domingo, 11 de julio de 2010

FICCIONES. Blood Red Roses



[Fragmento]


Es probable que la figura del doctor Salisbury haya perdido hoy su brillo de antaño, pero a comienzos de siglo era la más importante estrella en la constelación de la medicina forense de todo el Reino Unido, y acaso de toda Europa. Sus investigaciones habían llevado a la horca al doctor Trippen, que tenía enterrada a su propia esposa bajo los rosales del jardín; al procurador Rowen, que había aliñado el té de la suya con unas gotitas de arsénico; a George Joseph Smith, que había adquirido la fea costumbre de ahogar en la bañera a sus sucesivas mujeres cuando éstas le pedían que les enjabonase la espalda; y a otros muchos maridos al parecer disconformes con su suerte y que habían tenido la mala fortuna de caer bajo su implacable microscopio. Por primera vez en su ya dilatada carrera –y gracias a los contactos y hábiles manejos de mi abogado-, el señor Salisbury no estaba del lado de la acusación, sino del mío, y su mediación serviría, en fin, para que saliera yo entero del lance y sin que mi cuello se viera en la desagradable necesidad de saber lo que pesaba mi trasero. Con una argumentación alambicada e infestada de tecnicismos que despertaban continuas exclamaciones de admiración entre los asistentes, fue desmontando una por una las tesis de la acusación y, finalmente, invalidó aquella en la que ésta había cargado todo el peso de sus razonamientos. El lugar en el que se hallaba la herida y la trayectoria de la bala –dijo- eran consistentes tanto con la idea de suicidio como con la de accidente; en cuanto a la ausencia de una zona oscurecida en torno a dicha herida, podía haber desaparecido como consecuencia de la sangre vertida y de que, después, se hubiese limpiado la sangre coagulada. Punto.

Hubo unanimidad en el jurado en cuanto a la acusación de falsificación. Por lo que respecta a la de asesinato, una mayoría de diez contra cinco votó a favor de ‘No probado’, por lo que fui absuelto. Mis torpezas de novato en el negocio de los cheques adulterados supusieron, pues, 12 de meses de cárcel, de los cuales, en último término, sólo pasaría 8 en la prisión de Saughton, al oeste de Edimburgo. Mis primeros días de vida carcelaria me resultaron algo ásperos; me sentía extranjero entre gentes sin educación ni gusto, acostumbradas a transitar siempre por el lado amargo de la existencia, y el hecho de que enseguida me impusieran la absurda tarea de remendar sacos de correos tampoco ayudó a elevar mi moral, pues –como bien saben a estas alturas del relato- yo estaba acostumbrado a casi todo, menos a realizar trabajos que exigieran algún esfuerzo físico. Pronto me adapté, sin embargo. Cuando contaba a mis compañeros de infortunio que había sido condenado por pasar cheques falsos y añadía “pero también se me acusaba de asesinato”, notaba en sus miradas ciertos signos de solidaridad y –por qué no decirlo- indicios de admiración y respeto. Que fuera yo un caballero viajado y educado también despertaba en ellos cierta extrañeza reverencial, y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que tal condición llamase también la atención de los guardianes y de las autoridades penitenciarias. Que pudiera leer y escribir ya era algo que me distinguía del resto de los presidiarios y, poco a poco, me sirvió para ir alivianando los trabajos que se me encomendaban e ir escalando posiciones en la rígida jerarquía de la Saughton.

Durante mi estancia en la cárcel no recibí visitas ni tuve contacto alguno con gente del mundo exterior, si exceptuamos los amorosos desvelos de la señora Mary Isgoen, una vieja amiga de mi madre que, sin que yo supiese nunca muy bien por qué motivo, creyó siempre en mi inocencia y en todo momento estuvo dispuesta a ocuparse –como ella misma decía- de aquel “pobre muchacho huérfano”. Y tal fue su insistencia y tan pocas las alternativas que se me brindaban por entonces que, en cuanto me vi fuera de la jaula, decidí aceptar el ofrecimiento que me había hecho en tantas ocasiones y tomar el tren con destino a la ciudad costera de Hastings, donde la buena mujer vivía a la sazón junto a su hija Vera. Mary me acogió en su hogar como una segunda madre, pero me resultaría difícil afirmar que Vera y yo nos mirásemos nunca con ojos fraternales. Los suyos, por cierto, eran de un refulgente color esmeralda, alegres y despiertos, y encajaban a las mil maravillas en una deliciosa carita redonda e infantil, en irresistible contraste con las sinuosidades de un cuerpo de mujer pleno y perfectamente desarrollado. En aquella época, Vera no pasaba de los diecisiete años, pero ya era considerada una de las más descollantes bellezas locales y contaba con una pequeña cohorte de barbilucios y pisaverdes que no paraban de olisquearle entre las faldas como perrillos en celo. Hasta que yo me impuse, claro es.

Me las arreglé para seducir a la madre y burlar sus naturales prevenciones contra el joven macho que se le había colado en la madriguera, y también a la hija, de manera tal que, poco más de una semana después de mi llegada, ya la tenía ronroneándome a los pies como una gatita y engullendo con delectación golosa mis galanterías de enamorado y cada una de las promesas de futuro, la última aún más sonrosada y fantasiosa que la anterior, con que le regalaba sus tiernos oiditos pubescentes. Aunque debo decepcionar una vez más la benevolencia de mis fantasmales lectores y señalar de inmediato que, a pesar de los pesares, mis viejos hábitos apenas se habían modificado tras purgar parte de mis penas y que, en cuanto me acomodé y empecé a sentirme seguro en el nuevo escenario, también volví a las andadas; es decir, a las noches de güisqui, ginebra y mujeres livianas, y al juego y a la farra, que han sido durante toda mi vida –hélas!- la auténtica pasión de este noctívago enfermizo. Procuraba, con todo, no descuidar mis atenciones para con la joven señorita Isgoen, pues bien sabía que satisfacer sin estorbos la pasión antedicha exigía llevar una existencia de mínimo decoro y eso, en aquellos tiempos y mucho me temo que también en éstos, equivalía al inexcusable engorro del matrimonio, de la muelle vida hogareña, etcétera, etcétera, etcétera. Así que, previendo la negativa de la señora Isgoen, le propuse a la hija huir hacia al norte sin advertir a nadie –ni siquiera a su adorada madre- de nuestros propósitos, lo cual, como ya sospechaba, llenó de contento y emoción el romántico corazoncito de Vera. Poco tiempo después, ya estábamos casados y en Escocia.


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