciente y claramente dos sectores en todo consumo. Un sector debe ser el de la calidad auténtica, con todas sus consecuencias reales. El otro, el del consumo corriente, deberá ser, en cuanto resulte posible, finalmente saneado. Durante mucho tiempo hemos fingido creer que la abundancia de la producción industrial elevaría poco a poco a todo el mundo hasta las condiciones de vida de la elite. Tal argumento ha perdido de forma tan completa su débil apariencia de seriedad que hoy en día se ha degradado hasta el punto de no ser ya más que la efímera base de los razonamientos e incitaciones de la publicidad. Ahora sabemos que la abundancia de objetos fabricados exige aun con más urgencia la delimitación de una elite, una elite que se mantenga justamente al abrigo de dicha abundancia y recoja lo poco que es realmente precioso. La tendencia maquinalmente igualitarista de la industria moderna, que quiere fabricar de todo para todos y que desfigura y rompe todo lo que existía previamente para difundir su más reciente mercancía, ha arruinado prácticamente todo el espacio, y una gran parte de nuestro tiempo, amontonando bienes mediocres: los coches y las “segundas residencias” están por todos lados. Si las palabras siguen siendo ricas, con las cosas pasa lo contrario, y el paisaje de todos se degrada. La ley que determina esto es que, sin duda, todo lo que se distribuye entre los pobres no puede ser otra cosa que pobreza: coches que no pueden circular porque hay demasiados, salarios en moneda inflacionista, carne de ganado engordado en pocas semanas mediante alimentación química.

¿Qué puede desear una auténtica elite? Que cada uno se interrogue al respecto con toda sinceridad. Deseamos la compañía de gentes con gusto y cultura, el arte, la calidad de los manjares y de los vinos escogidos, la calma de nuestros parques y la bella arquitectura de nuestras antiguas residencias, nuestra rica biblioteca, el manejo de los grandes asuntos humanos o su simple contemplación desde detrás de los bastidores. ¿A quién haríamos creer que podría haber de todo esto, y lanzado precisamente al mercado por nuestra actual producción industrial de pacotilla, para todo el mundo, o incluso para un 10 % de nuestra población, tan excesiva? ¿Osaríamos siquiera defender que esto pueda realmente ser disfrutado y practicado por cualquiera, aunque se trate de uno de esos fulanos a los que hemos convertido en ministros, pero que todavía huele al sudor de su infancia pobre y de sus febriles estudios de arribista?

Hace falta, pues, repensar el conjunto de la producción y del consumo, añadiéndole desde luego la instrucción, con espíritu de clase, recordando que nuestra clase posee precisamente el mérito histórico de haber descubierto las clases; que es la burguesía, y en modo alguno el marxismo, la que ha proclamado la lucha de clases y fundado sobre ella su posesión de la sociedad. Nuestra elite social no está aislada, como los “estados” en las sociedades del Ancien Régime. Se accederá a ella fácilmente en el curso de varias generaciones cuando nuestro sistema educativo sea realista y esté bien adaptado; y cuando podamos ofrecer a los individuos más aptos una participación en las ventajas efectivas que justifican los más grandes esfuerzos. Igualmente, debemos seguir en condiciones de ofrecer a las clases subordinadas (artesanado, funcionarios estatales o político-sindicales) ventajas menores, pero también satisfactorias y auténticas. De este modo, la tendencia a elevarse valerosamente en la escala social para acceder a un forma de existencia cualitativa se verá reforzada, y en la misma medida volveremos a gozar apaciblemente de dicha realidad, que hoy en día está en suspenso de mil imprevistos; pues a día de hoy hemos extendido tan sin mesura y sin reflexión el falso lujo y el falso confort que toda l población se siente, como es normal, insatisfecha.








