viernes, 6 de noviembre de 2009

FICCIONES. Gaston, el librero



Torpemente, en un francés trastabillante, le expuse el tema de mi investigación: “Hace casi sesenta años, durante la guerra, aconteció un extraño suceso. La isla de Madagascar perdió su asidero en el fondo marino y se echó a navegar como un barco de piedra. Dobló el Cabo de Buena Esperanza, ascendió por el Atlántico siguiendo la costa occidental del continente africano y, al llegar a las Galias, se internó por el río Garona. Finalmente quedó varada aquí, en Burdeos, exactamente en la Esplanade Quinconces, donde se transformó en un refugio para exiliados extranjeros. Los exiliados confiaban en que la isla recorrería el camino inverso y los sacaría de aquella Europa podrida, pero esperaron en vano”. “Ah, bon?”, se limitó a decir y me observó como si yo estuviese loco o borracho. Y en ambos caso acertaba.


Gaston era menudo, moreno y de ojos vivos. En cierto modo, el estereotipo del francés meridional: un pequeño francés de tebeo o tira cómica. Siempre cordial, siempre afable y siempre de una corrección perfecta. Me decía a mí mismo que los libreros de antaño, cuando la lectura era un vicio o un privilegio de unos pocos elegidos, debían de ser todos como Gaston. Una especie en peligro, este Gaston que, a pesar del tiempo que yo llevaba frecuentando la librería y de que ya habíamos conversado en diversas ocasiones sobre los más diversos asuntos, seguía dirigiéndose a mí con un desusado monsieur Pemartín. O tal como el lo pronunciaba: pö-mag-tan.


Me sorprendió, de hecho, que la segunda vez que visité el establecimiento ya me llamase por mi nombre. Eso sí, siempre precedido de la fórmula de cortesía –algo anticuada para oídos españoles- y empleando mi primer apellido, jamás mi nombre de pila. Mi extrañeza y el enigma vino a resolverlos entonces el propio Gaston, que me recordó que, durante mi primera visita, había encargado un par de obras de las que no disponían en aquel momento y que mi nombre había quedado registrado en la base de datos de sus ordenadores. “Aún así –dije-, resulta chocante que sean capaces de acordarse de cómo me llamo”. “Cuidamos a nuestros clientes –se limitó a contestar Gaston-; ya lo verá”.


Y ciertamente así era. La Machine à Lire –que tal era el nombre de la librería de que os habló- era algo más que una simple tienda de libros y sus dependientes algo más que simples vendedores. A decir verdad, estos últimos se encontraban más cercanos a aquellos camareros, mitad confesores mitad psicoanalistas que aparecen en las novelas y en las películas de género negro, y en los que los atribulados protagonistas vienen a descargar sus dudas y sus cuitas, que a los libreros de hoy, por lo general tan poco celosos de su oficio. De ahí que la vieja Machine se hubiera transformado en poco tiempo, y junto con ciertos bares y cafés a los que ya tendré ocasión de referirme, en uno de mis refugios predilectos cuando el deambular por la ciudad empezaba a hacerse tedioso o el mal tiempo me obligaba a buscar un lugar donde guarecerme. Lo que, en todo caso, significaba que apenas había día que no pasase por la librería y que, en más de una ocasión, olvidado de que era domingo o lunes por la mañana –únicos momentos en los que el establecimiento permanecía cerrado-, al encontrarme frente a su cierre metálico bajado, había sentido la angustia del enfermo que no consigue ponerse en contacto con su psiquiatra o del yonqui que no logra encontrar a su camello habitual.


- Ah, bon? – el tono de Gaston no resultaba en modo alguno ofensivo, sino una invitación a que el cliente se entregase abiertamente a la confesión. A Gaston le sobraba oficio, de eso no cabía ninguna duda.
- Sí, tal cual. Pero ya continuaré contándole la historia en otra ocasión. Así mantenemos un poco el suspense, ¿no le parece? Ahora me gustaría echar un vistazo a las novedades.


De El último verano en Madagascar.



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