sábado, 13 de octubre de 2007

FICCIONES. A LOS PARANOICOS TAMBIÉN LOS PERSIGUEN.


Poseía o estaba poseído por esa rabia imbécil hacia la vida que sólo saben sentir los adolescentes y había colgado una foto de Pavese sobre el cabecero de la cama de su habitación de estudiante que no estudia. Hipersensible y duro, había elegido una soledad llena de gestos teatrales. Se masturbaba leyendo a Sade y por las tardes se extraviaba en fantasías de suicidios imposibles. Su rebelión –había escrito al comienzo de un ensayo que nunca terminaría- no se alzaba contra el orden del Padre. Al Padre –aseguraba- es posible derribarlo de un soplo. El problema está en liberarse de la Madre. La auténtica revolución –auténtica e inalcanzable, en consecuencia- habría de producirse contra la Madre. La muerte de la Madre era el único crimen liberador. Levantarse contra el orden materno, contra el pringoso cariño castrador, contra el entramado arácnido de afectos y chantajes sobre el que se eleva la pax domestica era la única Revolución por la que merecía la pena tomar las armas. En cuanto a las demás, que lo dejasen seguir durmiendo. Sobre la mesilla de noche había un despertador electrónico, viejo y chino, que emitía un zumbido perenne al que ya se había acostumbrado y que incluso lo tranquilizaba, y a los pies de la cama un bote de pegamento industrial, legado miserable de un abuelo manitas al que a veces aún echaba de menos, que le permitía aniquilarse siquiera durante algunos segundos. Una paz blanca y gelatinosa, había anotado en su cuaderno antes de que se le cayesen baba y bolígrafo. A través de la ventana, un sol idiota iba barriendo las sombras sobre la alfombra. El perro lo miraba ladeando la cabeza, un perro que a él siempre le había parecido que callaba más de lo que sabía y que, por lo tanto, le daba miedo. Como todo, se podría añadir. No tenía muchas certezas, eso estaba claro, pero sí la seguridad primordial de que el mundo lo aterraba. El armario ocultaba monstruos, el otro lado de la puerta, la claridad aparente de los rayos solares. El mundo era una conspiración enorme y ciega. Había que estar prevenido, moverse despacio, no despistarse, mirar sobre el hombro a cada paso. Se acordaba del caso de Pedro. El muy capullo se había enamorado o algo así. Después la piba lo largó, no estaba preparada, había encontrado a otro, o cualquiera de las gilipolleces habituales con las que los más jóvenes acostumbran a romper sus lazos amorosos. A Pedro la cosa no le sentó bien. Engulló un puñado de pastillas y tuvo la mala suerte de que su familia lo salvase. Desde entonces no había vuelto a dirigirle la palabra. Que le dieran por el culo, eso le pasaba por bajar la guardia. Volvió la cabeza en dirección al despertador, notó que se le aclaraba la vista y no le gustó. Con mano incierta buscó la curva tersa de la lata de pegamento. Mientras aspiraba, oyó en la lejanía un quinteto de nudillos golpeando madera. Tal vez era la hora de la cena.

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