La avaricia puede oponernos la siguiente apreciación trivial: que la delimitación de un consumo de calidad, que recree una barrera de dinero ante los productos a granel del consumo contaminante, acarree de forma nefasta la obligación de mayores gastos en la vida cotidiana de la clase dominante. Responderemos que los ricos deben pagar su lujo, bajo pena de no poder disfrutarlo más en un plazo muy breve. La burguesía debe comprender, y sobre todo en Italia, que ya no resulta posible que los ricos paguen todo menos caro, y debe igualmente decidirse a pagar los impuestos. Por otro lado, tendremos que dedicarnos también a mejorar el consumo del pueblo, corrigiendo en la medida de lo posible todo aquello que se le impone y resulta nocivo para su salud física o psíquica; y todos sabemos que es mucho, desde los transportes a los alimentos, pasando por distracciones y divertimentos embrutecedores. En el presente, el pueblo está lo bastante agotado por la abundancia de un consumo artificial y decepcionante como para admitir con alivio un consumo mesurado y tranquilizador, que satisfaga más o menos sus pocas necesidades auténticas. Nos bastará, a medida que llevemos a cabo esta corrección, con revelar toda la verdad, particularmente desde el punto de vista médico, de lo que se había hecho del pan, del vino, del aire de las calles; en pocas palabras, de todos los simples placeres del pueblo. Las gentes, retrospectivamente espantadas con justa razón, nos estarán agradecidas por haberlas detenido en este descenso funesto de la realidad actual. Ya no será preciso polucionar más que cuando la industria no pueda realmente evitarlo; y, en cualquier caso, no habrá que contaminar más que las zonas industriales planificadas y pobladas conforme a este criterio fundamental, y ya no todo el país, “a bischero sciolto” [a calzón quitado], como ocurre en este momento.

La cuestión de la enseñanza es por sí misma tan grave que casi bastaría para hacer comprender a todos que debemos reconstruir con urgencia una sociedad cualitativa, tanto en nuestro interés bien entendido como en el del pueblo entero. Cuando vemos las cantidades de diplomados de eso que llamamos, por antífrasis, nuestras universidades no sólo sin ninguna cultura real, sino además sin empleo, y que no pueden siquiera encontrar trabajo como obreros puesto que los empleadores desconfían normalmente de tales gentes, y que, en consecuencia, habrán de convertirse en descontentos y acaso puede que en rebeldes, consideramos que se trata del producto de una impericia que no siente ningún reparo en dilapidar los recursos del Estado, no diremos sin resultado alguno, sino más bien con el resultado de exponernos a muchos peligros; y de este modo se hiere no sólo el más elemental sentido de la honestidad, sino además el de la lógica. Los italianos, que fueron los primero en inventar la Universidad y la banca, que dieron forma durante el Renacimiento a la primera y mejor teoría científica sobre el dominio político, esos mismos italianos –decimos- son los primeros en sufrir, y más que el resto de pueblos, la crisis de todos aquellos terrenos en los que destacaron. Aún podemos ser los primeros si sabemos mostrar al mundo el camino que nos llevará fuera y más allá de esta crisis.

Si ofrecemos a todos un puesto relativamente satisfactorio, pero sobre todo si nos aseguramos sin tergiversarla la colaboración del conjunto de lo que podemos llamar las elites de encuadramiento, no tendremos dificultades para resistir cualquier subversión con un mínimo de represión inteligentemente selectiva; pues ciertamente no son las presuntas “Brigadas Rojas” las que van a poner en peligro nuestro poder; y si hoy los cuatro exaltados que las componen parecen una amenaza contra el Estado y se evaden con facilidad de sus prisiones, no es porque se trate de un grupo pequeño pero muy numeroso, sino sencillamente porque el Estado se ha desvanecido hasta tal punto que cualquier se ve con permiso para ponerlo en ridículo. Cuando hablamos de represión selectiva, queremos decir que es necesario que nos defendamos de una cosa muy distinta.

La censura –y confesamos que a este respecto deberemos tener cuidado de sujetar con brida corta a nuestros aliados comunistas- no se compadece con el espíritu del capitalismo. La censura no puede ser contemplada en nuestras leyes, ni empleada en la práctica, más que a título de recurso de todo punto excepcional, al menos cuando se trate de libros. Sobre esta cuestión es preciso no sobrestimar los peligros, pero tampoco dormirse en los laureles. En los últimos diez años, por ejemplo, y considerando el conjunto de los países democráticos, nos parece que una censura inteligente no habría tenido que prohibir más allá de tres o cuatro libros. Pero estos últimos hubiera sido necesario hacerlos desaparecer absolutamente, por todos los medios. Y no es que hubiésemos rehusado leerlos, sino que los habríamos tenido bajo nuestra custodia, como los textos eróticos en la biblioteca del Vaticano. Cuando los libros de crítica política no se refieren más que a un detalle de la actualidad o a una peripecia local, prescriben antes de haber tenido tiempo de encontrar muchos lectores. No debemos prestar atención más que a los muy escasos libros que son susceptibles de ganar adeptos durante un largo periodo y sacudir finalmente nuestro poder. Debemos sin duda instruirnos al respecto. Con todo, no se trata de criticar a sus autores, sino de aniquilarlos. En efecto sabemos, aunque se olvide a menudo, que las plumas de las que hablamos acaban siempre por hacer hablar a las armas, cuando no es a la inversa, o hasta que sea a la inversa; ya no nos acordamos de quien lo dijo primero, pero existe en la historia una significativa simultaneidad entre la invención de la imprenta y la invención de la pólvora para cañones. En suma, debemos tratar a los autores de ciertos libros como perturbadores de la paz pública, nefastos para nuestra civilización; que no quieren reformar, sino destruir. Debemos guardarnos escrupulosamente, en todos los puntos cruciales, de todo sentimentalismo y de toda pretensión de justificación excesiva, que amenazaría con corromper nuestra propia lucidez: no administramos el Paraíso, sino este mundo.









Por muy terrible que sea la situación en Italia en el momento en el que escribimos, que no se nos acuse sobre todo de exagerar el peligro y el dolor al punto de hacer derivar todo lo que nos amenaza en tanto clase universal de las desgracias particulares de esta:

“[…] serva Italia, di dolore ostello
nave sanza nocchiere in gran tempesta
[…]”
[“esclava Italia, albergue de dolores,
nave sin timonel en la borrasca
,”
Dante, Purgatorio, Canto VI]

Muy al contrario, si estamos inquietos hasta tal extremo por lo que lo ocurre, y por lo que todavía puede ocurrirle a Italia, es justamente porque sabemos que la crisis es mundial. Habida cuenta de lo avanzado de la unificación capitalista del planeta, corremos el riesgo de arrastrar al capitalismo mundial al abismo. Pues Italia ya no es en absoluto esa provincia atrasada y separada de las naciones modernas, como fue durante tanto tiempo para su desgracia y para su tranquilidad. El poder de clase está tan amenazado en Rusia como en América, pero Europa, debilitada desde cualquier punto de vista, se encuentra en el centro de la tempestad. Y todas las desgracias históricas de Europa no son ajenas al hecho de que en su seno haya franceses. Todo permite pensar que, sin ellos, el capitalismo habría conocido un desarrollo superior desde el punto de vista cualitativo. El Descenso de Carlos VIII quebró las repúblicas comerciantes italianas, cuyo recuerdo Bonaparte acabó de borrar tres siglos más tarde en Venecia. La Revolución de 1789 dio libre curso a los programas ilimitados de la canalla, en tanto que las revoluciones burguesas en la Inglaterra del siglo XVII parecieron fundar la ciudad política adecuada al desarrollo armonioso del capitalismo moderno. En fin, mientras la ideología de la abundancia de mercancías parecía aún recientemente capaz de calmar mediante el consumo el malestar de las clases trabajadoras –aunque a este respecto, los observadores prevenidos siempre hayan dudado de la solidez de tal equilibrio-, han sido una vez más los franceses los que, en 1968, le han asestado un golpe de muerte.

A lo que ahora nos enfrentamos es a un problema universal, y se trata de un problema muy antiguo. El año pasado Giovanni Agnelli decía que los obreros no querían trabajar porque estaban desmoralizados por las condiciones de hábitat que se les ha ofrecido. Por más que se le pueda reconocer cierta agudeza a esta original observación, debemos señalar que Agnelli, al privilegiar demasiado el examen de las circunstancias más características de nuestro periodo inmediato, no ha alcanzado esta vez el corazón de la cuestión. Los obreros no quieren trabajar cada vez que reconocen la menor posibilidad de no hacerlo, y perciben posibilidades de este género cada vez que nuestro dominio económico y político se encuentra debilitado por dificultades objetivas o por las que se derivan de nuestras torpezas. No volver a trabajar jamás era, si uno mira el fondo de las cosas, la meta tanto de los Ciompi como de los Communards. Todas las sociedades del pasado, en todas las épocas, se han enfrentado a su manera a este problema, y lo han dominado; en tanto que se diría que, en el presente, somos nosotros los que estamos siendo dominados por él.





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Aquellos de nuestros lectores que nos hayan reconocido saben bien que en ningún tiempo de nuestra vida consentimos pactar con el fascismo, y que tampoco lo haremos con una forma de gestión burocrática totalitaria, y esto por las mismas razones: la burguesía debe querer seguir siendo la clase histórica por excelencia. El mismísimo Karl Marx, irrefutable en este punto, demostró el error que comete la burguesía cuando abdica su poder político en manos de cualquier “bonapartismo”. Miramos, pues, hacia el futuro, pero no hacia cualquier tipo de futuro.

¿Cuál sería entonces, por utilizar por una vez el lenguaje de nuestros “ejecutantes”, nuestro “modelo”? Mientras que los más cultivados de nuestros adversarios encuentran el esbozo de su modelo en la Atenas de Pericles o en la Florencia anterior a los Medici –modelo que se debería confesar asaz insuficiente pero digno, sin embargo, de su proyecto real, pues exhibe en el nivel más caricaturesco, tras el radicalismo utópico de la ultra-democracia, la violencia y el desorden incesantes que son su misma esencia-, nosotros, por el contrario, simbolizaremos nuestro modelo de sociedad cualitativa, modelo que en su tiempo fue suficiente e incluso perfecto, en la República de Venecia. He aquí la más hermosa clase dominante de la historia: nadie se le resistía ni pretendía pedirle cuentas. Durante siglos, no hubo en ella mentiras demagógicas, ninguna o casi ninguna perturbación, y muy poca sangre derramada. Se trataba de un terrorismo atemperado por la dicha, la dicha de cada uno ocupando su lugar. Y no olvidemos que la oligarquía veneciana, apoyándose en ciertos momentos de crisis en los obreros armados del Arsenal, ya descubrió esa verdad conforme a la cual una elite seleccionada entre los obreros hace de maravilla el juego a los propietarios de la sociedad.






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Para acabar, diremos que, al releer estas páginas, no encontramos qué objeción, aunque sea poco pertinente, podría presentarnos un espíritu riguroso; y estamos persuadidos de que la verdad se impondrá generalmente.


Con excepción de la fotografía de la figurita de Patrick Bateman, el resto de imágenes que ilustran esta última entrega del Informe son obra de artistas rusos contemporáneos. En orden de aparición: LEONID LAMM, GEORGE AKHVLEDIANI, LEONID SOKOV, ALEXANDER ZHITOMIRSKY, VITALY KOMAR, GRISHA BRUSKIN, YURI ABISALOV, LEONID PINCHEVSKY y FARID BOGDALOV.

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