http://zonaliteratura.com.ar/?page_id=895
Los niños de los ochenta no teníamos Play Station, pero éramos tan ególatras, hijos de puta y belicosos como los niños del siglo XXI. O como los niños del siglo II antes de Cristo, por poner un ejemplo. La escuela era igual de coñazo que lo es hoy, y a los críos de entonces nos daba por el culo tanto como a los chavales de ahora, con sus consolas y sus zapatillas Nike. La escuela sólo tenía una cosa buena: el recreo. En eso, creo, tampoco ha cambiado demasiado.
Los minutos que precedían a la salida al patio eran minutos de excitación, de pies moviéndose nerviosos bajo los pupitres. La voz del profesor se diluía entonces en un continuo sonoro sin sentido y algunos observaban ansiosos sus relojes de Primera Comunión. Unos relojes digitales enormes, mastodónticos, cuyos bordes sobresalían de las muñecas infantiles y que incluso tenían calculadora. Eran relojes atómicos, lo mejor en tecnología japonesa. Los que no habían conseguido más que la consabida bicicleta miraban a los de los relojes con suspicacia y maldecían la falta de imaginación de unos padres que no estaban a la última. Una bicicleta era un aparato prehistórico. Cosa de chinos, no de japoneses.
El timbre sonaba al fin, con una estridencia que a nosotros se nos antojaba música celestial. Comenzaban los aullidos, las carreras precipitadas hacia la puerta, una auténtica estampida que hacía pensar en caballos comanches, en centenares de cascos percutiendo sobre los páramos de Arizona o de donde fuera. El profesor gritaba, trataba de poner orden, pero no había nada que hacer. Su autoridad limitaba con la hora del recreo y, cuando el timbre sonaba, perdía su condición de figura amedrentadora. Ya no valía una mierda de gato. Era un rey temporalmente destronado, un dictadorzuelo patético e impotente.
En el patio había que distribuirse con presteza. Desde comienzos de curso, los bandos habían quedado bien definidos, y cada bando tenía su territorio. En nuestros juegos, nosotros éramos los indios, los soviéticos, los del Atlético de Madrid y así sucesivamente, siempre en desigual combate contra los vaqueros, los americanos, los del Real Madrid, etcétera, etcétera. Por lo general, los vaqueros-americanos-madridistas eran chicos monos y simpáticos, auténticas golosinas para las niñas bobas de nuestra clase. Además solían sacar buenas notas: eran los ganadores de hoy y los triunfadores de mañana. El porvenir les pertenecía. Los indios-soviéticos-atléticos, sin embargo, habíamos torcido la senda desde el principio. La cagábamos con una entrega y una constancia pasmosas, y algo en nuestro interior nos advertía de que la cosa no habría de mejorar en el futuro. Nuestras victorias eran escasas, pero… ¡Amigos míos! ¡Qué intensamente dulce era su sabor!
Al patio se accedía bajando una empinada cuesta. En el centro se encontraban las pistas de fútbol, de voleibol y de baloncesto, entreveradas sin mucho orden, y más al fondo, lindando con un muro alto y gris que nos separaba de la calle, un espacio agreste, sin asfaltar y con una acusada pendiente que hacía muy dificultoso el desplazamiento. Allí teníamos nuestra trinchera. En los últimos tiempos, le habíamos cogido afición a las batallas de piedras. Los vaqueros madridistas ocupaban la zona asfaltada y se cobijaban bajo los soportales, generalmente tras las columnas que aguantaban uno de los edificios de la escuela; los pieles rojas soviéticos preferíamos la tierra salvaje, los espacios no civilizados, el barro, las hormigas, las lombrices, revolcarnos bien a gusto entre la inmundicia. ¡Que les dieran por el culo a los niños de papá y sus vaqueros de marca!
Los minutos que precedían a la salida al patio eran minutos de excitación, de pies moviéndose nerviosos bajo los pupitres. La voz del profesor se diluía entonces en un continuo sonoro sin sentido y algunos observaban ansiosos sus relojes de Primera Comunión. Unos relojes digitales enormes, mastodónticos, cuyos bordes sobresalían de las muñecas infantiles y que incluso tenían calculadora. Eran relojes atómicos, lo mejor en tecnología japonesa. Los que no habían conseguido más que la consabida bicicleta miraban a los de los relojes con suspicacia y maldecían la falta de imaginación de unos padres que no estaban a la última. Una bicicleta era un aparato prehistórico. Cosa de chinos, no de japoneses.
El timbre sonaba al fin, con una estridencia que a nosotros se nos antojaba música celestial. Comenzaban los aullidos, las carreras precipitadas hacia la puerta, una auténtica estampida que hacía pensar en caballos comanches, en centenares de cascos percutiendo sobre los páramos de Arizona o de donde fuera. El profesor gritaba, trataba de poner orden, pero no había nada que hacer. Su autoridad limitaba con la hora del recreo y, cuando el timbre sonaba, perdía su condición de figura amedrentadora. Ya no valía una mierda de gato. Era un rey temporalmente destronado, un dictadorzuelo patético e impotente.
En el patio había que distribuirse con presteza. Desde comienzos de curso, los bandos habían quedado bien definidos, y cada bando tenía su territorio. En nuestros juegos, nosotros éramos los indios, los soviéticos, los del Atlético de Madrid y así sucesivamente, siempre en desigual combate contra los vaqueros, los americanos, los del Real Madrid, etcétera, etcétera. Por lo general, los vaqueros-americanos-madridistas eran chicos monos y simpáticos, auténticas golosinas para las niñas bobas de nuestra clase. Además solían sacar buenas notas: eran los ganadores de hoy y los triunfadores de mañana. El porvenir les pertenecía. Los indios-soviéticos-atléticos, sin embargo, habíamos torcido la senda desde el principio. La cagábamos con una entrega y una constancia pasmosas, y algo en nuestro interior nos advertía de que la cosa no habría de mejorar en el futuro. Nuestras victorias eran escasas, pero… ¡Amigos míos! ¡Qué intensamente dulce era su sabor!
Al patio se accedía bajando una empinada cuesta. En el centro se encontraban las pistas de fútbol, de voleibol y de baloncesto, entreveradas sin mucho orden, y más al fondo, lindando con un muro alto y gris que nos separaba de la calle, un espacio agreste, sin asfaltar y con una acusada pendiente que hacía muy dificultoso el desplazamiento. Allí teníamos nuestra trinchera. En los últimos tiempos, le habíamos cogido afición a las batallas de piedras. Los vaqueros madridistas ocupaban la zona asfaltada y se cobijaban bajo los soportales, generalmente tras las columnas que aguantaban uno de los edificios de la escuela; los pieles rojas soviéticos preferíamos la tierra salvaje, los espacios no civilizados, el barro, las hormigas, las lombrices, revolcarnos bien a gusto entre la inmundicia. ¡Que les dieran por el culo a los niños de papá y sus vaqueros de marca!
Así que, no bien había sonado el timbre, allá que íbamos. Nos deslizábamos a toda hostia por aquella cuesta endemoniada, gritando, lanzando exabruptos, insultando a la santa madre de nuestros enemigos. ¡Ah, qué inventiva! ¡Qué improperios atroces! ¡Unos poetas de la grosería que ni Quevedo y Villon juntos! ¡Ni con diez toneladas de jabón Lagarto habrían podido limpiar toda la porquería con la que llenábamos nuestras tiernas boquitas pueriles! Enseguida, entre empellones y zancadillas, nos aprovisionábamos de proyectiles y después cada ejército ocupaba su lugar en el campo de batalla. Arriba, el occidente capitalista, con sus flamantes uniformes y sus deslumbrantes piezas de artillería; abajo, la canalla comunista, pendenciera y apache, peor pertrechada, pero siempre fiera y temible incluso en la derrota. Esperábamos en tensión la voz de nuestros respectivos comandantes, apretando las piedras con furia, sintiendo el peso de los proyectiles de reserva en los bolsillos de los pantalones, buscando con la mirada nuestro objetivo militar inmediato. ¡Fuego!, se oía por fin, y comenzaba la lluvia de guijarros sobre un patio en el que, de pronto, ya no quedaban más que combatientes sanguinarios.
Yo hacía tiempo que le tenía ojeriza al gordito Luismi. Todos sabíamos que pertenecía a la casta de los pringaos y que, si se había hecho un hueco en el bando de los triunfadores, se debía única y exclusivamente a la intervención de su primo Alberto, un enano algo cabrón que sacaba dieces en todas las asignaturas. A mí, Luismi se me había atragantado y había decidido que aquel día sería mi día y aquella batalla, la batalla definitiva. Lo estuve observando durante toda la contienda. Agazapado, vigilaba sus evoluciones en el campo de batalla, veía su estúpida jeta de gorderas asomar por entre las columnas de los soportales: se reía, lanzaba débiles pedradas e insultos que no conseguía entender en el fragor del combate, apenas abandonaba su posición. Otros, más osados, se aventuraban a salir a campo abierto, intentaban la captura de algún enemigo despistado, pero el gordo Luismi, no. Era un cobarde sin parangón, que acabaría pagando con creces su cobardía.
Había pergeñado un plan que no podía fallar. Era el plan de los planes, genial en su perfecta sencillez. Normalmente, la batalla concluía cuando todos los contendientes habían arrojado hasta el último de los proyectiles. Entonces, los comandantes gritaban un incongruente ¡alto el fuego! y se procedía al recuento de bajas y prisioneros. El bando que había obtenido menos de las primeras y más de los segundos era el bando vencedor, como es obvio. Aquel día me limité a vigilar a Luismi, el culopán. Arrojé un par de piedras sin mucha convicción y guardé el resto de mi munición con el fin de hacer efectivo mi plan maestro. Esperé sin hacerme notar. Las piedras zumbaban a mi alrededor, se estrellaban entre chispas contra el muro que tenía detrás. Sabía que no quedaba mucho tiempo, que apenas disponíamos de municiones y que el timbre de entrada estaba a punto de sonar. De repente, la lluvia de piedras amainó hasta cesar por completo y, poco después, se escuchó la señal convenida: ¡Alto el fuego!, exclamó el comandante de los americanos; ¡Alto el fuego!, replicó el nuestro.
Esperé un poco más y entonces ocurrió. Luismi abandonó su cobijo y empezó a gritar como un descosido aquello de ‘¡Hemos ganao, hemos ganao!’. Era justo lo que había previsto. Dejé la posición que había estado ocupando durante toda la batalla, me erguí, apunté y disparé con fuerza, con una saña verdaderamente homicida. Una piedra redonda, magnífica, bellísima, del tamaño de un huevo de los gordos, que fue a impactar en el mismísimo centro de la mismísima frente del gordo Luismi. Lo vi gritar, llevarse las manos a la herida y después derrumbarse. ‘¡Jódete, cabrón!’, dije. ¡Quién es el que ha ganado ahora, pedazo gilipollas!’. Los míos me rodearon de inmediato. Me aclamaban, vitoreaban a su héroe, al luchador infatigable que nunca daba una batalla por perdida. ¡Que se joda!, decía alguno; ¡Se lo tenía bien merecido, por gordo subnormal!, sentenciaba otro. Más tarde, de vuelta a la clase, se lo comenté a mi amigo Pablo. Me había inspirado en las películas del oeste. ‘¿Te acuerdas de esos sureños que nunca se rinden? ¿De los confederados que se niegan a terminar la guerra cuando lo dicen los mandamases…? Pues eso’.
Yo hacía tiempo que le tenía ojeriza al gordito Luismi. Todos sabíamos que pertenecía a la casta de los pringaos y que, si se había hecho un hueco en el bando de los triunfadores, se debía única y exclusivamente a la intervención de su primo Alberto, un enano algo cabrón que sacaba dieces en todas las asignaturas. A mí, Luismi se me había atragantado y había decidido que aquel día sería mi día y aquella batalla, la batalla definitiva. Lo estuve observando durante toda la contienda. Agazapado, vigilaba sus evoluciones en el campo de batalla, veía su estúpida jeta de gorderas asomar por entre las columnas de los soportales: se reía, lanzaba débiles pedradas e insultos que no conseguía entender en el fragor del combate, apenas abandonaba su posición. Otros, más osados, se aventuraban a salir a campo abierto, intentaban la captura de algún enemigo despistado, pero el gordo Luismi, no. Era un cobarde sin parangón, que acabaría pagando con creces su cobardía.
Había pergeñado un plan que no podía fallar. Era el plan de los planes, genial en su perfecta sencillez. Normalmente, la batalla concluía cuando todos los contendientes habían arrojado hasta el último de los proyectiles. Entonces, los comandantes gritaban un incongruente ¡alto el fuego! y se procedía al recuento de bajas y prisioneros. El bando que había obtenido menos de las primeras y más de los segundos era el bando vencedor, como es obvio. Aquel día me limité a vigilar a Luismi, el culopán. Arrojé un par de piedras sin mucha convicción y guardé el resto de mi munición con el fin de hacer efectivo mi plan maestro. Esperé sin hacerme notar. Las piedras zumbaban a mi alrededor, se estrellaban entre chispas contra el muro que tenía detrás. Sabía que no quedaba mucho tiempo, que apenas disponíamos de municiones y que el timbre de entrada estaba a punto de sonar. De repente, la lluvia de piedras amainó hasta cesar por completo y, poco después, se escuchó la señal convenida: ¡Alto el fuego!, exclamó el comandante de los americanos; ¡Alto el fuego!, replicó el nuestro.
Esperé un poco más y entonces ocurrió. Luismi abandonó su cobijo y empezó a gritar como un descosido aquello de ‘¡Hemos ganao, hemos ganao!’. Era justo lo que había previsto. Dejé la posición que había estado ocupando durante toda la batalla, me erguí, apunté y disparé con fuerza, con una saña verdaderamente homicida. Una piedra redonda, magnífica, bellísima, del tamaño de un huevo de los gordos, que fue a impactar en el mismísimo centro de la mismísima frente del gordo Luismi. Lo vi gritar, llevarse las manos a la herida y después derrumbarse. ‘¡Jódete, cabrón!’, dije. ¡Quién es el que ha ganado ahora, pedazo gilipollas!’. Los míos me rodearon de inmediato. Me aclamaban, vitoreaban a su héroe, al luchador infatigable que nunca daba una batalla por perdida. ¡Que se joda!, decía alguno; ¡Se lo tenía bien merecido, por gordo subnormal!, sentenciaba otro. Más tarde, de vuelta a la clase, se lo comenté a mi amigo Pablo. Me había inspirado en las películas del oeste. ‘¿Te acuerdas de esos sureños que nunca se rinden? ¿De los confederados que se niegan a terminar la guerra cuando lo dicen los mandamases…? Pues eso’.
5 comentarios:
"...las guerra no se deben terminar cuando lo anuncian los mandamases"
Aires revolucionarios que fustigan al "gran capital" del gordito Luismi! ja ja
Fantástico relato.
Y me has hecho reír y mucho.
Beso Diego y gracias por este ideal cuento de navidad.
Si de verdad te he hecho reír, me lo apunto como otra pequeña victoria de los comanches soviéticos.
Salud.
Que bueno es verte escribiendo largo y tendido. Yo jugué a la guerra por años con mi hermano, siempre ideando formas más "científicas" de determinar cómo morían los soldaditos. En un tiempo, ya teníamos ciudades con casitas y todo, que yo construía para los dos. Años más tarde vinieron los juegos para pc y en 2003, creo, descubrí el libro "little wars" (está en Internet archive), que habla de las mismas historias...
Bueno, y no quise hablar de las batallas campales en los recreos, porque todavía me enajeno cuando las recuerdo...
Sí, pero yo lo que recuerdo es los hijos de puta de profesores que me pegaban coscorrones con un anillo, o uno que nos daba con una regla en la mano. Me cago en su puta madre, hubo uno que hasta avergonzaba a su hijo delante de todos porque no era muy listo. Luego se le mato, el pobre, recién casado. Todavía veo a este hijo de puta por las calles de mi ciudad. Por supuesto ni le miro a la cara. Menuda banda de profesores fascistas que tuve. Creo que lo que soy hoy, se lo debo a ellos, ya que reaccioné contra su mierda. Cuando pienso en cuantos buenos chavales se malograron por esa gentuza, se me revuelven las tripas.
Rick.- No conocía el librito de Wells; a lo mejor, algún día publicó una versión en castellano en 'Agitprov'.
Anónimo.- Desde luego. Pero -como diría el camarero de 'Irma la Douce'- ésa ya es otra historia...
Publicar un comentario