sábado, 19 de mayo de 2007

FICCIONES. El desmemoriado Geige (por Diego L. Sanromán)




[Fragmento]

Me llamo Max-Ernst Geige y soy un ser humano. Necesito dejar constancia escrita de esta verdad primordial antes de que la arena del tiempo lo haya engullido y sepultado todo. Necesito dejar constancia de esta verdad primera porque estoy seguro –y, créanme, son ya muy pocas las cosas de las que estoy seguro- de que dentro de poco ya no habrá ni un solo rastro de mí. Llegará un momento en que mire a los alimentos con una extrañeza total y definitiva y en que mis pulmones ya no sepan para qué demonios sirve el oxígeno. Doblaré entonces las piernas y me moriré en un rincón como una bestia abandonada.

Necesito dejar constancia –les digo- de que alguien alguna vez me dio por nombre el de Max-Ernst Geige y de que todavía soy un ser humano. Y ello aunque soy consciente de que este discurrir de la pluma sobre la página es un gesto inútil –otro gesto inútil más- y de que mi escritura habrá de tener la misma consistencia y perduración que un retrato hecho en el viento. Pero no me queda sino esto. Confiar con ceguera fingida en la capacidad de las palabras para enfrentarse a la corrosión del tiempo y en que el papel tardará más que mi cerebro en transformarse en polvo de cenizas. Una confianza de todo punto demente, les prevengo.

Últimamente he tenido ocasión –aunque también empujado por una necesidad por así decir vital- de pensar en una cuestión de cierta hondura; yo, que soy poco o nada dado a las profundidades y las filosoferías. ¿En qué lugares habita mi recuerdo?, he aquí la pregunta que no puedo dejar de plantearme una y otra vez desde que empezaron ha sucederse los extraños acontecimientos que, si nada ni nadie lo impide, trataré de narrarles. ¿Qué certifica lo que soy? Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, que en cierto modo encierra e implica esta última, la respuesta parece simple. Hay fotografías e incluso alguna película familiar en la que mi imagen quedó impresa; documentos escritos en los que figuran mi nombre, mi descripción, mis títulos, méritos e historia, e incluso algunos –muy escasos y de menguado valor, bien es cierto- que son obra de mi propia mano y en los que quise dejar apresados pensamientos y emociones de suyo huidizos; están además los trazos que dejamos en la memoria ajena, en la de los amigos y familiares, en las personas con las que tenemos contacto cotidiano o esporádico, y aun en la de aquellas con las que no nos hemos cruzado más que una vez en la vida; hasta el código genético es un modo de asentar nuestra memoria en el mundo. Sin embargo, yo no tengo hijos, mi recuerdo se ha borrado de la cabeza de los otros y hay indicios que me llevan a pensar que otro tanto habrá de ocurrir pronto con mi propia cabeza. Si nada cambia, en breve no seré ni la sombra de un espectro.

Todo comenzó con algunos sucesos de los cuales, en un principio, no supe determinar su auténtica trascendencia. De hecho es probable que todas las catástrofes comiencen así: mediante la acumulación de pequeñas brechas en el sucederse natural de los acontecimientos que nadie da en interpretar entonces como síntomas de los desastres que se avecinan.



Vivo en el centro de la ciudad, en uno de esos edificios antiguos que aún conserva un viejo ascensor con puertas de madera acristaladas y una de esas viejas porteras que se pasan los días encerradas en su pequeño tabuco del portal y, que a pesar de su aire despistado, no hay nada que se les escape y lo saben absolutamente todo de todos. He de confesar que soy de carácter reservado y un tanto tímido, y es corriente que mi relación con las gentes que no me son muy cercanas se limite a las consabidas y usadas normas de cortesía. Así había sido siempre con la vieja portera del edificio –cuyo nombre ya ni siquiera recuerdo- en los muchos años que llevo viviendo en mi apartamento del tercer piso, y así fue también el día en que empezaron a amontonarse las grietas de mi derrumbe.

No sabría, a estas alturas, establecer la fecha ni fijar los detalles de lo que sucedió, pero guardo aún –sólo los dioses saben por cuánto tiempo- un recuerdo difuso de lo esencial del asunto. Volvía, si no me equivoco, de uno de mis habituales paseos por el parque que ocupa el corazón de nuestra ciudad y, al atravesar el portal del inmueble, debí saludar a la portera con un acostumbrado “buenas tardes”. Creo, sin embargo, que del otro lado del ventanuco de la portería no hubo respuesta alguna. Mientras esperaba el ascensor, que por su tardanza debía encontrarse en los pisos más altos de la casa, noté como un picoteo entre los omóplatos. Me volví, bajé la mirada y me encontré con el rostro arrugado y el moño gris y esférico de la portera, que me observaba con ojos estrábicos y suspicaces.

- ¿Sí? –le pregunté tal vez.
- ¿Podría usted decirme a qué piso va? –debió de ser más o menos la respuesta.
- No la comprendo… A mi piso, naturalmente.
- Tengo orden de no dejar pasar a nadie que no se haya identificado previamente y como es debido.
- Desde luego, lo sé –confirmé extrañado-. Yo mismo fui uno de los promotores de esa medida dentro de la comunidad de vecinos.
- Le agradecería –añadió endureciendo el tono- que se dejase de burlas y me dijese quién es usted y a qué piso se dirige.
- ¡Pero cómo! Sabe usted perfectamente que me llamo Geige, Max-Ernst Geige, y que vivo en el tercero b desde hace más de quince años.

La llegada del ascensor puso el punto final al sorprendente interrogatorio, que yo en aquel momento achaque a los primeros compases de la demencia senil que empezaba a nublar la razón y la memoria de nuestra pobre portera. “Es normal –pienso ahora que pensé-; la mujer tiene tantos o más años que este ascensor y los engranajes de su cabeza han de estar tan oxidados como los del aparato”. La escena, sin embargo, no concluyó ahí, pues no bien hube llegado a mi apartamento y cambiado mi ropa de calle por algo más ligero, se oyó un prolongado timbrazo en la puerta de entrada que me hizo pegar un brinco en la butaca en la que ya me había acomodado. Abrí y allí estaban, enormes y uniformados.

- Disculpe –dijo uno de los dos policías-. Hemos recibido una llamada algo confusa de la portera del edificio. Según parece, un tal señor Neigel o Gaigen…
- Geige –interrumpí.
- Eso es: un tal señor Geige se ha colado en el edificio sin su permiso…
Expliqué a los agentes lo chusco de la situación, que en efecto al tal señor Geige lo tenían delante y que, contra las informaciones de la portera, yo era el dueño del apartamento en el que nos encontrábamos.
- Me permitiría ver su documentación. Sólo para estar seguros…
- Sin duda. Un segundo.

Volé, como quien dice, hasta al armario del dormitorio en el que guardaba la americana donde se encontraba mi cartera y volví igual de presuroso al recibidor, donde aguardaban los dos policías. La precipitación y los nervios hicieron que la cartera se me escurriese de las manos y que todos mis documentos se desperdigaran por el suelo. Fue el agente que hasta entonces había permanecido en silencio el que recogió mi identificación y se la pasó a su compañero. Ahora puedo asegurar que fue ese pequeño accidente el que evitó que me viese comprometido en mayores complicaciones.

- Max-Ernst Geige. En efecto, la dirección coincide. Todo parece estar en orden…


ANTES EN FICCIONES.

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