miércoles, 27 de agosto de 2008

FICCIONES. Les Petites Mouches de la Mort.


Desde la ventana de la Habitación de los Suicidios pueden contemplarse las evoluciones de Pierre el Gusano en su piscina y a Lady Blanche columpiándose en uno de los trampolines pequeños como si fuese un balancín y a Faón que mea contra un seto bajo la mirada inquisitorial del doctor Huet. La Habitación de los Suicidios ocupa el piso más alto de la cara norte de la vieja mansión en la que Anne y Lady Blanche elaboran las tramas de sus perversos jueguecitos y repasan los trajes de sus marionetas y guiñoles. En la Habitación de los Suicidios hay una colección de guillotinas gemelas en miniatura especialmente diseñadas para la siega de arterias radiales, una cámara de asfixia de paredes transparentes, áspides genéticamente modificados al gusto de los usuarios (desde los más letales y fulminantes hasta aquellos cuyo veneno induce un estado alucinatorio que facilita la calma transición hacia el estertor final), pistolas de doble cañón para el disfrute de amantes trágicos (“Una rareza –apostilla Lady Blanche- en esta época de pasiones blandas y resorts turísticos. Creo, de hecho, que sólo ha sido disparada en una ocasión”), manzanas emponzoñadas y cápsulas de cianuro de distintos sabores y colores, alfileres de sombrero dotados de detectores cardíacos, pastillas explosivas, dispositivos de descarga de alto voltaje, jaulas repletas de pirañas anfibias y cuervos vampiro, horcas testiculares, cucharas vaciacráneos y menguadores pulmonares y otros cien recursos e instrumentos capaces de satisfacer al más exigente de los odiator-sui. La Habitación de los Suicidios está situada a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar y tiene sus cuatro paredes pintadas de un verde-agua-estancada, adornado aquí y allá con salpicaduras de sangre e hilachas de masa encefálica de los usuarios menos cuidadosos. Para alcanzar la Habitación de los Suicidios es necesario trepar por una voluta de escaleras de hierro compuesta exactamente por diez mil quinientos veintisiete escalones. Y como suele decir Anne: “Uno tiene que estar muy bien asentado en su nihilismo para que el esfuerzo le salga realmente rentable”. La mayoría, en efecto, abandona mediado el trayecto y pocos son los que vuelven a intentarlo. Sólo se conoce un caso, el de un tal Arnoldo Hundschwein, que consiguió coronar la cima tras cinco intentonas fracasadas y acabó sus días en una bañera de obsidiana estrangulado por las dos serpientes de sangre que se le escapaban de las muñecas sajadas. Hay que señalar que los suicidas abortados aprenden a partir de entonces a saborear las dulzuras de la existencia con mayor fruición e intensidad. En cuanto a los que consiguen llegar a lo más alto, sólo puede decirse que ya no les queda lugar para el arrepentimiento ni vuelta atrás. Una vez dentro de la Habitación de los Suicidios, la puerta de entrada se clausura herméticamente y no queda sino una salida: esa ventana desde la que ahora puede verse a Pierre el Gusano brincar como un delfín aerofágico para alcanzar la comida que Faón sostiene entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha. No se sabe de nadie, por cierto, que haya sobrevivido a la caída.


[De Ars Combinatoria]


No hay comentarios: