El libro está organizado, como ya se ha sugerido, en torno al juego de preguntas y respuestas entre un joven estudiante, encarnación del “punto de vista moralista, que siempre evalúa en primer lugar”, en vez de mirar; y un personaje mayor y más experimentado, tras el cual no es difícil reconocer al propio Schmitt. Dividido en media docena de ‘escenas’, en las que se abordan distintas facetas de la cuestión tratada, el diálogo incluye además un ‘Intermezzo’ que hace las veces de ejemplificación histórica de lo que se va discutiendo en términos teóricos. En el ‘Planteamiento’ inicial, una suerte de breve preludio que antecede al debate propiamente dicho, se consideran las distintas perspectivas desde las que es posible atacar el tema del poder. ¿Cabe la posibilidad –se viene a decir- de acercarse a dicha cuestión sine ira et studio; es decir, desde una posición que no esté gravada por los prejuicios hacia el poder que puedan albergar los que disfrutan de él (positivos) y quienes simplemente lo sufren sin poseerlo (negativos)? Schmitt considera que sí: es posible una “tercera posición, la del tratamiento y la descripción desinteresados”. A lo largo de todo el diálogo Schmitt ejercita esta tesis primordial: hay que evitar las especulaciones metafísicas y presentar la dialéctica inherente al poder de forma puramente descriptiva. O en una formulación alternativa: no se trata de “consolar ni atemorizar, sino [de] dar una imagen objetiva del poder humano” (p. 27), “sin retórica ni sentimentalismos, pero también sin cinismo o nihilismo” (p. 35), a poco que se piense, anverso y reverso de la actitud moralista.
La siguiente pregunta hace referencia al origen del poder. “¿De dónde proviene el inmenso poder que Stalin o Roosevelt o cualquier otro que se le ocurra han ejercido sobre millones de otros hombres?” (P. 15). La cuestión, explícitamente genealógica, apunta de forma implícita al problema de la legitimidad del poder: ¿de qué instancias deriva su legitimidad el poder político? Las respuestas se reducen básicamente a tres: o bien el poder procede de la naturaleza (Homo homini lupus), o bien procede de Dios (Homo homini Deus), o bien procede el hombre mismo (Homo homini homo). Hay que desechar –afirma el viejo profesor- las dos primeras opciones: 1. La naturaleza más que ser fuente de poder, ha quedado ella misma sometida al poder humano. 2. Y en cuanto a la apelación a Dios, cuando en la actualidad se pronuncia su nombre, quienes “cuentan con una educación promedio traen a colación automáticamente la sentencia de Nietzsche: Dios ha muerto”, o bien la menos conocida de Proudhon: “Quien dice Dios quiere engañar” (p. 17). Sólo queda, pues, la tercera opción como solución satisfactoria al problema del origen del poder: el poder político es puramente humano, lo cual –añade Schmitt- suena “tranquilizador” (Ib.). ¿O tal vez no?
Sin embargo, hay algo que causa más estupor que el asunto de por qué mandan los que mandan y de dónde derivan su poder, y es la cuestión complementaria de por qué obedecen quienes carecen de él. Pueden darse distintas respuestas parciales –dice el profesor-, pero todas remiten en última instancia a la protección. “La relación entre protección y obediencia –sentencia- sigue siendo la única explicación para el poder” (P. 21). Luego, de forma aparentemente paradójica, el poder político se fundamenta en la debilidad humana. La referencia a Hobbes sigue siendo aquí inevitable e inexcusable, pues Hobbes –recuerda Schmitt- “toma esta debilidad común a todo individuo como punto de partida para su construcción del Estado” (p. 26), siguiendo una cadena cuyos eslabones se engarzan de forma absolutamente necesaria: la debilidad genera peligro; el peligro, temor; el temor, el deseo de seguridad; y el deseo de seguridad, en fin, la necesidad de protección. Los meandros de la discusión llevan a continuación a los dialogantes a un problema que había interesado a Schmitt ya en su etapa anterior: el de las antesalas del poder, su composición, funcionamiento y dialéctica. “Delante de cada espacio de poder directo –señala- se forma una antesala de influencias y poderes indirectos, un acceso al oído, un pasaje a la psique del poderoso” (p. 30). Y es propio del poder político que, cuanto más concentrado se encuentre éste, más aguda y violenta sea la lucha en su entorno inmediato, y es en esa lucha –concluye Schmitt- donde se materializa la dialéctica interna de todo poder humano.
Pero, entonces, el poder ¿es bueno o malo, o qué es? La pregunta sobre la condición moral del poder –podría contestar Schmitt- carece de sentido o, cuando menos, está mal planteada. En primer lugar, porque el poder –como ya reconocieron Maquiavelo o Hobbes- es una magnitud objetiva, determinada por reglas propias y ajenas, en principio, a las reticencias morales. Pero además, y en términos que tienen un cierto regusto nietzscheano, el profesor responde: “tener el poder significa, sobre todo, tener la posibilidad de definir si un hombre es bueno o malo. Es parte de su poder” (p. 40). Sin embargo, la dificultad no queda así solventada y cabe seguir cuestionándose quién tiene razón: si el papa Gregorio Magno, cuando afirma que “sólo la voluntad de poder es mala, pero el poder en sí mismo siempre es bueno” (p. 41), pues procede de Dios; o el historiador Jacob Burckhardt, cuando sentencia: “El poder en sí mismo es malo”. Schmitt reconoce la superioridad de Gregorio Magno, y apunta una coincidencia histórica cargada de significado: “Es precisamente –dice al final de la cuarta ‘escena’- a partir de la época en que parece completarse esta humanización del poder –a partir de la Revolución Francesa- que se difunde de manera irresistible la convicción de que el poder en sí mismo es malo. La sentencia Dios ha muerto y la otra sentencia El poder es malo en sí mismo proceden de la misma época y de la misma situación. En el fondo ambas afirman lo mismo” (p. 44).
Pero ¿qué puede decirse del poder en la Modernidad tardía? Aquí salta de inmediato esa Frage nach der Technik que tanto había interesado a los intelectuales de la Revolución Conservadora alemana, pero que también se cuenta entre las preocupaciones nodales de la Teoría Crítica (Anders, Benjamin, etc.). La peligrosidad de los recursos técnicos –advierte Schmitt- ha crecido de forma ilimitada y, como consecuencia, la peligrosidad del hombre con respecto a los demás hombres ha aumentado de forma proporcional. El resultado es que la diferencia entre el poder y la carencia de poder se amplia tanto que es necesario plantearse de nuevo incluso el mismo concepto de ser humano. Pero, en tal contexto, no sólo cambia el ser humano, que queda reducido –y esto incluye también a los ‘poderosos’- a un simple engranaje de los dispositivos técnicos, sino igualmente la naturaleza del poder: “El poder se le ha escapado de las manos al hombre mucho más que la técnica; los hombres que usan esos recursos tecnológicos para ejercer su poder sobre otros ya no están entre iguales con los hombres expuestos a su poder” (p. 48).
(1) Existe una versión anterior en castellano cuya responsable es Ánima Schmitt de Otero, la hija de Carl Schmitt. La traducción apareció primero en la Revista de Estudios Políticos, vol. 55, nº 78, 1954, pp. 3-20, y más tarde fue incorporada al libro Carl Schmitt. Diálogos, Madrid, 1962, que además incluía un prólogo de Schmitt escrito para la ocasión.
1 comentario:
excelente forma de reseñarlo, aunque tomé tijera
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